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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (31 page)

BOOK: El clan de la loba
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— ¿Te resistes a mi mirada?

— Dime qué quieres saber y te responderé —se defendió Selene.

La condesa repitió:

— ¿Por qué no la iniciaste?

Selene insistió:

— Ya lo he dicho mil veces, Anaíd no tenía aptitudes para ser iniciada, era torpe e insegura.

— Eso no es cierto.

— Este tema me cansa, hemos venido hasta aquí para algo más interesante.

Pero la condesa no estaba dispuesta a cambiar de tema.

— Tal vez, pero Anaíd me parece muy interesante. A Salma, su herida también.

Salma, en efecto, no tenía intención de olvidar.

— La quiero para mí, para mí sola, sin interferencias.

La condesa la retuvo.

— Ya has oído a Salma. ¿Qué dices, Selene?

Selene permaneció callada unos instantes y luego se dirigió a la condesa con un tono distante y despectivo:

— Salma se ha procurado tanta sangre que su poder pone en peligro tu autoridad.

Salma se revolvió.

— ¿Me estás acusando?

— Sí, te acuso de traición y, si la condesa estuviera atenta, sabría que le ocultas más cosas.

La condesa se revolvió en su rincón.

— Vas aprendiendo, Selene, progresas muy deprisa. Acusas, amas el dinero, la indolen-cia, el poder y la sangre. Has rejuvenecido. Tú también puedes resultar una amenaza para mi integridad.

Pero Selene sonrió.

— Lo dudo, condesa, sin mí estáis condenadas a desaparecer.

— Eso no es cierto —gritó Salma—. Son patrañas, intenta hacernos creer que es impres-cindible, aprende nuestros secretos para hacerse la dueña de nuestros destinos. No la necesitamos.

— ¿Estás segura, Salma? ¿Te has preguntado cómo venceréis las Odish a las Ornar gracias a la elegida? —insinuó Selene.

La condesa bebía sus palabras con devoción.

— ¿Cómo, Selene?

Selene señaló a Salma.

— Lo sabes muy bien, Salma, la elegida con su cetro de poder destruirá a sus enemigas. La energía y la magia de las brujas anuladas por el cetro os alimentarán.

Salma se resistió a responder.

— No creo en la profecía.

La condesa replicó:

— La conjunción está próxima y todos los signos apuntan a ello.

Salma palideció.

— Acabemos con Selene. Si la conjunción aún no se ha producido, la profecía no se cumplirá.

— ¡Se está cumpliendo! —gritó Selene con autoridad señalando acusadoramente a Salma—. Lo tienes tú, Salma.

—Efectivamente, se está cumpliendo —repitió la condesa dando la razón a Selene y poniéndose en pie ante Salma—. Dámelo, Salma.

Salma calló mientras la sombra de la condesa iba creciendo, creciendo, creciendo hasta convertirse en una nube oscura y amenazadora.

— Entrégame el cetro de poder.

Salma se resistió.

— Es mío, vino hasta mí.

La sombra de la condesa rodeó a Salma y la cubrió de oscuridad.

— No te pertenece, Salma, dámelo.

El forcejeo duró por espacio de un tiempo absurdo en el lugar en el que no hay tiempo. Hasta que el cetro rodó a los pies de Selene y ésta no tuvo más que agacharse y recogerlo.

— Ha venido a mí, me pertenece.

La condesa contempló la escena desde la sombra y la curiosidad.

— Ya sabes cuál es tu tarea, Selene, debes destruir a las Omar.

Salma, exhausta y vencida por la condesa, respiraba entrecortadamente en el suelo.

— No lo hará, se servirá de él para sus propios fines.

— Calla, Salma —ordenó la condesa.

Selene acarició el cetro de oro y leyó las inscripciones que lo adornaban. El cetro de O, el cetro de poder. Las manos le temblaron imperceptiblemente. Sentía su fuerza, su inmensa fuerza.

— Aún no es el momento, Selene.

— ¿Qué momento?

— El momento de la conjunción. Hasta que no se produzca la conjunción, el cetro no gobernará, entonces deberás cumplir tu primera prueba.

Selene se extrañó.

— ¿Prueba? ¿No tenéis bastantes pruebas ya?

— De tu condición sí, pero queremos pruebas de tu fidelidad. Eliminarás a Anaíd y a Criselda.

Selene frunció el ceño.

— ¿Por qué a ellas?

— Te buscan para acabar contigo.

Selene retrocedió.

— No es cierto.

— Lo es, Selene, si no acabas con ellas, ellas acabarán contigo. Liquidado el linaje Tsino-ulis, no serás más que una loba solitaria lejos de tu manada.

Selene permaneció muda unos instantes mientras acariciaba el cetro, lo blandía por encima de su cabeza, lo empañaba con su aliento y lo frotaba con su ligero vestido.

— Es hermoso —comentó frívolamente.

— Muy hermoso, ahora dámelo.

— ¡No! -gritó Selene reteniéndolo con fuerza.

— No me obligues a arrebatártelo como a Salma —rugió la condesa.

Pero Selene dio media vuelta y se alejó de la gruta con el cetro en su mano.

— ¡Yo no soy Salma, soy la elegida!

Y se perdió en los bosques del mundo opaco.

Capítulo XXVIII: La soledad de la corredora de fondo

Lucrecia perdonó a Anaíd sus novillos. Había sido una discípula atenta que la trataba con respeto y agradecía sus enseñanzas. A lo mejor había trabajado muy duramente, sin tener en cuenta que una joven tiene derecho a disfrutar de los placeres de la vida. Los muchos años que arrastraba le hacían olvidar cosas que las risas de las muchachas le habían traído a la memoria.

Se alegraba de que Anaíd hubiese hecho tan buenas migas con Clodia. Durante su larga convalecencia habían acabado por hacerse íntimas. Junto a la joven delfín brillaba con luz propia, había florecido. Anaíd era mucho más bonita y seductora que cuando la conoció un mes antes. Clodia y ella compartían secretos, desayunos, chicles, y su cháchara duraba hasta pasada la medianoche. Lucrecia sabía que una buena amiga es el mejor regalo para una bruja solitaria.

Anaíd parecía triste y algo alicaída cuando se presentó ante ella para finalizar sus clases de alquimia. Lucrecia no le dio importancia. Era normal que la joven pasase por altibajos emocionales. Al fin y al cabo le esperaban incertidumbres y peligros y Anaíd lo intuía. Era natural, pues, que sintiese miedo o dudase de sus fuerzas. Pensó que lo mejor sería dejarla sola y permitir que ella misma se lamiese sus heridas. Una bruja iniciada contaba con el respaldo de su clan, la solidaridad de la tribu y los otros clanes, pero debía aprender a superar los momentos más difíciles en compañía de sí misma.

Lucrecia se sentó en el suelo de la profunda gruta frente a su joven discípula. Un pequeño empujón y habría finalizado su tarea, a sus ciento un años merecía descansar para siempre. Le hizo entrega de la hermosa hoja de doble filo de su átame.

— Bien, Anaíd, tú escogiste la piedra de luna y ella te escogió a ti. Primero forjaste tu talismán en ella. Desconocías los secretos que ahora dominas. La luna es la medida del tiempo y las mareas, de las cosechas y la sangre. Pero la luna no da fuerza a los actos de las brujas, su luz es fría e indirecta. El fuego que alimenta la tierra y la nutre de vida es sabio y ardiente. Y ahora, por fin, sabes administrar el poder del fuego y te obedece. Tu atame es el más poderoso que las brujas serpientes hayamos forjado nunca. Es el resultado de fundir el magma terrestre y tus lágrimas talladas de piedra lunar. Háblale, es tuyo, eres tú misma, es tu mano, es la continuidad de tu fuerza y tu poder. Junto con tu vara, el átame es el tesoro más preciado de una Omar.

Anaíd contempló la pulida hoja de su átame. Era obra de su perseverancia y su tino en elegir. Estaba orgullosa de su obra, pero eso no disolvía la tristeza que la embargaba.

Su maestra se levantó dándole su última orden:

— Únete a tu atame.

Y Lucrecia se alejó a paso cansino por las galerías dejando a Anaíd concentrada en su pena y con los ojos fijos en su brillante tesoro negro.

La meditación y el retiro en esos infiernos de fuego y humo habían sido parte de su aprendizaje. Podía permanecer largas horas en silencio y rodeada de oscuridad. No temía a las profundidades ni a la soledad. Sin embargo prefirió encender un candil para iluminar mejor su obra de arte.

Y a la luz de la llama tintineante descubrió que no estaba sola. Un intruso, un joven intruso, extrañamente ataviado con túnica y el rostro maquillado, contemplaba su átame con la misma curiosidad que ella. Anaíd ya era ducha en este tipo de encuentros fortuitos.

— Hola.

Evidentemente el intruso no se dio por aludido a la primera.

— Te saludo a ti, el de la túnica y la máscara.

— ¿Yo? ¿Te diriges a mí?

— Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Sólo soy un miserable fantasma condenado a vagar por mis delitos.

Anaíd suspiró resignada. Tenía ínfulas de poeta.

—Yo soy Anaíd Tsinoulis.

— Marco Tulio, para serviros y amenizar vuestras veladas con mi humilde arte.

— ¿Qué arte?

— El arte de interpretar comedias.

— ¿Un actor?

— Un cómico.

— Vaya, si lo llego a saber antes, podrías haberme hecho compañía. ¿Y cuál fue tu desgracia, Marco Tulio?

— ¿Tengo que recordarlo?

— Si no quieres...

— Olvidé mi texto de la comedia de Plauto, Mostelaria, en plena representación.

— Vaya. ¿Tu muerte fue por vergüenza?

— Me refugié en estas cuevas para evitar que el público me linchara.

—¿Y te mataron?

— Resbalé y me despeñé por una sima. Su maldición aún pesa sobre mí y mi maltrecho honor.

— Pobre Marco Tulio.

— Fui culpable, la noche antes cedí a los efluvios de un magnífico vino traído de Campania. ¡Qué noche, en la taberna del León Azul de Taormina!

— Ya no existe.

— Lo supongo. Ha pasado tanto tiempo...

— ¿Te arrepientes?

— Mucho, muchísimo. No hay nada más espantoso que salir ante un auditorio ansioso de risas, chistes y frases ocurrentes y enfrentarse a la amnesia más absoluta. Angustiante, horroroso, indescriptible.

— Puedo ayudarte —arriesgó Anaíd.

— ¿A recordar mis réplicas? Llevo dos mil años intentándolo y no hay manera.

— No, a olvidarlas. A dejar tu condición de espíritu maldito.

— ¿Salvarías mi honor?

— Te ofrezco la paz.

— ¿A cambio de...? —preguntó precavido el cómico ebrio.

— ¿Es cierto que puedo llegar hasta Selene a través de las latomías?

— ¿Selene la loba?

Anaíd asintió y el espíritu reflexionó unos instantes.

— Las latomías comunican los mundos, pero para acceder hasta Selene deberías regre-sar al lugar donde desapareció y seguir el camino del sol.

— ¿Qué significa eso?

— ¿Puedes liberarme o no?

— Pues claro —mintió Anaíd.

— ¿Eres una Odish?

— ¿Cómo si no podría verte?

— Todas creen que eres una Omar. Ahora están hablando de ti.

— ¿Quiénes?

— Las matriarcas.

— ¿Puedes oírlas?

El cómico acercó su oído a una de las cavidades.

— Acércate, aquí. ¿Las oyes?

Anaíd afinó el oído. Le costaba desentrañar las palabras. Marco Tulio debía de tener más práctica en ese tipo de ardides.

— ¿Qué dicen?

— Criselda se resiste a utilizar su átame contra Selene. Cree que el átame no fue pensado para herir o matar a otra Omar. Pide que le preparen una pócima mortal.

Anaíd se sintió mal. Muy mal.

— No puede ser. Te has equivocado.

— Escucha tú misma.

Anaíd, blanca como la cera, se concentró en escuchar las palabras que se perdían entre los túneles secretos de la roca.

— Anaíd no debe saberlo ni sospecharlo —insistía en ese momento Criselda.

— Sin ella no podríamos acercarnos a Selene —añadió Valeria.

— Las posibilidades de que Selene no sea una de ellas son cada vez menores, pero no debemos condenarla de antemano —objetó la vieja Lucrecia.

— Hice mi juramento de matar a Selene y lo cumpliré, pero la conjunción está próxima y debemos darnos prisa. Anaíd ya está repuesta, podemos comenzar la búsqueda mañana mismo —afirmó Criselda.

Anaíd tuvo suficiente.

Era víctima de un engaño terrible. La traición que vaticinaba el oráculo de su iniciación se cumplía. Lobas, serpientes, cornejas, delfines y ciervas la enviaban a ella hasta Selene para que Criselda, su propia tía, la sacrificase.

Se dejó caer y se tomó la cabeza con las manos.

¿Criselda también?

¿En quién podía confiar?

¿No le darían opción a defenderse?

Y lo peor, lo más horrible es que ella también comenzaba a dudar sobre la integridad de Selene.

El espíritu del cómico se impacientó.

— ¿Y tu promesa?

— Te liberaré. ¿Has dicho que debo regresar al lugar donde Selene desapareció y seguir el camino del sol?

— Sí.

La joven se sobrepuso a su dolor, sacó su vara de abedul y dibujó en el aire los signos del conjuro.

— Marco Tulio, por el poder que me ha sido conferido en mi iniciación y por la memoria de la loba, te conmino a que rompas las cadenas de tu maldición y descanses eternamente entre los muertos. Así sea por toda la eternidad.

Marco Tulio sonrió agradecido y fue dispersándose en múltiples partículas.

— Saluda a mi abuela Deméter —le despidió Anaíd.

Marco Tulio intentó detener unos instantes su desaparición.

— ¿Por qué no me lo dijiste antes? Los espíritus podemos convocar a los muertos -gritó antes de desaparecer por completo.

Anaíd comprendió demasiado tarde el significado de sus palabras.

— ¡Espera, espera, no te vayas!

Pero Marco Tulio ya no existía.

Así pues, los espíritus podían convocar a los muertos. Eso significaba que podría comunicarse con Deméter.

La necesitaba. Necesitaba desesperadamente la serenidad y la sabiduría de su abuela, pero también necesitaba la clarividencia que otorga la muerte. Los vivos, los vivos que la rodeaban, no discernían la verdad del engaño. Ni ella tampoco.

¿Qué era cierto?

¿Qué era mentira?

Anaíd lanzó voces:

— ¿Hay algún espíritu por ahí?

Únicamente le llegó el eco de su voz multiplicándose como una pesadilla.

Estaba sola, más sola que nunca.

Cornelia, la matriarca del clan de las cornejas, tenía la tristeza impresa en el rostro. Le agradaba vagar por los campos al atardecer y saludar a las bandadas de cornejas negras de brillante plumaje que sobrevolaban los trigales. A veces acudía sola hasta el acantilado y contemplaba el mar que tanto amaba Julilla, su hija muerta.

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