El círculo oscuro (18 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Se apartó de la ventana para ir a la cocina. Tampoco parecía que la hubieran usado. Se notaba que Brock comía y cenaba en los muchos restaurantes del barco. En la nevera solo había otras dos botellas de champán. Abrió deprisa los cajones, pero solo encontró cubiertos y copas. Después sometió el comedor y el aseo a un rápido registro. Lo último fue el armario ropero, pero no había nada interesante en ningún sitio.

Volvió al salón, y se paró a escuchar. Todo estaba en silencio. Echó un vistazo a su reloj; eran más de las ocho. Brock tenía reserva en el turno de las ocho en el King's Arms. Tardaría como mínimo una hora y media en volver.

Los dormitorios estaban a estribor; había dos puertas, una de ellas abierta. Empezó por esta última. Antes de cruzarla, se paró otra vez a escuchar. El dormitorio se parecía bastante al suyo: una gran cama con dosel barroco, dos mesitas de noche, un armario grande, un escritorio con su silla, un armario empotrado y una puerta, sin duda la del baño. Se notaba que era donde dormía Brock.

Tardó quince minutos en registrarlo todo a fondo. Después entró en el lavabo compartido y examinó rápidamente los productos de baño. Tampoco esta vez descubrió nada; solo la confirmación de algo que ya sospechaba: la colonia preferida de Brock era Floris Élite.

Al fondo del lavabo había un pequeño vestidor, con una puerta que daba al segundo dormitorio. Pendergast cogió el pomo con la intención de no buscar muy a fondo, porque cada vez parecía más evidente que si Brock era culpable de algo, sería necesario buscar las pruebas en algún otro lugar del
Britannia
.

No se abría.

Frunció el entrecejo y regresó al salón para probar con la otra puerta del segundo dormitorio. Tampoco se abría.

Qué raro…

Se arrodilló para examinar el mecanismo con la linterna; era una simple clavija que no ofrecería resistencia. Metió una mano en el bolsillo y sacó una ganzúa parecida a un cepillito de dientes de alambre. La insertó en la cerradura. Se oyó casi enseguida un suave clic, señal de éxito. Giró el pomo y abrió la puerta de la habitación a oscuras.

—Si se mueve, le mato —dijo una voz ronca.

Pendergast se quedó quieto.

De detrás de la puerta salió un hombre con una pistola en la mano. Al fondo de la oscuridad se oyó una voz adormilada de mujer.

— ¿Qué pasa, Curt?

En vez de contestar, el hombre hizo señas a Pendergast con la pistola; luego cruzó la puerta y la cerró con pestillo. Era moreno de pelo y piel, con cicatrices de acné, guapo al estilo de los gángsteres, y muy musculoso. Su porte era de boxeador, pero saltaba a la vista que para ser tan corpulento tenía una gran agilidad de movimientos. No era camarero; no llevaba uniforme, sino un traje negro que visiblemente tenía cierta dificultad en contener sus anchos hombros.

—Bueno, tío, ¿quién eres y qué haces aquí?

Pendergast sonrió y señaló un sillón con la cabeza.

— ¿Puedo? Es que llevo todo el día de pie.

Curt se quedó en el mismo sitio, poniendo mala cara mientras Pendergast se acomodaba en el sillón y cruzaba elegantemente las piernas.

—Te he hecho una pregunta, hijo de puta.

Pendergast extrajo la botella de champán del hielo derretido, dejó caer el agua sobrante y descorchó la botella con un diestro giro de muñeca. En un lado había dos copas de champán. Las llenó hasta el borde.

— ¿Le apetece? —preguntó.

El hombre levantó la pistola.

—Se me está acabando la paciencia. Tienes un problema, y se está agravando.

Pendergast tomó un sorbo.

—Pues entonces ya somos dos. Si se sentara, podríamos hablar cómodamente de nuestros problemas.

—Yo no tengo ninguno. Tú sí. Tú tienes un problema que te cagas.

—Soy perfectamente consciente de mi problema. Mi problema es usted; me está apuntando a la cabeza con una pistola, y parece estar perdiendo la calma. Sí, está claro que es un verdadero problema. —Pendergast tomó otro sorbo y suspiró—. Delicioso.

—Te queda solo una oportunidad para decirme quién eres antes de que estampe tus sesos en la pared.

—Antes de eso, permítame señalar que su problema es mucho más grave que el mío.

— ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

Pendergast señaló la puerta del dormitorio con la cabeza.

— ¿El señor Brock sabe que se acuesta con una señora en su suite?

Un titubeo incómodo.

—Al señor Brock no le importa que traiga chicas.

Pendergast arqueó las cejas.

—Puede que no… y puede que sí, pero además, si intenta manchar la pared con lo que sea, tendrá la desgracia de convertirse en el centro de atención del barco. Si tiene suerte, le acusarán de asesinato; si no, los sesos que adornen la pared serán los suyos. Le aviso de que yo también voy armado.

Otro titubeo.

—Voy a llamar a seguridad.

Pendergast bebió otro sorbo.

—Píenselo mejor, señor Curt.

El hombre le clavó un poco la pistola.

—Me llamo Johnson, Curtís Johnson, no «señor Curt».

—Disculpe, señor Johnson. Aunque fuera verdad que al señor Brock no le importa que traiga a chicas durante sus horas de trabajo, si llama a seguridad podrían hacer preguntas sobre lo que guarda el señor Brock en el dormitorio que usa usted como nido de amor. Por si fuera poco, no sabe ni quién soy ni para qué he venido. Podría ser perfectamente un empleado de seguridad. Por lo tanto, señor Johnson, repito que los dos tenemos un problema. Yo espero que exista una manera de que los resolvamos con inteligencia, y en beneficio de los dos.

Introdujo lentamente dos dedos en el bolsillo de su esmoquin.

—Las manos a la vista.

Al sacarlos, sujetaban un pequeño fajo de billetes nuevos de cien dólares.

Curt enrojeció de desconcierto, apretando la pistola con sus dedos de salchicha.

Pendergast agitó el dinero.

—Baje la pistola.

El hombre bajó la pistola.

—Adelante, cójalos.

Curt le arrebató los billetes y se los metió en el bolsillo.

—Tendremos que darnos prisa, señor Johnson, para que el señor Brock no me encuentre al volver.

—Sal ahora mismo por piernas.

— ¿Acepta mi dinero, pero me sigue echando? Qué poco deportivo.

Pendergast se levantó con un suspiro y se volvió como si fuera a irse, pero el movimiento se aceleró súbitamente y se convirtió en un lanzamiento: la copa de champán fue hacia la cara de Johnson, mientras el puño izquierdo se estampaba en su muñeca con otro movimiento simultáneo y velocísimo. La pistola rebotó en la alfombra y quedó en el centro de la sala. Cuando Johnson se lanzó gritando en su busca, Pendergast le hizo una zancadilla y le puso en la oreja su Les Baer 1911, a la vez que le clavaba una rodilla en la base de la espalda.


Doucement
, señor Johnson.
Doucement
.

Al cabo de un buen rato, Pendergast se puso de pie.

—Ya puede levantarse.

El hombre se quedó sentado, frotándose la oreja. Después se levantó. Su cara era una masa oscura.

Pendergast volvió a guardar el arma debajo de la chaqueta y dio unos pasos por la sala para recoger la pistola de Johnson.

—Una Walther PPK. Supongo que es un admirador de James Bond. Quizá tengamos menos en común de lo que creía.

Se la lanzó a Johnson, que la cogió, sorprendido, y se quedó sujetándola en la mano sin saber qué hacer.

—Sea listo y guárdesela.

Johnson enfundó el arma.

—Bueno, señor Johnson —dijo Pendergast amablemente—, puede elegir entre dos opciones: ser amigo mío, hacerme un lavorcito de nada y ganarse otros mil, o seguir erróneamente leal a un zopenco que desprecia a todo el mundo, le paga mal, le despedirá en cuanto se entere de su indiscreción y no se acordará nunca más de usted. ¿Y bien, señor Johnson? ¿Qué elige?

El hombre se quedó mirando a Pendergast. Después de un buen rato asintió secamente.

—Estupendo. Abra el dormitorio del fondo, amigo mío, no hay tiempo que perder.

Johnson se volvió y descorrió el pestillo de la puerta del dormitorio. Pendergast entró con él.

—Pero ¿qué demonios pasa, Curt?

En la cama había una mujer con una melena enorme, que se aguantaba la sábana hasta la barbilla.

—Vístete y sal.

—Pero si tengo la ropa en la otra punta de la habitación —dijo ella—, y no llevo nada encima…

— ¿Y eso a quién carajo le importa? —dijo Johnson con rudeza—. Vamos, vete.

— ¿Sabes qué te digo? Que eres un desgraciado.

Johnson movió la pistola.

— ¡Vamos!

La mujer bajó de la cama, con un vaivén de sus grandes pechos, cogió la ropa al vuelo y se escondió en el baño.

— ¡Desgraciado! —se oyó en sordina.

Pendergast miró a su alrededor. Como ya había constatado, el dormitorio servía de almacén: había media docena de cajas grandes de madera a la vista, todas con el sello de «FRÁGIL», que ocupaban gran parte de la habitación.

— ¿Sabe qué hay dentro de las cajas?

—Ni idea —dijo Johnson.

—Pero ¿le pagan para vigilarlas?

—Bingo.

Pendergast se paseó un momento por delante de ellas, hasta arrodillarse frente a la más próxima y sacar de la bolsa un destornillador.

— ¡Eh! ¿Qué haces?

—Nada, solo echar un vistazo. Lo dejaremos todo como estaba. Nadie se enterará.

No tardó casi nada en quitar un lado de la caja y dejar a la vista un fieltro verde y el relleno. Entonces cogió un cuchillo y seccionó muy cuidadosamente varias capas de relleno, fieltro y trozos de polietileno cortados a medida, hasta que aparecieron cuadros al óleo apilados. Teniendo en cuenta que las otras cinco cajas tenían exactamente las mismas dimensiones, Pendergast dedujo que también estaban llenas de pinturas.

Metió la linterna en el agujero del relleno, y la movió en todos los sentidos. En total había ocho cuadros, sin enmarcar. A juzgar por lo que vio, todos eran de pintores impresionistas de segunda fila: Charles Théophile Angrand y Gustave Caillebotte. También había dos obras de expresionismo alemán, una de ellas, si no se equivocaba, de Jawlensky, y la otra de Pechstein. Evidentemente, los cuadros estaban destinados a la galería de Brock en la calle Cincuenta y siete.

Reconoció enseguida los estilos de todos los pintores, pero no los cuadros, al menos por lo que vela de ellos. En el mejor de los casos eran obras poco conocidas de la producción de cada autor.

Volvió a meter la mano en la bolsa, esta vez para sacar un pequeño estuche de piel. Abrió la cremallera, apoyó el estuche en el suelo y sacó varías herramientas: una lupa de joyero, unas pinzas y un escalpelo. Las puso sobre la caja más próxima. Lo siguiente en aparecer fueron varios tubos de ensayo con tapón.

Johnson se balanceaba incómodo sobre sus pies.

—No sé qué haces, tío, pero más vale que te des prisa.

—Tranquilícese, señor Johnson. Su jefe todavía tardará un poco en volver de la cena. Casi he terminado.

Pendergast se arrodilló frente a la caja más cercana y se concentró en el cuadro de Jawlensky. Cogió las pinzas y arrancó unas cuantas hebras de la parte trasera del lienzo, donde estaba clavado al bastidor. A continuación cogió a la vez las pinzas y el escalpelo para raspar un pequeño grumo de pintura amarilla del borde del cuadro y meterlo en la probeta. Después hizo lo mismo con el Pechstein, y con varias obras más.

Miró su reloj. Las nueve menos cuarto.

Arregló la caja para disimular el corte, volvió a fijar la tapa con los tornillos y se levantó, sonriendo.

—Señor Johnson —dijo—, disculpe por haber interrumpido su velada.

—Ya, ya… Oye, aún no me has dicho quién eres ni qué estás haciendo.

—Ni lo haré, señor Johnson.

Pasaron al salón. Pendergast se volvió hacia su anfitrión.

—Tenemos el tiempo justo para disfrutar de otra copa.

Rellenó las dos. Johnson apuró la suya de un trago, y la dejó en su sitio. Pendergast se la bebió más despacio, antes de sacar otro fajo de billetes del bolsillo.

—Lo prometido —dijo.

Johnson los cogió sin decir nada.

—Ha hecho bien.

Pendergast sonrió y, tras una pequeña inclinación, se fue a toda prisa.

Capítulo 23

Al volver a la suite, Constance encontró a Pendergast inclinado ante diversos instrumentos químicos. Le vio mojar un bastoncito de algodón en un frasco con un líquido claro, y aplicarlo a un trocito de pintura en una probeta. El fragmento se ennegreció enseguida.

Pendergast repitió la misma prueba con otros tubos de ensayo. Al final levantó la cabeza.

—Buenas noches, Constance.

— ¿Algún resultado?

El agente señaló las pruebas con la cabeza.

—Ciertamente. Todas estas muestras de pintura indican niveles inaceptables de plomo. El señor Brock tiene seis cajas de cuadros impresionistas en su segundo dormitorio, y si el resto son como estos, absolutamente todos son falsos. Brock debe de tener tratos con un falsificador europeo (alguien de notable talento), a quien paga para imitar la obra de artistas menores. Seguro que después los intercala con los cuadros auténticos de artistas importantes. La verdad es que es un plan bastante inteligente; nadie pondría en duda la autenticidad de los cuadros de segunda fila de un marchante conocido por vender lo mejor y más escrupulosamente comprobado en obras de primera fila.

—Muy inteligente, sí —dijo Constance—, pero a mí me parece que un hombre así no se arriesgaría tanto por un objeto tibetano.

—Exacto. Podemos descartarle. —Pendergast sacó su lista con un ruido de papeles—. También he tachado a Lambe. Está más blando que la masa de pan.

— ¿Cómo lo has conseguido? ¿Haciéndote pasar por médico?

—Ufff… Mejor no te lo cuento. También he borrado de la lista a Claude Dallas, así como a lord Cliveburgh, que está demasiado ocupado con el tráfico de cocaína. Strage exporta ilegalmente vasos griegos extremadamente valiosos e indudablemente auténticos, lo cual, si bien disminuye las posibilidades de que también esté haciendo contrabando con el Agoyzen, no nos permite descartarle del todo. Por tanto, nos quedan tres: Blackburn, Calderón y Strage. —Miró a Constance con sus ojos plateados—. ¿Cómo ha ido tu aventura bajo cubierta?

—He conocido a la mujer que limpia el triplex de Blackburn. Por suerte (al menos para nosotros) ha relevado a otra empleada que sufrió un ataque psicótico poco después de zarpar y que se ha suicidado.

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