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Authors: Lisa Beth Kovetz

Tags: #GusiX, Erótico, Humor

El club erótico de los martes (13 page)

BOOK: El club erótico de los martes
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—Creía que no querías entrar en el baño de señoras —le dijo Margot al mayor de sus sobrinos.

—Bueno, contigo no, tía Allie —dijo, sonriendo a Brooke.

—¿Quién es tía Allie? —preguntó Aimee.

—Yo. Te lo explico luego —suspiró Margot.

—¡Bueno, venga! —dijo Brooke como si ése fuera el lugar más excitante de la ciudad—, ¡todos al baño!

Atravesaron la tienda como una grande y densa multitud. Aunque el destino ya se había acordado de antemano, y a pesar de que lo buscaban con urgencia, todavía les llevó veinte minutos cruzar la planta hasta el baño de señoras. En el camino, cogieron y soltaron tres ositos de peluche, un juego de cartas Yu-gi-oh! («incomprensible», declaró Margot), una bolsa de bolas que se iluminaban cuando botaban y una percha que el niño mediano utilizó para imitar al capitán Garfio, hasta que de forma accidental la enganchó en la boca del hermano mayor.

—¡Basta ya! ¡Basta ya! —gritó Aimee cuando empezaron a pegarse puñetazos delante del baño de señoras. Había perdido la resplandeciente dulzura inicial y ahora hablaba con una voz que podría pertenecer a una profesora desquiciada, un entrenador de hockey o quizá a un diligente agente de policía. Se sorprendió gratamente al ver que los niños respondían con rapidez y respeto a su imperiosa orden. Dejaron de intentar matarse mutuamente y esperaron en silencio la siguiente orden. «Estupendo», pensó Aimee.

—Bien, a ver, ¿quién quiere hacer pis? —preguntó Margot.

Nadie respondió.

—¿No tenías que hacer pis, Eric? —preguntó Margot al sobrino mediano.

—Yo soy Eric—dijo el pequeño.

—Mil perdones —dijo Margot—. Harry, dijiste que tenías que hacer pis.

—Sí, tenía, pero ahora ya no.

—¿Te has mojado los pantalones? —preguntó Margot llena de terror.

—No soy un bebé —dijo Harry, tremendamente ofendido.

—Entonces sigues teniendo que hacer pis —le informó Margot—. El pis no desaparece así sin más.

—No, ya no tengo que ir.

—Sí, sí tienes —le explicó Margot—. La orina sigue en tu cuerpo. Tienes que expulsarla.

—Quizá más tarde —dijo él.

—Más tarde no podrás aguantarte y no habrá cerca ningún servicio. Después de todo lo que nos ha costado atravesar toda la tienda para llevaros al baño, creo que vas a hacer pis ahora mismo —le informó Margot, pero él clavó los pies al suelo decidido a no entrar al baño. Margot miró a sus amigas, pidiendo auxilio.

—Si no haces pis —le dijo Aimee a Harry—, no hay juguete.

Harry entró rápidamente en el baño de señoras, seguido por sus dos hermanos. Las mujeres que estaban en el baño no se inmutaron ante la llegada de tres niños pequeños con sus escoltas femeninas. Después de todo, eso era una juguetería, llena de padres con ojos legañosos intentando no perder el cuerpo y alma de sus hijos saturados por la televisión. Margot se dirigió al lavabo. Le llegaba por las rodillas. Se inclinó y se lavó las manos, sorprendiéndose de lo sucios que estaban. De todos modos, sintió que se había evitado un desastre.

—Necesito ayuda —le informó Eric.

—¿Para qué, cariño? —preguntó Margot bajando la mirada hacia el niño.

—Para hacer pis —dijo Eric, como si la situación fuera obvia y Margot estúpida.

—Ah —respondió Margot pensativa—, ¿y eso qué implica exactamente?

—Que no puedo empezar —dijo Eric, y Margot sintió que un sudor frío y húmedo le recorría el cuerpo.

—¿Y... y cómo... cómo se supone que yo... eh... puedo ayudarte? —tartamudeó Margot.

—¿Quieres decir que tú tampoco sabes cómo hacerlo? —le preguntó Eric, con creciente pánico en su voz.

—Bueno, yo... eh... yo normalmente me siento y sale solo —dijo Margot, temiendo que el niño tuviera alguna extraña afección en el tracto urinario que a nadie se le había ocurrido mencionar.

—Pero yo digo antes de eso. ¡No puedo hacer lo que viene antes! —gritó él.

Margot se quebró la cabeza intentando pensar qué venía antes del propio acto de hacer pis. Y entonces... Aimee al rescate.

—Probablemente no puede desabrocharse los pantalones —intervino Aimee, y Eric asintió—. Ven, te ayudaré.

—Tienes talento innato, Aims —dijo Brooke mientras Aimee ayudaba a Eric a desabrocharse el botón.

Cumplida la misión y vaciadas las vejigas, los niños salieron en fila del baño de señoras. Margot experimentó una profunda sensación de triunfo. Todos habían hecho pis. Todos se habían lavado las manos. Había logrado satisfactoriamente llevar a sus sobrinos al baño en una tienda de juguetes; aunque sin la ayuda de otras dos mujeres, todo el proceso habría sido un desastre.

—¡Bueno! —dijo Aimee cuando volvieron a pisar el brillo oscilante del suelo de la tienda—. Tenéis quince minutos para coger un juguete. Si en quince minutos no elegís uno, lo elegiremos nosotras. ¿Entendido?

—Y hay un límite máximo de 100 dólares en cualquier cosa que cojáis —añadió Margot.

—En sus marcas —dijo Brooke—, preparados... listos... ¡ya!

—Yo me encargo del pequeño —gritó Aimee cuando los niños se dispersaron de repente en distintas direcciones.

—Yo del mediano —dijo Margot conforme corría detrás de Harry.

En un margen de tiempo aproximado de quince minutos, los tres niños habían cogido sus juguetes y Margot iba de camino a la caja, dispuesta a soltar unos 350 dólares. Eric, el más pequeño, había excedido el límite de 100 dólares, pero los otros niños todavía no se habían percatado. Los cincuenta dólares extra valieron la pena por el hecho de que ya estaban saliendo de la tienda.

—Ya no voy a poder ir de compras —declaró Margot a Brooke mientras firmaba el recibo de la tarjeta.

—¿Qué tienes pensado hacer con ellos esta noche? —preguntó Aimee.

—Ir al ballet —dijo Margot.

—¿Tú estás loca? —casi gritó Brooke.

—No, ¿por qué? ¿No crees que les gustará?

—Bueno, quizá su madre sepa controlarlos mejor —dijo Aimee.

—Bueno, en realidad, voy a mandar a su madre a un masajista y a que se haga una limpieza de cutis mientras yo llevo a los niños al... ay, Dios, tienes razón —dijo Margot—, ¡en la que me he metido!

—Iré contigo —se ofreció Aimee, y acto seguido miró a Brooke.

—Sí, por qué no. Yo también voy.

*

Cuando llegaron, Adele estaba dormida. Con la ayuda de sus amigas, Margot lavó a sus sobrinos, los peinó y cambió para la cena.

—¿Cómo consigue hacer todo esto ella sola? —susurró Margot antes de despertar a Adele para informarle de que en una hora llegaría un coche que la llevaría a ella sola por toda la ciudad para que disfrutara de una tarde en un salón de masajes y de belleza.

—¿En serio? —preguntó Adele saltándosele las lágrimas.

—En serio —dijo Margot—. Y ya mañana daremos un repaso a mi armario y veremos qué te sienta bien.

—Dios te bendiga, Allie —dijo Adele—. ¿Qué tal con los niños?

—Perfectamente —dijo Margot—, en cuanto eché mano de dos adultos más para que me ayudaran, todo estuvo bajo control.

Mientras Adele salía a redescubrir su cuerpo y a sí misma, Margot condujo a su grupo de sobrinos y amigas hacia el ascensor. Los llevó a un restaurante italiano al que se podía ir a pie. Era un sitio al que iba a menudo para comer de forma rápida y sencilla. Los camareros trataron muy bien a los niños y les aconsejaron platos de los que nunca habían oído hablar. Al final, después de varias caras avinagradas, prepararon pasta blanca con mantequilla especial para Harry y Amos. Eric, el pequeño, se entusiasmó cuando Brooke leyó en el menú «Linguini a la tinta de calamar», e insistió en pedirlos, a pesar de que Brooke le informó de que eran como espaguetis gordos y negros. Cuando llegó, Eric se lo comió todo y declaró que era el plato más delicioso que jamás había probado. En el ballet, Harry y Amos en seguida se quedaron dormidos, pero Eric, emocionado con la danza y la oportunidad de ver chicas en ropa interior, se sentó en el borde de su asiento con los ojos de par en par.

—Ha estado genial. Muchas gracias, tía Margot —suspiró con satisfacción intentando no quedarse dormido en el taxi de vuelta a casa—. Y gracias también a vosotras, amigas de la tía Margot.

—De acuerdo —susurró Aimee por encima de la cabeza durmiente de Eric—, me he enamorado. Podría hacerlo. Ha sido duro pero, en serio, podría hacer esto todos los días. Ya estoy impaciente por hacerlo. ¿Y tú qué dices, Brooke?

—Me he divertido —dijo Brooke con nostalgia—. Si hubiera jugado mis cartas de otra forma con Bill, habría tenido al menos dos niños, creo yo, quizá tres. Supongo que podría hacerlo sola, pero eso es demasiado duro, aun con mucho dinero. En fin, eso no va a ocurrirme a mí, así que no me voy a preocupar por ello.

—Para mí ha sido un gran día —susurró Margot a sus amigas. Me alegro de que lo hayamos hecho, pero también me alegro de que haya terminado, y no lo volvería a repetir ni por un millón de dólares. Mañana voy al trabajo, donde nadie me pide ayuda con el orinal. Y el sábado me haré una limpieza de cutis, la manicura e iré a que me den un masaje y a que me hagan la cera. Y luego de compras. Para mí, la visita esporádica de un sobrino compensa con creces cualquier actividad que me haya perdido.

Margot, Aimee y Brooke hicieron el trayecto en silencio hasta que Margot dijo un casi imperceptible «gracias por vuestra ayuda». Brooke y Aimee sonrieron, contentas por la compañía y la aventura.

Al llegar al apartamento de Margot se dieron cuenta de que los niños durmientes eran demasiado grandes y pesados para que unas mujeres en tacones altos los pudieran coger. Refunfuñando y gruñendo, los niños despertaron y se dirigieron al ascensor de Margot. Se dejaron caer en el apartamento, donde una princesa hada que les resultaba vagamente familiar les dio una cálida bienvenida.

Los niños dormidos no tuvieron fuerzas para notar que su madre había recuperado temporalmente el brillo de la reina de animadoras que fue en su día. Adele limpió las caras de los niños con un trapo húmedo, le tendió un cepillo de dientes al niño mayor e incluso le cepilló los dientes al pequeño. Margot, Aimee y Brooke se quedaron asombradas al ver cómo la ligera Adele levantaba a cada uno de los niños dormidos y los llevaba del baño al sillón, donde les quitó los pantalones y las camisetas y les puso el pijama. Entonces juntó sus cuerpos larguiruchos en el sofá para dormir.

—Ah, hola, mami —murmuró uno de ellos antes de volver a quedarse dormido.

—¿Qué tal se han portado? —preguntó Adele.

—Como unos angelitos —dijo Brooke, y en el rostro de Adele se dibujó una radiante sonrisa.

—Ha pasado todo tan rápido —dijo Adele, y Margot, pensando que Adele se refería a la tarde placentera que había tenido para ella sola, respondió:

—Bueno, Adele, puedes volver siempre que quieras.

Adele había querido decir que sus hijos se estaban haciendo mayores con demasiada rapidez, pero no quería herir los sentimientos de la pobre tía Allie, sola y estéril, sobre todo teniendo en cuenta que había sido tan amable con ella y con sus niños. Así que, sencillamente, Adele sonrió a su cuñada.

—Gracias, Allie. Quizá lo haga —dijo Adele.

11

Zapatos de fiesta

A primera hora de la mañana, Brooke se pasó por casa de sus padres para recoger el vestido que le había comprado Bill Simpson para que lo llevara en la gala benéfica de la Asociación de Distrofia Muscular. Se trataba de una espantosa confección de encaje color marfil con cuello alto y espalda descubierta. Más adelante todos los vestidos habían sido de color marfil, rosáceos o blancos.

—Creo que quiere casarse contigo —dijo la madre de Brooke mientras observaba el horrible vestido colgado en la percha.

—Quiere que alguien se case con él —dijo Broolce—. No estoy segura de que sea yo.

—¿Cómo sabes que no eres tú? —preguntó su madre.

—Bueno, mamá, anoche estuve desnuda en la cama con él, y aunque friccioné y bailé y chupé, nada se levantó. ¿Te arrepientes de haber preguntado? —dijo Brooke.

—Las chicas de ahora le dais demasiada importancia al sexo —le dijo su madre—. Probablemente había bebido en exceso.

—Es posible —admitió Brooke. Aunque el sexo con Bill, estuviera borracho o sobrio, solía ser algo impresionante. Era largo, grueso, ardiente y perfectamente proporcionado a su cuerpo. Sin embargo, en los últimos años un problema esporádico de eyaculación precoz había derivado paulatinamente en desinterés y finalmente en impotencia. Su pasión había caído en declive como la plataforma continental, la del Atlántico, no del Pacífico. Como la playa que se encontraba junto al jardín de la propiedad que tenían sus padres en Florida, Brooke había disfrutado de un cálido océano de sexo con Bill durante un periodo considerable de tiempo. Luego de repente llegó a su fin, y ella puso tierra de por medio.

No obstante, él todavía la quería. La llamaba casi todos los días. Le seguía enviando vestidos feos para que se los pusiera en galas benéficas.

—Puede que tenga los conductos obstruidos —le sugirió su madre—. Papá fue a uno de los mejores urólogos y...

—Si oigo un solo detalle de los problemas urológicos de papá, me caeré al suelo y me empezarán a sangrar los oídos —le avisó Brooke.

—De acuerdo, entonces sólo te doy el nombre del médico y su número de teléfono. Incluso lo escribiré con la mano izquierda para que no se reconozca mi letra. Así, si quieres, podrás fingir que has obtenido la información de otra persona.

Su madre abrió la libreta de direcciones en busca de ese último urólogo que tanto bien les había hecho.

—¿Entonces tú crees que la Viagra es un buen regalo para un hombre que lo tiene todo? —preguntó Brooke a su madre.

—Mejor que otro jersey de cachemira —respondió su madre con indiferencia.

Mientras su madre copiaba el nombre del médico, Brooke sacó el vestido de la bolsa y lo extendió sobre el sofá.

—Bueno, al menos deberías probar —dijo su madre tendiéndole el papel.

Brooke se quedó mirando el número de teléfono del médico y preguntándose cómo mencionaría el tema de la disminución del deseo sexual de Bill sin insultarlo.

Brooke subió con su madre las escaleras y entró con ella en su dormitorio particular. A Brooke nunca le había parecido raro que sus padres tuvieran dormitorios separados. Siempre lo había considerado una cuestión de decoración. El dormitorio de su madre, con el empapelado color melocotón con motivos florales, a juego con la colcha, sin duda haría que la masculinidad de su padre cayera a los pies de la puerta. El dormitorio de su padre era marrón con muebles de cuero. En las mañanas de Navidad, o cuando se ponían enfermos a mitad de la noche, Brooke y su hermana iban allí primero, a sabiendas de que probablemente encontrarían a ambos dormidos bajo el edredón de cuadros escoceses. Aun así, su madre sentía que necesitaba ese dormitorio particular para tener su espacio propio los días y noches en los que la presencia de él en su casa y en su vida era demasiado dominante.

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