— ¿Alguna señal de violación o agresión sexual?
—No soy médico, capitán.
Cutter se volvió hacia el responsable del servicio sanitario.
— ¿Doctor Grandine?
El médico carraspeó.
—Capitán, es algo horrible. Estamos todos tan impresionados…
La respuesta fue una seca repetición.
— ¿Alguna señal de violación o agresión sexual?
—Tenga en cuenta que en el barco no tenemos instrumental para hacer una autopsia. En todo caso, yo no estoy cualificado para ello. Mi formación en medicina forense es mínima, y quedó obsoleta hace muchos años. Hemos preparado el cadáver para que sea sometido a un examen médico cuando lleguemos a puerto. Yo no he examinado el cadáver en detalle. Cualquier intento en ese sentido solo entorpecería la labor del forense.
Cutter miró fijamente al médico, con un brillo en los ojos que indicaba claramente lo poco que le valoraba.
—Muéstreme el cadáver.
Su petición fue acogida con un silencio incrédulo.
—De acuerdo, pero le advierto que no es muy agradable.
—Doctor, limite sus comentarios a los hechos.
—Claro, claro…
El médico abrió con mucha reticencia una puerta del fondo del despacho. Entraron todos en una salita que, entre otras cosas, servía de depósito de cadáveres del barco. Olía intensamente a productos químicos. En la pared del fondo había nueve cajones de acero inoxidable para cadáveres. Parecía un número muy alto, pero Kemper ya sabía que en los barcos moría mucha gente, sobre todo teniendo en cuenta el promedio de edad de los pasajeros de cruceros, y su propensión, una vez a bordo, a excederse en todo lo referente a comida, bebida y sexo.
El médico abrió con llave uno de los compartimentos centrales, y al tirar del cajón dejó a la vista una bolsa semitransparente de plástico para cadáveres. Kemper vio que contenía algo borroso y rosado. Se le hizo un nudo en la boca del estómago.
—Ábralo.
Kemper ya había examinado el cuerpo anteriormente, aunque no sabía muy bien qué buscar, y lo último que le apetecía era volver a verlo.
El médico titubeó y abrió la cremallera. El comodoro separó las solapas y apareció el cadáver desnudo. Ante ellos se abría una herida enorme, una raja que partía el pecho en dos y llegaba hasta el corazón. De pronto olía a formol.
Kemper tragó saliva.
Oyeron a sus espaldas una voz refinada.
—Discúlpenme, señoras y señores…
Cuál no fue la sorpresa de Kemper al volverse y reconocer a Pendergast en la puerta.
— ¿Se puede saber quién es este? —dijo el comodoro.
Kemper fue rápidamente a su encuentro.
—Señor Pendergast, estamos en una reunión estrictamente privada. ¡Debe irse enseguida!
— ¿De verdad? —dijo con voz melosa Pendergast.
A Kemper se le pasaron las náuseas, sustituidas por la irritación. Era la gota que colmaba el vaso.
—Pendergast, no pienso decírselo otra vez…
Se quedó boquiabierto, con la frase en los labios. Pendergast había sacado su cartera; la abrió ágilmente y mostró una placa dorada del FBI.
— ¿Por qué no le acompaña a la salida? —preguntó el comodoro.
Kemper no tenía palabras. No encontraba ninguna.
—Tenía la esperanza de realizar este viaje de incógnito, como quien dice —explicó Pendergast—, pero parece que ha llegado el momento de que le ofrezca mi colaboración, señor Kemper; profesional, esta vez. La triste realidad es que estoy especializado en este tipo de casos.
Pasó de largo ante Kemper y se acercó al cadáver con toda la calma del mundo.
— ¡Señor Kemper, le he dicho que saque de aquí a este hombre de inmediato!
—Lo siento mucho, comodoro, pero parece que es un agente federal…
A Kemper volvieron a faltarle las palabras.
Pendergast mostró a todos su placa, antes de seguir examinando el cadáver.
—Aquí no tiene jurisdicción —replicó el comodoro—. Estamos en aguas internacionales, a bordo de un barco inglés matriculado en Liberia.
Pendergast se irguió.
—Completamente cierto. Soy consciente de que no tengo autoridad en el barco, y de que mi presencia depende por entero de la buena voluntad de todos ustedes, pero me sorprendería que rechazasen mi ayuda, teniendo en cuenta que ninguno de los presentes muestra el menor conocimiento de cómo actuar frente a esto. —Señaló el cadáver con la cabeza—. ¿Qué impresión darán si más tarde llegara a saberse que los oficiales del barco rechazaron la ayuda de un agente especial del FBI con grandes conocimientos en obtención de pruebas y tareas forenses? —Sonrió con frialdad—. Si aceptan mi ayuda, al menos tendrán a alguien a quien echar la culpa, ¿no creen?
Paseó por la sala su mirada de ojos claros.
Nadie dijo nada.
Pendergast juntó las manos en la espalda.
—Doctor, debería hacer frotis vaginales, anales y orales de la víctima y comprobar si existen restos de semen.
—Frotis —repitió el médico en voz baja.
—Supongo que tiene a mano bastoneaos para las orejas y un microscopio, ¿verdad? Me lo imaginaba. Y seguro que sabe reconocer una célula de esperma. Con una gota de Eosin, y aparecerán los perfiles. En segundo lugar, una completa inspección visual de las zonas vaginal y anal debería poner de manifiesto cualquier hinchazón, rojez o herida reveladoras. Es esencial saber lo antes posible si se trata de un crimen sexual o… de algo distinto. Y otra cosa: extraiga sangre y haga un análisis de alcohol en sangre.
Se volvió hacia Kemper.
—Señor Kemper, yo en su lugar pondría inmediatamente bolsas de plástico en las manos de la víctima, sujetadas a las muñecas con gomas elásticas. Si la víctima se resistió, las uñas podrían contener restos de piel o algún pelo.
Kemper asintió con la cabeza.
—Lo haré.
— ¿Han guardado la ropa de la víctima?
—Sí, en bolsas de plástico herméticas.
—Magnífico. —Pendergast se puso frente al grupo para dirigirles unas palabras—. Hay algunas verdades desagradables que es necesario exponer. Han desaparecido dos personas, y ahora esto. A mi juicio, las desapariciones están relacionadas con este asesinato. Lo cierto es que viajo en este barco para encontrar un objeto robado cuya sustracción también acabó en asesinato, y no me sorprendería que el responsable de las cuatro atrocidades fuera la misma persona. En suma, que de momento todas las pruebas apuntan a la presencia de un asesino en serie en este barco.
—Señor Pendergast… —quiso protestar Kemper.
Pendergast levantó una mano.
—Déjeme terminar, si es tan amable. Un asesino en serie en plena escalada. A las dos primeras víctimas se conformó con tirarlas por la borda, pero a esta… no. Con esta ha sido mucho más cruel, lo que está más en consonancia con el primer asesinato que estoy investigando, en realidad. ¿Por qué? Eso aún está por ver.
Otro silencio.
—Como bien ha señalado usted, el asesino tenía la llave del teatro, pero no se precipite concluyendo que se trata de un miembro de la tripulación.
— ¿Quién ha dicho que fuera un miembro de la tripula…? —preguntó Kemper.
Pendergast hizo un gesto con la mano.
—Tranquilícese, señor Kemper, si estoy en lo cierto el asesino no pertenece a la tripulación; sin embargo, es posible que se haya hecho pasar por uno de sus miembros y haya conseguido un pase para las zonas de acceso restringido. Yo propondría, como hipótesis de trabajo, que a Willa Berkshire la llevaron detrás del escenario con la promesa de que conocería a Braddock Wiley. Lo cual significa que el asesino iba vestido como alguien que tiene cierta autoridad.
Se volvió hacia el comodoro.
— ¿Dónde estamos, si me permite la pregunta?
Tras mirarle fijamente, el comodoro se volvió hacia Kemper.
— ¿Piensa dejar la seguridad del barco en manos de este… pasajero?
Su voz tenía la dureza del acero.
—No, señor, pero con todo mi respeto le aconsejo que acepte su ayuda. Ya ha… colaborado con nosotros antes.
— ¿Conoce a este hombre, y ha usado sus servicios?
—Sí, señor.
— ¿En calidad de qué?
—En el casino —dijo Kemper—. Nos ayudó con el problema de los contadores de cartas.
No añadió que Pendergast se había ido con un cuarto de millón de libras, suma pendiente de recuperar.
El comodoro hizo un gesto asqueado con la mano, como si quisiera distanciarse bruscamente de aquel problema.
—De acuerdo, señor Kemper. Ya sabe que como capitán de este barco no me ocupo de nada que no sean los aspectos náuticos. —Se acercó a la puerta y miró por encima del hombro—. Pero se lo advierto, señor Kemper, ahora todo recae sobre sus hombros. Absolutamente todo.
Se volvió y salió.
Pendergast miró a Masón.
— ¿Puedo preguntarle cuál es la situación actual del
Britannia
respecto a tierra firme?
—Estamos aproximadamente a unas seiscientas sesenta y cinco millas al este del cabo Flemish, y a mil millas al nordeste de St. John's, Terranova.
— ¿St. John's es el puerto más cercano?
—Ahora sí—contestó Masón—. Hace unas horas habría sido Galway Harbour, en Irlanda. Estamos a media travesía.
—Lástima —murmuró Pendergast.
— ¿Por qué lo dice? —preguntó la capitán.
—Porque tengo la certeza de que el asesino atacará de nuevo. Pronto.
Como director del Aberdeen Bank and Trust Ltd., Gavin Bruce consideraba (y no como una suerte) que su experiencia en controlar situaciones imposibles, y en poner orden con firmeza, era muy grande. Durante su carrera se había hecho cargo nada menos que de cuatro bancos en caída libre; los había reflotado y había logrado invertir la tendencia. Antes de eso había sido oficial en la marina de Su Majestad, y había entrado en combate en las Malvinas, experiencia de gran utilidad; sin embargo, jamás se había enfrentado a nada tan extraño ni aterrador como aquello.
Bruce viajaba con otros dos representantes del Aberdeen Bank and Trust, Niles Welch y Quentin Sharp, también con experiencia en la marina, aunque ahora llevasen impecables trajes de banquero al estilo de la City. Hacía años que trabajaban con él; Bruce les conocía bien, y eran buena gente, hombres de una pieza. El crucero había sido un regalo de una dienta, Emily Dahlberg, en recompensa por sus servicios. Últimamente, los clientes ricos parecían pensar que los banqueros les debían algo; en cambio Emily entendía lo importante que era alimentar una relación de confianza mutua, a la antigua usanza, y esa confianza, Bruce se la había pagado a su vez ayudándola a superar dos divorcios difíciles y un caso complicado de herencia. Bruce, que también era viudo, agradecía mucho sus atenciones, y su regalo.
Lástima que todo pareciera echarse a perder.
Desde el descubrimiento del asesinato en el teatro Belgravia (del que había sido testigo la noche anterior), Bruce tenía muy claro que la situación superaba al personal del barco. Aparte de no tener ni idea de cómo investigar el crimen, o buscar al asesino, se les vela incapaces de reaccionar ante el miedo y el pánico que empezaban a extenderse, y no solo entre los pasajeros, sino también (para contrariedad de Bruce, que lo había observado) entre el personal. Él había estado en suficientes barcos para saber que quienes trabajaban en el mar a menudo se obcecaban con ideas y supersticiones muy peculiares. El
Britannia
se había convertido en un frágil cascarón, y Bruce tenía la seguridad de que bastaría otro impacto para sembrar el caos.
Por eso después de comer se había reunido con Welch, Sharp y la señora Dahlberg (esta última había insistido en participar), y como no podía ser menos, habían elaborado un plan. Ahora, mientras caminaban por los mullidos pasillos, a Bruce, que encabezaba el grupo, le reconfortó un poco saber que estaban poniendo el plan en práctica.
La pequeña comitiva fue subiendo cubiertas hasta llegar a un pasillo de proa que conducía al puente, donde les detuvo un vigilante de aspecto nervioso, con los ojos llorosos y el pelo cortísimo.
—Venimos a ver al comodoro Cutter —dijo Bruce, mostrando su tarjeta.
El vigilante la cogió y le echó un vistazo.
— ¿Podría decirme de qué se trata?
—Del asesinato. Dígale que somos un grupo de pasajeros preocupados, y que deseamos verle ahora mismo. —Tras un momento de vacilación, Bruce añadió, ligeramente avergonzado—: Soy ex capitán de la Royal Navy.
—Sí, señor. Un momento, señor.
El vigilante se fue y cerró la puerta tras él. Bruce esperó impaciente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Pasaron cinco minutos antes de que volviera.
—Si tienen la amabilidad de acompañarme…
Le siguieron por una escotilla que les llevó a una zona del barco mucho más funcional, con suelos de linóleo, paredes pintadas de gris, apliques de falsa madera y fluorescentes. Poco después les hicieron pasar a una sala de reuniones espartana, con una sola hilera de ventanas orientada a estribor, por donde se vela un mar tormentoso e infinito.
—Siéntense, por favor. Dentro de un instante vendrá el secundo capitán Masón.
—Hemos pedido ver al capitán del barco —contestó Bruce—, que es el comodoro Cutter.
Nervioso, el vigilante se pasó una mano por el pelo.
—El comodoro no puede atenderles. Lo siento. El segundo capitán Masón es el siguiente en el mando.
Bruce miró inquisitivamente a su pequeño grupo.
— ¿Insistimos?
—Me temo que no serviría de nada, señor —dijo el vigilante.
—De acuerdo, pues que venga el segundo capitán.
No se sentaron. Al cabo de un momento apareció en la puerta una mujer con un uniforme inmaculado, y el pelo recogido debajo de una gorra. En cuanto se recuperó de la sorpresa de ver a una mujer, Bruce se quedó impresionado por su actitud tranquila y seria.
—Siéntense, por favor —dijo ella, ocupando la presidencia de la mesa como si fuera lo más natural (otro pequeño detalle que recibió inmediatamente la aprobación de Bruce).
El banquero fue directo al grano.
—Capitán Masón, somos clientes y representantes de uno de los mayores bancos del Reino Unido. Solo se lo comento para que se haga una idea de nuestras credenciales. Personalmente, pertenecí a la Royal Navy y he sido capitán del Sussex. Hemos venido porque tenemos la sensación de que el barco se enfrenta a una emergencia que tal vez supere la capacidad de actuación de la tripulación.