El círculo oscuro (38 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Silencio. Al final Cutter dijo:

—La compañía tiene los códigos.

LeSeur hizo una mueca.

—Dicen que los están buscando. Francamente, la situación entre los directivos es caótica. Parece que nadie sabe dónde están, y todos se echan la culpa mutuamente.

La cara del capitán se congestionó. LeSeur se preguntó cuál sería la causa. ¿Miedo por el barco? ¿Rabia contra Masón?

—No se trata solo del código, señor. Usted conoce mejor que nadie el barco. Tenemos entre manos una crisis, y hay cuatro mil vidas en juego. Solo nos quedan setenta minutos antes de chocar contra las Carrion Rocks. Le necesitamos.

—Señor LeSeur, ¿me está pidiendo que retome el mando de este barco?

Lo preguntó con mucha calma.

—Si es necesario, sí.

—Dígalo.

—Comodoro Cutter, le estoy pidiendo que retome el mando del
Britannia
.

Los ojos oscuros del capitán brillaron. Sus siguientes palabras fueron dichas en voz baja, con emoción.

—Señor LeSeur, usted y los oficiales del puente se han amotinado. Son el tipo de persona más inmundo que puede existir en alta mar. Algunos actos son de tal abyección que no permiten dar marcha atrás. Se han amotinado y han entregado el mando a una psicópata. Usted y su pandilla de falsos, aduladores, hipócritas y lameculos llevaban planeando esta traición contra mí desde que zarpamos. Ya ven el resultado. No, no pienso ayudarles, ni con los códigos, ni con el barco; ni siquiera sonándoles los mocos. Ahora solo me queda un deber: si se hunde el barco, yo me hundiré con él. Buenos días, señor LeSeur.

La cara de Cutter se congestionó todavía más. De pronto LeSeur comprendió que no era rabia, odio o temor. Era un rubor de triunfo: el triunfo morboso de ver que le daban la razón.

Capítulo 60

Vestido con la túnica azafrán de un monje tibetano, Scott Blackburn corrió las cortinas de la cristalera del balcón, para tapar el gris de la tormenta. Cientos de velas de mantequilla inundaban el salón con el temblor de su luz amarilla, mientras dos incensarios aromatizaban el aire con la exquisita fragancia del sándalo y la flor de kéfir.

Un teléfono sonaba con insistencia sobre una mesita. Blackburn lo miró con cara de pocos amigos. Después se acercó y cogió el auricular.

— ¿Qué pasa? —dijo, secamente.

— ¿Scotty? —Era una voz aguda, entrecortada—. Soy Jason. ¡Hace horas que intentamos hablar contigo! Oye, todo el mundo se ha vuelto loco. Tenemos que…

—Cállate, joder —dijo Blackburn—. Como vuelvas a llamarme te arranco el pescuezo y lo tiro por el váter.

Devolvió suavemente el auricular a su soporte.

Nunca había tenido los sentidos tan despiertos y afilados. Al otro lado de la puerta de la suite se oían gritos, maldiciones, pasos rápidos y el profundo retumbar de las olas, pero lo que ocurriese no era de su incumbencia. Tampoco podía afectarle, ya que había cerrado con llave el camarote. Dentro estaba a salvo, con el Agoyzen.

Mientras hacía los preparativos, pensó en la extraña trayectoria de los últimos días, y en lo trascendentalmente que había cambiado su vida. La misteriosa llamada telefónica acerca de la pintura; verla por primera vez en una habitación de hotel; liberarla de su dueño, demasiado inmaduro para merecerla; subir con ella al barco; y el mismo día, por último, encontrarse a Carol Masón, la segundo capitán del barco. ¡Qué extraña era la vida! Con la emoción de tener en sus manos el Agoyzen, con el vértigo inicial del orgullo, Blackburn se lo había dejado ver a Masón, y después habían follado tan salvajemente, con un abandono tan absoluto, que había sido como si el acto sexual hubiera estremecido los propios cimientos de su ser. En cambio, después la había visto cambiar, al igual que había visto cómo cambiaba él mismo; había reparado en la avidez inconfundible y posesiva de sus ojos, en la gloriosa, aterradora renuncia a todas las viejas restricciones morales que la encorsetaban.

Solo entonces se dio cuenta de algo que debería haber comprendido mucho antes: tenía que extremar al máximo la prudencia para proteger su tesoro. Todo el que lo viera querría poseerlo, porque el Agoyzen, aquel increíble mándala-universo, tenía un poder excepcional sobre la mente humana; un poder que se podía liberar. Y nadie estaba tan capacitado para liberarlo como Blackburn. Poseía el capital, los conocimientos y, por encima de todo, la tecnología necesarios. Gracias a su tecnología gráfica podía transmitir la imagen al mundo entero, hasta sus más intrincados detalles, para su beneficio y poder personal. Gracias a sus ilimitados recursos de capital y talento, podía desentrañar los secretos de la imagen y averiguar cómo desencadenaba sus asombrosos efectos en la mente y el cuerpo humanos, información que podía aplicar a la creación de otras imágenes. Todos los habitantes del planeta (al menos todos los que tuvieran una cierta importancia) sufrirían un cambio radical. Blackburn sería el dueño del original. Controlaría la difusión de sus reproducciones. El mundo sería un lugar nuevo: el suyo.

Por desgracia, había alguien más al corriente del asesinato que había, cometido: un investigador que, si Blackburn no se equivocaba (y ahora estaba convencido de ello), le había seguido hasta el barco. Un hombre que estaba utilizando todos los medios a su alcance (incluidas las gobernantas del
Britannia
) para arrebatarle su más preciada posesión. Solo de pensarlo se le aceleró la sangre en las venas, y le latió más deprisa el corazón. Tan intenso era el odio que sentía, que sus oídos parecían zumbar y chisporrotear. Lo que no sabía era cómo se había enterado de la existencia del mándala Agoyzen. Tal vez Ambrose había intentado vendérselo antes que a él, a menos que fuera otro adepto… Aunque de todos modos no importaba cómo se hubiera enterado, porque tenía las horas contadas. Blackburn ya había visto anteriormente el poder destructivo de una tulpa, y la que había invocado (con su fuerza de voluntad) era de una sutileza y un poder excepcionales. No se le podía escapar ningún ser humano.

Respiró hondo, entrecortadamente. No podía acercarse al Agoyzen en aquel estado de odio y miedo, de apego material. Intentar satisfacer deseos terrenales era como llevar agua al mar: una labor interminable, e inútil, en definitiva.

Mientras respiraba despacio y profundamente, se sentó y cerró los ojos, sin concentrarse en nada. Cuando sintió que se alisaban las ondas de su mente, se acercó a la pared del fondo del salón, descolgó el cuadro de Braque, lo giró y despegó el falso forro, dejando a la vista el thangka. Después de extraerlo con sumo cuidado (apartando la vista en todo momento), lo colgó con un hilo de seda de un gancho dorado que había clavado en la pared.

Tras situarse frente a la pintura, adoptó la posición del loto, con la mano derecha encima de la izquierda, formando un triángulo con los pulgares en contacto. Inclinó ligeramente el cuello y dejó que la punta de su lengua tocase el paladar cerca de los dientes de arriba; luego posó la vista en el suelo, pero sin fijarla en nada. Por último, con una deliciosa lentitud, la alzó hasta ver el mándala Agoyzen.

Las velas distribuidas en bandejas de plata conferían un resplandor de gran belleza a la imagen, con tintes amarillos y dorados que jugaban por la superficie del thangka como metal líquido. Lentamente, muy despacio, la imagen se abrió a Blackburn, que sintió fluir su poder dentro de sí como una lenta descarga eléctrica.

El mándala Agoyzen era un mundo en sí mismo, un universo, tan intrincado y profundo corno el nuestro, y con una complejidad infinita cautiva de una superficie bidimensional con cuatro bordes. Sin embargo, mirar el Agoyzen significaba liberar mágicamente la imagen de sus dos dimensiones. Cobraba forma dentro de la mente. Los peculiares trazos entrelazados de la pintura se convertían en otros tantos cables eléctricos que fluían a la par que las corrientes de su alma. A medida que Blackburn se convertía en la pintura, y la pintura en él, el tiempo se ralentizaba y disolvía, hasta dejar de existir; el mándala impregnaba su conciencia y su alma, poseyéndole completamente: espacio sin espacio, tiempo sin tiempo, convirtiéndose en todo y nada ala vez…

Capítulo 61

El silencio que reinaba en la penumbra del salón de la suite Tudor no permitía adivinar el grado de tensión que había en el camarote. Constance estaba frente a Pendergast, viendo cómo el agente bebía despacio otro sorbo de té y dejaba la taza a un lado.

— ¿Y bien? —preguntó él—. No tenemos todo el día.

Constance respiró hondo.

—Aloysius, me parece mentira que puedas quedarte tan tranquilo defendiendo algo que va en contra de todo lo que siempre has propugnado.

Pendergast suspiró profundamente, disimulando a duras penas su impaciencia.

—Por favor, no insultes mi inteligencia prolongando esta discusión sin sentido.

—No sé cómo ha ocurrido, pero el Agoyzen te ha envenenado el cerebro.

—En absoluto. Lo que ha hecho es liberarlo, barriendo de él las convenciones vacías y retrógradas de la moralidad.

—El Agoyzen es un instrumento del mal. Ya lo sabían los monjes.

— ¿Qué quieres decir, que los monjes le tenían tanto miedo que no se atrevían ni siquiera a mirarlo?

—Sí, y eran más sensatos que tú. Parece que el Agoyzen tiene la facultad de despojar a quien lo mira de todo lo bueno, bondadoso y… y moderado. Fíjate en su efecto sobre Blackburn. Piensa en cómo recurrió al asesinato para conseguirlo. Y mira lo que te está haciendo a ti.

Pendergast hizo una mueca burlona.

—Quebranta las mentes débiles, pero a las fuertes las refuerza. Recuerda su efecto sobre la camarera, o sobre la capitán Masón, sin ir más lejos.

— ¿Qué?

—La verdad es que esperaba más de ti, Constance. ¡Pues claro que lo ha visto Masón! ¿Qué otra explicación podría haber? El cómo, ni lo sé ni me importa. Es ella quien está detrás de las desapariciones y los asesinatos (en los que observarás una escalada muy bien planeada). Todo eso lo hizo para provocar un motín, y que el barco se desviase hacia St. John's, rumbo que le permitía hacerlo chocar con las Carrion Rocks.

Constance se quedó mirando a su tutor. Le parecía una teoría absurda. ¿O no? Vio, casi a su pesar, que algunos detalles empezaban a encajar.

—Pero, todo eso ya no importa. —Pendergast agitó una mano—. No pienso consentir más retrasos. Acompáñame ahora mismo.

Constance titubeó.

—Con una condición.

— ¿Cuál, si puede saberse?

—Que te unas a mí en una sesión de Chongg Ran.

Los párpados de Pendergast se entrecerraron.

— ¿De Chongg Ran? Qué perversa… No hay tiempo.

—Sí hay tiempo. Ambos tenemos la formación mental necesaria para alcanzar con rapidez el
stong pa
. ¿De qué tienes miedo? ¿De que la meditación te devuelva la normalidad?

Tal era, en efecto, la más ferviente esperanza de Constance.

—Eso es absurdo. Ya no hay marcha atrás.

—Pues entonces medita conmigo.

Tras permanecer un momento inmóvil, el rostro de Pendergast sufrió otro cambio. Volvía a estar relajado, seguro de sí mismo y altivo.

—De acuerdo —dijo—. Te lo concedo, pero con una condición.

— ¿Cuál?

—Pienso coger el Agoyzen antes de irme del barco. Si el Chongg Ran no surte el efecto que deseas, también tú mirarás el Agoyzen; y te liberará, al igual que a mí. Te estoy haciendo un gran regalo, Constance.

Sus palabras dejaron a Constance sin aliento.

Pendergast sonrió con frialdad.

—Tú has puesto tus condiciones, y yo pongo las mías.

Tras unos instantes de silencio, Constance recuperó la voz y miró los ojos plateados del agente.

—De acuerdo, acepto.

Él asintió con la cabeza.

—Magnífico. ¿Empezamos?

Justo entonces llamaron a la suite. Constance fue al recibidor y abrió la puerta. En el pasillo estaba Marya, con cara de preocupación.

—Lo siento, señorita Greene —dijo—. No he podido encontrar médico. He buscado todas partes, pero todo el barco se ha vuelto loco, y solo está gente llorando, emborrachando, robando…

—No pasa nada. ¿Me hace un último favor? ¿Podría esperar unos minutos en la puerta, y asegurarse de que no nos moleste nadie?

La mujer asintió con la cabeza.

—Muchísimas gracias.

Constance cerró suavemente la puerta y regresó al salón, donde Pendergast había cruzado las piernas en la alfombra y, apoyando el dorso de las muñecas en las rodillas, esperaba con una autocomplacencia perfecta.

Capítulo 62

Corey Penner, oficial informático de segunda clase, estaba inclinado sobre un terminal de acceso, bajo el resplandor de la sala central de servidores de la cubierta B.

Hufnagel, el jefe de informática, se le acercó por la espalda y miró la pantalla a través de unas gafas empañadas.

— ¿Qué, puedes hacerlo? —dijo.

La pregunta llegó con una ráfaga de mal aliento. Penner apretó los labios.

—Lo dudo. Parece muy bien protegido.

En realidad, estaba seguro de poder hacerlo. En el
Britannia
había muy pocos sistemas que él no pudiera piratear, por no decir ninguno, pero no se trataba de pregonarlo, y menos a su jefe. Cuantas más cosas te consideraban capaz de hacer, más te pedían. Se lo había enseñado la experiencia. En realidad no tenía muchas ganas de que se supiera que en sus horas libres se había dedicado a introducirse en los servicios de acceso restringido del barco. Analizar con atención el servicio de cine de pago del
Britannia
, por ejemplo, le había permitido reunir una videoteca privada de películas de estreno nada desdeñable.

Pulsó algunas teclas y apareció una nueva pantalla:

HMS
Britannia
—SISTEMAS CENTRALES SERVICIOS AUTÓNOMOS (MODO DE MANTENIMIENTO)

PROPULSIÓN GOBIERNO

HVAC ELECTRICIDAD

ECONOMÍA

ASIENTO ESTABILIZADORES EMERGENCIA

Situó el puntero sobre
GOBIERNO
, y eligió
PILOTO AUTOMÁTICO
en el submenú. Apareció un mensaje de error en la pantalla:
MODO DE MANTENIMIENTO DEL PILOTO AUTOMÁTICO NO ACCESIBLE CON EL SISTEMA EN MARCHA.

Bueno, ya se lo esperaba. Salió del sistema de menús, activó una línea de comandos y empezó a teclear rápidamente. La pantalla se llenó de pequeñas ventanas.

— ¿Qué haces? —preguntó Hufnagel.

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