El círculo oscuro (24 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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¿Y si aquel desgraciado le estaba investigando a él?

No podía saberlo con seguridad, pero cuantas más vueltas le daba, más probable le parecía. No podía permitirse ese riesgo. Se jugaba demasiado. A su adversario (a quien no podía llamar de otro modo si estaba en lo cierto) tendría que dispensarle un trato especial.

Un trato muy especial.

Apagó todas las luces de la sala y se quedó a oscuras, con todos los sentidos en estado de alerta. Lo primero que hizo fue escuchar atentamente, aislando todos los sonidos, hasta los más nimios: desde la vaga palpitación de los motores, en lo más profundo del acero remachado, hasta el gemido del viento y del mar. Los golpecitos de la lluvia en el cristal, los sollozos de su criada en su dormitorio, las pisadas sordas en el pasillo… Sintonizó con las sensaciones de su cuerpo, sus pies descalzos sobre la felpa, el aroma a sándalo y cera de abeja del camarote, la sensación provocada por el profundo y grávido vaivén del barco.

Inhaló y exhaló. Había que expulsar temporalmente a los tres enemigos: el odio, el deseo y la confusión. Todo tenía que estar en calma. El más poderoso de los tres enemigos era el odio, que en aquel momento casi asfixiaba a Blackburn en su triunfal abrazo.

Con un férreo dominio de sí mismo, se acercó a un caballete situado junto a la pared del fondo. Encima había algo envuelto en un velo de la seda más fina. Había sido una imprudencia no dejarlo en la caja fuerte desde el principio, pero le daba mucha rabia tenerlo encerrado cuando lo necesitaba tan a menudo. Su criada personal tenía instrucciones terminantes de no levantar el velo bajo ningún concepto, ni mirar qué había debajo. Blackburn estaba seguro de que no lo haría. Había tardado años en encontrar a una persona de plena confianza, y tan carente de imaginación y de curiosidad, como aquella mujer. Sin embargo, quien sí debía de haber levantado el velo era la primera camarera del barco, la suicida, y ahora, si eran ciertas las sospechas de Blackburn, y ese tal Pendergast le buscaba, ni siquiera la caja fuerte sería suficientemente segura. De todos era sabido lo fácil que resultaba forzar las cajas fuertes de hotel, defecto que probablemente se extendiese a las de barco, aunque fuesen las de un barco tan grande como aquel. Estaban diseñadas para disuadir únicamente a ladrones de poca monta.

Tendría que encontrar un escondrijo mejor.

Evitando escrupulosamente cualquier contacto visual, levantó la tela de seda que tapaba el objeto y lo situó en el centro de la sala. Después distribuyó ceremoniosamente treinta y seis velas de mantequilla por una gran bandeja de plata, y las puso ante el objeto para iluminarlo mejor, siempre apartando la vista. También puso manojos de varillas de incienso en dos turíbulos de oro muy adornados, uno a cada lado del objeto.

Las velas de mantequilla parpadeaban e iluminaban la sala con su inconfundible luz dorada y temblorosa. El siguiente paso fue colocar una estera de seda delante de las velas y adoptar la posición del loto. Cerró los ojos y entonó un cántico, un murmullo grave en el que un oyente atento habría reconocido una sucesión de sonidos extraños y siempre iguales, sin principio ni final. El olor cálido y animal de las velas de mantequilla llenó paulatinamente el aire, mientras el cántico subía y bajaba, creando el peculiar efecto polifónico tibetano que recibe el nombre de sygyt: hacer sonar dos notas a la vez con la misma voz, efecto popularizado por los monjes Tengyo, entre quienes había estudiado él.

Tras media hora de cánticos con los ojos cerrados, la derrota de los enemigos era total. La mente de Blackburn se había vaciado de cualquier odio y deseo, y estaba receptiva a lo que tenía delante. Abrió los ojos de golpe, desorbitadamente, y fijó la mirada en el objeto iluminado por las velas.

Fue como si recibiera una descarga eléctrica. Su cuerpo se tensó y los músculos sobresalieron; se le pusieron rígidos los tendones del cuello, y su arteria carótida palpitó visiblemente. Aun así, el cántico se mantenía firme y cada vez más rápido, pasando a los registros más agudos, y alcanzando una intensidad que no tenía ningún parecido con los tonos normales de la voz humana.

Miró, miró y miró. Empezó a penetrar en la sala un olor singular, nauseabundo y terroso, como de hongos en putrefacción. Era como si se espesara el aire, como si se llenara de un humo que se acumuló aproximadamente un metro por delante de Blackburn, cuajando como una nata oscura y viscosa hasta formar algo denso, casi sólido. Y entonces…

Empezó a moverse.

Capítulo 33

Estaba siendo un viaje lleno de primeras veces, pensó Betty Jondrow, de Paradise Hills, Arizona, mientras esperaba en el vestíbulo lleno de dorados del teatro Belgravia, con su programa de mano. El día anterior, ella y su hermana gemela Willa habían ido al Sedona SunSpa para hacerse un tatuaje en las nalgas: ella una mariposa, y Willa un abejorro. Las dos se habían comprado ajorcas para los tobillos con diamantes de verdad en Regent Street, uno de los dos centros comerciales de lujo del barco, y se los ponían cada noche. ¿Quién podría creer, pensó Betty, que entre las dos hermanas hubieran dado a luz a ocho bebés de más de cuatro kilos, y que pudieran presumir de ver corretear a once nietos? Menos mal que nunca se habían abandonado, como tantas antiguas compañeras de instituto. Betty estaba muy orgullosa de que a los sesenta y tres años todavía le cupiera el vestido del baile de final de curso del instituto, una prueba que repetía religiosamente cada año, en el aniversario del baile.

Volvió a mirar a su alrededor, y a consultar su reloj. Casi la una de la madrugada. ¿Dónde demonios estaba Willa? Hacía como mínimo una hora y media que había ido a comprar pilas para la cámara. Tal vez más.

Y eso que era Willa la que tenía tantas ganas de conocer a Braddock Wiley, la estrella de cine. Uno de los grandes atractivos del crucero (y una de las razones de que viajaran en él) era el estreno en pleno Atlántico de la última película de terror de Wiley. Estaba previsto para las diez, pero el actor (al menos según los rumores) estaba ligeramente mareado a causa del mal tiempo.

Volvió a mirar a la gente, pero no encontró a Willa. Bueno, pues si tardaba mucho, Betty no tendría más remedio que conocer a Wiley por ambas. Sacó del bolso un pequeño espejo y, tras mirarse la cara, se retocó las comisuras de los labios con un pañuelo. Después cerró el espejo y lo guardó.

De repente se movieron las primeras filas, señal de que la espera de Betty no había sido en vano. Ahí estaba Braddock Wiley en carne y hueso, guapísimo con una blazer azul de marinero, un fular en el cuello y pantalones de color crema. Llegó al vestíbulo con varios oficiales del barco, y no se le vela nada mareado.

Nada más ver al grupo de mujeres, sonrió y se acercó.

— ¡Buenas noches, chicas! —saludó, mientras buscaba una pluma en el interior de la americana, y ellas, riéndose ruborizadas, le tendían los programas de mano.

Se abrió paso, hablando con todas, firmando programas y dejándose hacer fotos. Era aún más guapo en persona que en la pantalla. Betty se quedó al margen, con la esperanza de que en el último momento apareciese su hermana, pero al final Wiley llegó ante ella.

—La última, pero como si fuera la primera —dijo con un guiño, cogiéndole una mano y estrechándola afectuosamente entre las suyas—. Me habían dicho que en el barco habría mujeres guapas, pero hasta ahora no me lo creía.

— ¡Vamos, señor Wiley! —manifestó Betty con una sonrisa picara—. Seguro que no lo dice en serio. Piense que tengo seis nietos.

Él abrió mucho los ojos, sorprendido.

— ¿Seis nietos? ¡Nunca lo habría dicho!

La estrella de cine hizo otro guiño.

Betty Jondrow no supo qué contestar. Se sonrojó hasta la raíz del pelo, y por primera vez en medio siglo tuvo la deliciosa sensación de volver a ser la colegiala vergonzosa, virginal y confundida que daba la mano al capitán del equipo de fútbol.

—Dame, que te lo firmo —dijo Wiley, cogiéndole el programa.

Lo firmó con un ademán teatral y se fue, despidiéndose del grupo con un último gesto de la mano.

Betty levantó el programa y vio la dedicatoria: «A mi abuela favorita y más ardiente. Con cariño y besos en la boca, Brad Wiley».

Le temblaban las manos. Era uno de los mejores momentos de su vida. Dios, cuando lo viera Willa…

Tras el paso del actor, el vestíbulo del teatro empezó a llenarse de espectadores vestidos de gala. Betty se recuperó. Más le valía no perder tiempo y encontrar dos buenas butacas. Aunque Willa se hubiera perdido a Braddock, todavía estaba a tiempo de ver el estreno.

Enseñó la entrada al acomodador, entró y encontró el asiento perfecto, justo delante. Ocupó el de al lado con el bolso. El teatro Belgravia era un local impresionante, que ocupaba gran parte de la proa de las cubiertas 2 a 5; un espacio muy oscuro, decorado con buen gusto en azul con fluorescentes ámbar, dolado de butacas mullidas y cómodas, un escenario amplio y una platea profunda. A pesar de que tenía capacidad para quinientos espectadores, y de que era muy tarde, tardó poco en llenarse. Poco después bajó la intensidad de las luces, y Braddock Wiley protagonizó otra aparición en el proscenio, delante del telón, sonriendo a los focos. Habló un poco de la película, contó algunas anécdotas graciosas sobre el rodaje en Nueva York, dio las gracias a los productores, los actores y los guionistas, así como al director y al técnico de efectos especiales, y se fue lanzando un beso al público. Mientras sonaban los aplausos, apareció proyectado el logo de la 20th Century Fox. Fue la señal para que se abriera el telón.

El público estuvo a punto de gritar. Betty Jondrow se tapó la boca. Justo delante de la pantalla, iluminado por un foco, colgaba un efectista maniquí, que representaba con gran realismo a una mujer muerta y ensangrentada. El golpe teatral, destinado para dar emoción al estreno, despertó murmullos de entusiasmo entre el público. Habían escondido el maniquí detrás del telón para sorprender a los espectadores. Era de un realismo asombroso, casi… excesivo.

Apareció el título de la película: EL DISECCIONADOR, con unas letras que iluminaban grotescamente el cadáver, y la palabra «DISECCIONADOR» justo en el pecho (y, efectivamente, parecía salido de una chapucera intervención quirúrgica). La yuxtaposición, repugnante pero ingeniosa, fue acogida con exclamaciones de admiración.

De pronto, Betty se inclinó hacia delante. La ropa que llevaba el maniquí le sonaba de algo. Aquel vestido de seda y lentejuelas manchado de sangre, los zapatos negros de tacón, el pelo rubio corto…

Se aferró a la butaca de enfrente para levantarse.

— ¡Willa! —gritó, señalando con el dedo—. ¡Dios mío! ¡Es Willa! ¡Es mi hermana! ¡Alguien la ha asesinado!

Emitió un chillido penetrante que recorrió todo el teatro. Después se desplomó en la butaca, desmayada. La imagen de la pantalla parpadeó y se apagó. En ese momento, todo el público se levantó de golpe y huyó en estampida hacia las salidas traseras, entre gritos y alaridos.

Capítulo 34

Faltaba poco para mediodía. Mientras esperaba en el despacho del responsable médico, Patrick Kemper intentó prepararse para lo que se avecinaba. Como jefe de seguridad del crucero, con treinta años de experiencia, creía haberlo visto todo, incluido un asesinato, pero aquello iba más allá de un simple crimen; quinientos pasajeros habían presenciado algo de una brutalidad salvaje. A bordo empezaba a cundir el pánico, y no solo entre los pasajeros, sino entre el servicio, todavía inquieto por el suicidio.

No tenía más remedio que aceptar la terrorífica realidad: había un asesino psicópata en el
Britannia
, y él no disponía ni remotamente de los recursos necesarios para enfrentarse con él. En Boston, cuando era policía, tenían brigadas enteras solo para recoger pruebas: los chicos de los pelos y las fibras, los toxicólogos, los de las huellas dactilares, los de balística, los de ADN… En cambio los recursos del
Britannia
brillaban por su ausencia. Cero. Y el único ex policía del equipo de seguridad, aparte de él, procedía de la policía militar de una base aérea alemana.

Kemper tenía a su derecha a Carol Masón, la segunda capitán, a quien agradecía su serenidad; al otro lado se encontraba LeSeur, que parecía más afectado, pero quien más lo estaba era el jefe del servicio médico del barco, un especialista en medicina interna del hospital Johns Hopkins, muy capaz pero a punto de jubilarse, a quien le iban como un guante las características de la medicina de barco (baja intensidad y poca acumulación de pacientes).

De repente apareció el comodoro Cutter, tan impoluto como de costumbre, con una inexpresividad de granito. Kemper miró disimuladamente su reloj: las doce en punto.

Cutter fue al grano.

— ¿Señor Kemper? Su informe.

Kemper carraspeó.

—La víctima es Willa Berkshire, de Tempe, Arizona. Se quedó viuda hace poco, y viajaba con su hermana, Betty Jondrow. Parece que la mataron de un golpe de machete, que formaba parte del atrezo que se guarda detrás del escenario, en unos armarios cerrados con llave.

Cutter frunció el entrecejo.

— ¿Atrezo?

—Sí. Aún no sabemos si el asesino lo afiló, o si se lo encontró así. Parece que nadie se acuerda del estado en el que estaba el arma. El asesinato se produjo justo entre bastidores. Había mucha sangre. Al parecer la hora de la muerte fue entre media hora y veinte minutos antes de que subiera el telón; al menos es la última vez que vieron viva a la señora Berkshire. Después del crimen, el asesino usó diversas poleas y ganchos para izar el cadáver. Parece, aunque aquí ya nos movemos en el terreno de las hipótesis, que a la víctima la atrajeron entre bastidores con algún señuelo, que la mataron de un solo cuchillazo y que la izaron muy deprisa. Es posible que todo el proceso no durase más de veinte minutos.

— ¿Un señuelo?

—Es una zona de acceso restringido. El asesino tenía la llave. Digo «señuelo» porque parece difícil que un pasajero se metiera entre bambalinas sin una buena razón.

— ¿Algún sospechoso?

—Todavía no. Hemos interrogado a la hermana, pero solamente dice que habían quedado con bastante antelación en el teatro, para intentar conseguir un autógrafo de Braddock Wiley. No conocían a nadie más en todo el barco. Tampoco habían hecho amistades. Dice que lo que querían era estar juntas, no conocer a hombres, ni hacer amigos. Dice que no tienen enemigos, y que no habían tenido ningún incidente o altercado a bordo. Resumiendo: parece que a Berkshire la eligieron al azar.

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