— ¿De verdad? —dijo Pendergast con súbito interés—. ¿Ha habido un suicidio a bordo?
—Eso dicen. Dejó de trabajar antes de hora, volvió a su camarote y le dio un ataque. Más tarde se clavó un trozo de madera en el ojo, y murió.
—Qué raro… Y la mujer que limpia el triplex de Blackburn, ¿qué dice?
—Blackburn se ha traído a su propia criada, que por lo visto es una prepotente. Aparte de esto se ha hecho redecorar la suite para el viaje, con muebles y obras de arte de su propiedad.
—Incluida, supongo, su colección de arte asiático.
—Sí. La misma camarera limpia la suite de Calderón, que es la contigua. Parece que se ha traído muchas antigüedades francesas. Según ella, es tan amable como odioso es Blackburn, y le dio una buena propina.
—Magnífico.
La mirada de Pendergast se volvió distante durante un rato; luego recuperó poco a poco la concentración.
—Blackburn encabeza claramente nuestra lista. —Metió la mano en el bolsillo y sacó otro fajo de billetes nuevos—. Tendrás que ocupar temporalmente el puesto de la camarera del barco asignada a las habitaciones de Blackburn y Calderón. Entra cuando la suite esté vacía.
—Blackburn no deja que la camarera del barco entre cuando no está la criada.
—Da igual. Si te pillan, siempre puedes atribuirlo a un error burocrático. Ya sabes qué buscar. Yo te aconsejaría ir esta noche, a última hora. Me he fijado en que a Blackburn le gusta el bacará. Lo más probable es que esté en el casino.
—De acuerdo, Aloysius.
—Ah… y tráeme su basura, por favor.
Constance arqueó fugazmente las cejas. Después asintió y se fue hacia la escalera con la intención de cambiarse para la cena.
—Constance…
Se volvió.
—Ten cuidado, por favor. Blackburn es uno de nuestros principales sospechosos, lo cual significa que podría ser un asesino sin piedad, y tal vez un psicópata.
Scott Blackburn se detuvo en la entrada de Oscar's para abrocharse los botones de su traje a medida de Gieves & Hawkes, arreglarse la corbata de color malva y mirar la sala. Eran las nueve menos cuarto y ya había empezado el segundo turno: un desfile de camareros delgados, elegantes y extranjeros llevaban a toda prisa los segundos platos bajo campanas plateadas, que una vez en la mesa retiraban simultáneamente para (con un camarero detrás de cada comensal) mostrar lo que había debajo.
Blackburn se acercó tranquilamente a su mesa, con una mueca sardónica en los labios. Sus dos acompañantes ya se habían sentado. Se levantaron obsequiosamente a su llegada. ¿Cómo no, si Blackburn había invertido varios cientos de millones en sus respectivas empresas, y era miembro del comité de compensación de sus consejos directivos? Ya había dos botellas de borgoña vacías en la mesa, entre restos dispersos de hors d'oeuvres, antipasti y un primer plato compuesto por un ave de tamaño mediano, que podía ser pichón o faisán. Al sentarse, Blackburn cogió una botella y miró la etiqueta.
—Richebourg Domaine de la Romanée-Conti del 78 —dijo—. Os estáis puliendo todo lo bueno, tíos. —Se volvió para echar lo poco que quedaba en su copa—. ¡Y solo me dejáis el poso!
Lambe y Calderón profirieron reverenciales risas. Lambe le hizo señas a un camarero.
—Traiga otra igual de nuestra bodega privada —dijo—. Una de las que ya están abiertas.
—Ahora mismo, señor.
El camarero se alejó, silencioso como un murciélago.
— ¿Qué celebramos? —preguntó Blackburn.
—Oh, nada, un capricho que nos damos —dijo Lambe, encogiendo sus hombros fofos y caídos.
Blackburn se fijó en que ya no tenía la cara tan verdosa. Al parecer, el alfeñique se estaba acostumbrando al mar.
— ¿Por qué no? —dijo—. Este viaje está resultando aún más interesante de lo que prevela. Entre otras cosas, anoche me encontré con una ex novia y estuvo de lo más servicial. Al menos al principio.
La reacción de sus dos oyentes fue una estruendosa carcajada.
— ¿Y luego? —preguntó Lambe, inclinándose con curiosidad.
Blackburn sacudió la mano y se rió.
—No sé si me gustó más el polvo o la pelea de después. ¡Qué gata salvaje! ¡Madre mía!
Más risas aduladoras.
El camarero reapareció con la botella, y una copa limpia. Lambe le indicó que diera a probar el vino a Blackburn, que removió el líquido en la copa, lo olió brevemente, volvió a remover, introdujo la nariz e inhaló el buqué. Después se apoyó en el respaldo con los ojos entornados, disfrutando del aroma. Al cabo de un rato se llevó la copa a los labios, sorbió una pequeña cantidad, se la pasó por la lengua y aspiró un poco de aire por los labios, haciendo burbujas en el vino antes de tragárselo. Finalizado el ritual, dejó la copa sobre la mesa y despidió al camarero con un gesto de la mano.
— ¿Qué, qué te parece? —preguntó ansiosamente Lambe.
—Fantástico.
Se relajaron.
Blackburn volvió a levantar la copa.
—Además, resulta que tengo que anunciaros algo.
Los dos amigos se volvieron hacia él, expectantes.
—Llenaos las copas.
Lo hicieron con presteza.
—Como ya sabéis, desde que vendí Gramnet por dos mil millones he estado picoteando por ahí en busca de algo nuevo para entretenerme, y creo que ya lo he encontrado.
— ¿Se puede contar? —preguntó Calderón.
Blackburn disfrutó alargando la pausa.
—Tiene que ver con bases de datos visuales en la red. —Sonrió—. Al vender Gramnet me quedé con los derechos de mis algoritmos de compresión de imagen. Introduciré contenidos de imagen en los escritorios de todo el mundo, mil veces más atractivos que los que corren por ahí.
—Pero Google lleva años trabajando con tecnología de comparación de imágenes —dijo Lambe—, y parece que no hay manera…
—Yo usaré una tecnología totalmente distinta: los codos, como toda la vida. Tengo a miles de programadores e investigadores que puedo poner a trabajar en ello veinticuatro horas al día. Montaré la base de datos multimedia on-line más grande de la web.
— ¿Cómo?
—Las imágenes se pueden linkear igual que las páginas web. La gente que busca imágenes parecidas salta de una imagen a la siguiente. No analices los metadatos o las imágenes; analiza los links. Cuando los tengas en tu propia base de datos, podrás utilizar miles de millones, o billones, de links generados por el usuario. Luego cogeré las imágenes propiamente dichas, con una resolución muy alta, y usaré algoritmos para comprimirlas. Tengo una docena de granjas de servidores inactivas, esperando que las llenen con datos como esos.
—Pero ¿y los derechos de las imágenes? ¿Cómo lo solucionarás?
—A la mierda los derechos. El copyright está muerto. Estamos hablando de la red. La información debería ser de libre acceso. Lo está haciendo todo el mundo. ¿Por qué no yo?
Se hizo un silencio reverente.
—Para empezar, tengo una gran baza. —Levantó la copa con una risa gutural—. ¡Y qué baza!
Bebió un sorbo de trescientos dólares, y cerró los ojos de puro placer orgásmico.
— ¿Señor Blackburn? —dijo casi en su oído una voz grave y deferente.
Blackburn se volvió, molesto porque interrumpieran su placer. Era un hombre con un traje bastante anodino, un individuo bajo, feo y con acento de Boston.
Blackburn frunció el entrecejo.
— ¿Quién es usted?
—Me llamo Pat Kemper, y soy el jefe de seguridad del
Britannia
. ¿Podemos hablar en privado?
— ¿Seguridad? ¿Qué ocurre?
—No se preocupe, es pura rutina.
—Todo lo que tenga que decirme pueden oírlo mis amigos.
Kemper vaciló un momento.
—De acuerdo. ¿Le importa que me siente?
Tras echar un vistazo a la sala, ocupó una silla a la derecha de Blackburn.
—Perdone que interrumpa su cena. —El acento de Kemper ya empezaba a dar dentera a Blackburn. Su aspecto y su forma de hablar eran de policía—. Pero el protocolo me obliga a hacerle algunas preguntas. Son sobre la primera empleada que limpiaba su suite, Juanita Santamaría.
— ¿La camarera? —Blackburn frunció el entrecejo—. Yo tengo mi propia criada. Se supone que es ella quien supervisa a los empleados del barco.
—Santamaría limpió dos veces su habitación. La segunda fue durante la primera noche del viaje, hacia las ocho y media. Entró a abrir las camas. ¿Recuerda que entrase en su suite?
— ¿Ayer a las ocho y media de la noche? —Blackburn se apoyó en el respaldo y bebió un poco más de vino—. No había nadie. Mi criada estaba en la enfermería a causa de un mareo, vomitando sin cesar, y yo estaba cenando. Además, he dado instrucciones muy estrictas de que no entre nadie en mi suite si no lo supervisa alguien.
—Lo siento mucho, pero ¿no le consta que esa noche pudiera pasar algo dentro de la suite? Un incidente, o un encuentro entre la camarera y otra persona… A menos que rompiese algo, o… robase algo…
— ¿Por qué? ¿Le ha ocurrido algo?
El jefe de seguridad titubeó.
—Pues la verdad es que sí. La señorita Santamaría tuvo una crisis poco después de salir de la suite, y se ha quitado la vida. El caso es que nadie de los que la conocían, empezando por sus compañeras de dormitorio, notaron nada raro previamente. Dicen que era una persona bien adaptada y religiosa.
—Es lo que siempre se dice de los asesinos en serie o los suicidas —se burló Blackburn.
—También han comentado que aquel día, cuando se fue a trabajar, la señorita Santamaría estaba de buen humor.
—Yo no puedo ayudarles —dijo Blackburn, mientras removía el vino y se llevaba la copa a la nariz—. En la suite no había nadie. Tampoco había nada roto ni faltaba nada, y le aseguro que lo sabría, porque tengo muy controladas mis cosas.
— ¿Algo que pudiera ver o tocar la señorita Santamaría? ¿Algo que pudiera haberla asustado?
Blackburn detuvo bruscamente su ritual y dejó la copa a medio camino de sus labios. La bajó después de un rato, sin haberla probado.
— ¿Señor Blackburn? —insistió Kemper.
Blackburn se volvió a mirarle.
—Rotundamente no —dijo con una voz aguda, fría—. Nada. Ya le he dicho que no había nadie. Mi criada estaba en la enfermería, y yo cenando. Lo que le ha pasado a esa mujer no tiene ninguna relación conmigo ni con mi suite. De hecho, ni siquiera estaba autorizada a entrar.
—Muy bien —dijo Kemper, levantándose—. Ya lo suponía, pero ya sabe, el protocolo… Si no lo siguiera, la North Star me despellejaría. —Sonrió—. No se hable más del asunto, señores. Gracias por su paciencia, y que pasen una buena velada.
Saludó a los tres con la cabeza, y se fue deprisa.
Tras verle circular entre las mesas, Lambe se volvió hacia Blackburn.
— ¿Qué me dices, Scott? ¡Misterios bajo cubierta!
Adoptó una actitud melodramática.
Blackburn no contestó.
El camarero se acercó sin hacer ruido.
— ¿Me permiten que les enumere los platos especiales del día?
—Sí, por favor, tengo hambre atrasada de dos días.
Lambe se frotó las manos.
Blackburn se levantó de golpe, echando la silla hacia atrás.
— ¿Scott? —dijo Calderón, mirándole con cara de preocupación.
—No tengo hambre.
Estaba pálido.
—Oye, Scotty… —empezó a decir Lambe—. ¡Espera, tío! ¿A donde vas?
—Al camarote.
Blackburn se volvió sin decir nada más, y salió del restaurante.
—Es horrible lo que cuenta —dijo la persona amable y atractiva con la que conversaba Inge—. ¿Serviría de algo si hablara yo con la señora?
— ¡No, no! —contestó ella, horrorizada por la propuesta—. No, por favor, tampoco es tan grave, de verdad… Ya estoy acostumbrada.
—Como quiera, pero si cambia de opinión, dígamelo.
—Es usted muy amable. La verdad es que se agradece poder hablar con alguien.
Se calló, visiblemente sonrojada.
A Inge Larssen nunca le había ocurrido nada igual; en su angustiosa timidez, siempre había vivido muy enclaustrada, y sin embargo acababa, de abrir su alma a alguien a quien solo conocía desde hacía media hora.
Según el gran reloj de bordes dorados que pendía de la pared empapelada del salón Chatsworth, eran las diez menos cinco. Al fondo, en un rincón, había un cuarteto de cuerda que no se hacía oír demasiado. De vez en cuando pasaba una pareja cogida del brazo o de la mano. La luz de la sala procedía de un millar de finas velas que llenaban el aire de un resplandor suave y dorado. Inge no recordaba haber estado en ningún sitio tan bonito.
Quizá fuera la magia del lugar, y de la noche, lo que le había hecho bajar la guardia; a menos que se tratase de algo tan sencillo como que su nueva amistad era una persona alta, segura de sí misma, que irradiaba confianza.
En la otra punta del sofá, su confidente cruzó lánguidamente las piernas.
— ¿O sea que siempre ha vivido en conventos?
—Casi siempre; desde los seis años, cuando murieron mis padres en un accidente de coche.
— ¿Y no tiene familia? ¿Ningún hermano?
Inge sacudió la cabeza.
—No, nadie; bueno, mi tío abuelo, que es quien me hizo ingresar en el colegio del convento de Evedal, y no en una escuela pública, pero ya está muerto. Tengo algunas amigas del colegio, que en cierto modo casi son como mi familia. También está mi jefa…
«Mi jefa —pensó—. ¿Por qué no podré trabajar para una persona como esta?» Quiso seguir hablando, pero al final se calló, notando que se ruborizaba.
—Iba a decir algo.
Inge se rió, avergonzada.
—No, nada.
—Dígamelo, por favor, me encantaría oírlo.
—Es que… —Volvió a titubear—. Como usted es una persona tan importante, con tanto éxito y tanto… Ya lo sabe todo acerca de mí. Ahora… tenía la esperanza de oír su historia.
—Hay muy poco que contar —fue la respuesta, algo seca.
—En serio. Me encantaría saber cómo consiguió lo imposible, y llegar donde está. Es que… no sé… un día me gustaría…
Un breve silencio.
—Lo siento —se apresuró a decir Inge—. No tenía derecho a preguntar. Lo siento. —De repente se sentía incómoda—. Ya es tarde. Tengo que acostarme. La señora a la que cuido… si se despierta y no me encuentra, tendrá miedo.
—Tonterías —dijo su nueva amistad, recuperando la calidez de antes—. Le contaré mi vida con muchísimo gusto. Vamos a dar una vuelta por cubierta, aquí el ambiente está muy cargado.