—De pena —dijo Lux, pasándole un trapo al frigorífico.
—¿Qué tal la maternidad?
—De pena —informó Jonella—, pero el bebé está bien. Carlos está viviendo otra vez en casa de su madre, que no pasa nada, pero... ¡Dios!, ¿es gilipollas o qué?
—Por supuesto que sí.
Se rieron y Jonella le dio a Lux un puñetazo amistoso en el hombro que le dejaría un moratón.
—¿Cuándo vas a tener uno?
—¿Un bebé?
—Sí.
—Nah, yo no.
—Yo voy a tener otro.
—¿Estás embarazada otra vez?
—Qué va, sólo son planes.
—Con Carlos.
—¿Carlos el gilipollas? Ni de broma.
—¿Entonces con quién?
—Con alguien que todavía no he conocido.
—¿Qué va a decir Carlos a eso? —preguntó Lux, y, como recordatorio, levantó su pequeño dedo meñique destrozado, pues, aunque hacía cuatro años que se había curado, todavía parecía doblado y roto.
—Carlos adora al niño, pero no quiere adorar a más niños porque no hay dinero. Así que cuando me quede embarazada, le haré creer que es suyo hasta que esté a punto de mojar los pantalones, y cuando resulte que no lo es, hará una gran celebración y caerá a mis pies y me besará el culo.
A Lux le pareció razonable el plan. Aun así, temía por su amiga.
—¿Y qué pasa si no sale así y él se enfada?
—No lo hará.
Carlos no era muy alto, pero sí muy fuerte y fibroso. No se podía sacar gran cosa de él. Se sintió igual de a gusto en la cárcel que cuando vivió en Queens. No había civilización ni órdenes de restricción que lo inquietaran una vez que se le metía en la cabeza alguna cosa. En el décimo curso Lux había sido su chica y Jonella su segundo plato. Mantuvo latente su harén a base de puñetazos y tortas, pero sólo había roto un hueso en una ocasión, los pequeños huesos del dedo meñique de Lux. Lo retorció hasta fracturarlo.
Al poco de graduarse en el instituto, también pusieron en libertad a Joseph, el hermano mayor de Lux. Tras examinar el pequeño dedo tullido de su hermanita, Joseph invitó a Carlos a casa y le informó de que ahora Lux era libre de hacer lo que quisiera. Hubo gritos, golpes y sangre, la mayoría de la cual manaba de la cabeza de Carlos. Aunque fue una larga pelea, Carlos y Joseph eran amigos, así que la cosa acabó bastante bien.
—Bueno, que te jodan —le había gritado Carlos.
—Sí, igualmente —le respondió también a gritos Joseph—. Y no olvides que mañana necesito que me lleves.
—Sí, vale. Ahí estaré.
—Más te vale.
Joseph dejó que la puerta mosquitera diera un portazo tras él cuando volvió a entrar en la casa. Lux estaba sentada a la mesa de la cocina, con las palmas de las manos presionando sus oídos. Había estado escuchando el murmullo del océano resonando en su cabeza por la presión de sus manos, ahogando así los sonidos de crujidos procedentes de Carlos mientras pegaba a su hermano o de Joseph mientras pegaba a su amante. Joseph le sonrió al verla ahí sentada como un conejillo asustado. Presionó con el dedo el moratón que le acababa de salir a Lux en la mejilla y dijo: «Ya no volverá a molestarte». Luego se sentó en el sofá a beber cerveza con su madre. Con Lux fuera de escena, Jonella tenía a Carlos para ella sólita.
*
—Creo que la próxima vez quiero tener una niña —reflexionó Jonella, y una sonrisilla se dibujó en el extremo de su boca.
—No tienes dinero —le recordó Lux.
—¿Y?
Lux no dijo nada.
—El dinero llega —siguió sonriendo Jonella mientras pensaba en lo realizada que se había sentido durante el embarazo y en el olor dulce y húmedo de la piel de su bebé. No iba a ser una estúpida y tener seis u ocho bebés como algunas chicas que conocía. Pero uno o puede que incluso dos más no supondrían grandes cambios en casa de su madre.
—Nunca vamos a ser ricas, así que por qué no voy a tener lo que quiera —anunció Jonella.
Jonella contempló la cocina. Las partes que había fregado ella brillaban de puro limpio; otras partes no habían quedado tan bien. Jonella rehízo el trabajo que había intentado Lux.
—Menos mal que te estás tirando a ese hombre rico. Nunca conservarías un trabajo en el mundo real.
Lux se excusó dirigiéndose al salón, donde enrolló las lonas y arrancó la cinta de pintor. Cuando ya no quedó ni un escombro, el piso se convirtió de repente en algo real. El futuro de Lux.
Jonella barrió el suelo mientras le hablaba a Lux de algún antiguo amigo, o le contaba algo que había hecho el bebé, quién había engordado o quién se había metido en problemas. Cuando llegaron al dormitorio, las viejas amigas habían agotado los temas de conversación. Las dos mujeres se sentaron en el radiador, mirando a su ex amante pintar las paredes con el rodillo.
Carlos era un buen pintor. Nunca lo habría hecho —ni por todo el dinero del mundo— si supiera que el piso era de Lux. Si se enteraba, probablemente le seguiría la pista y le rompería los demás dedos. Era improbable que llegara a descubrir que Lux era la propietaria, porque el abogado casi muerto de tía Fulana había creado una empresa sujeta a un régimen fiscal especial para no tener que pagar el impuesto sobre la renta. Su nuevo piso estaba a nombre de la empresa que ella había apodado «Propiedades de Trevor». La única forma de que Carlos se enterara sería que él se lo dijera.
Carlos acabó de dar el último brochazo de pintura beis. Apoyó con cuidado el rodillo en un papel de periódico y se alejó para contemplar el resultado. Satisfecho, se desabrochó los pantalones, se volvió hacia las mujeres y se quitó los pantalones, quedando desnudo ante ellas.
—Vale, ahora sí estoy preparado —dijo.
Las carcajadas de las chicas fueron roncas, no estridentes. Carlos tenía cicatrices rojizas, duras y en relieve por los brazos y el torso, algunas accidentales, otras intencionadas. En su bíceps lucía un tatuaje, perfectamente dibujado al detalle, que representaba a un gallo muerto colgado de una soga. A Carlos, que no carecía completamente de humor, le gustaba frotar con la mano el tatuaje y decir a la gente que tenía una buena soga
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. Tenía un cuerpo más duro que una piedra, y una vez, en un día caluroso, Lux le besó mientras él se comía un melocotón. Ése fue el beso que quedó en su memoria, el dulce sabor de la fruta fresca fundido con sus labios y su sudor, el beso que le vino a la mente cuando se quedó de pie ahí riéndose de ellas, las osadas Jonella y Lux, esperando a que fueran a por él.
Jonella dio un salto y Carlos la cogió. No tenían la menor duda de que el sexo era bueno y de que al cuerpo le va la marcha. Lux vaciló.
—¿Qué pasa, nena?
—Es por ti, Carlos, ya no le gustas.
—No, yo creo que es por ti, porque te has puesto gorda o porque a lo mejor ya no le va el rollo lesbi.
El ritmo emergía del interior, y Lux vio cómo Jonella y Carlos lo bailaban uno dentro del otro.
—Tía, no le hagas caso, tú no estás nada gorda —le gritó Lux para darle ánimos cuando Jonella se quitó el mono. Jonella, con los labios en el pezón de Carlos y de camino a la entrepierna, le hizo señas a Lux con los dedos, simulando con el brazo el baile de una cobra encantada siguiendo un ritmo suave.
«Yo aparezco por detrás de ella y froto mis pechos contra su espalda, hasta que ella se la chupe, y entonces tendré las manos y labios de Carlos para mí sola hasta que ella se monte encima de él.» Lux estaba visualizando la coreografía en su cabeza. Enfrente de ella Jonella ya había empujado a Carlos hacia el suelo y se estaba impulsando para ponerse encima de él. La entrada de Lux se iba acercando. Tenía que darse prisa en saltar del radiador o de lo contrario se lo perdería. «Cuando Carlos le dé la vuelta y la penetre por detrás —planeó Lux—, entonces yo entraré en escena y pondré mis pechos en su cara.» Lux siguió ahí de pie y entonces empezaron los gemidos.
—Nena... nena... Oh, nena... sí...
—Oh siiiií...
—Mmmm... nena...
El barco estaba zarpando sin ella, pero Lux aún no conseguía moverse. Lux, a caballo entre dos mundos, miró cómo la espalda dorada de Carlos se volvía brillante del sudor, y el placer embellecía la cara de Jonella. Jonella echó la cabeza hacia atrás y la giró, empezando a lamer el aire como si buscara algo que enrollarse en la boca. Lux pensó en el beso dulce de melocotón.
Lux veía la cara de sus amigos pasar de la seriedad al gozo, y viceversa. Era como si Jonella estuviera enfrascada en un pensamiento tremendamente profundo y acto seguido conversando con Dios, entonces de nuevo un problema de matemáticas, y luego pura religión, a continuación geometría compleja conforme las arrugas surcaban su frente para luego relajarse en ciclos cada vez más cortos y más intensos. Matemáticas/Dios; matemáticas/Dios; matemáticas/Dios. Y conforme Carlos la penetraba con más y más intensidad: Dios, Dios, Dios, Dios.
Lux sabía que Carlos, sin deseo de control y con generosidad, se aseguraría de que Jonella llegara primero al orgasmo. Las cosas que le hacían ser un amante increíble eran las mismas que le convertían en un novio terrible. A Carlos le encantaba controlar a las mujeres.
—No, no, nononó.
Jonella siempre negaba el placer de entrada. Era algo que Carlos adoraba de ella. Intentaba escapar de la ola. Era demasiado grande, demasiado para ella, pero Carlos la cazó, moviendo con los pulgares sus pezones. Entre rechazo y aceptación, llegó la confusión.
—No... sí... ¡oh, sií! ¡Oh, no!
Carlos levantó la vista un momento y vio a Lux pegada al radiador, con la boca ligeramente abierta y una mano tapando su pecho. Le hizo un guiño.
Lux sabía que cuando acabaran, cuando enfocaran de nuevo a la habitación y las partes que unían sus cuerpos se separaran, iban a hacerle preguntas sobre el porqué de su actitud, y le tomarían el pelo por haberse quedado mirando. Carlos daba por hecho que estaba esperándole a él, a tenerlo para ella sola como en los viejos tiempos. Lo decía en su guiño. Con eso le transmitía que estaba reservando algo sólo para ella.
Lux resbaló del radiador. Abrió la cerradura y se fue corriendo al metro. Llegó al piso de Trevor con la respiración entrecortada. Le encontró sentado en sofá en albornoz, hablando por teléfono. En un momento arruinó sus planes de alquilar una película con un viejo amigo.
Desnuda sobre el inodoro del Rabino
Margot sabía que su vestido para la boda tenía que ser perfecto. Y turquesa. A Margot le iba muy bien el turquesa. Y al final encontró un vestido de tubo ceñido cortado al bies, drapeado de esa forma tan maravillosa que adquieren las telas al sesgo. Un vestido de tirantes espagueti y tela ajustada requeriría una ropa interior perfecta, que era en realidad una faja, aunque las dependientas lo llamaran «bragas de refuerzo».
—Se lo comprime todo —le dijo la dependienta de Macy's.
Margot calculó que la chica tendría unos veintitrés años y pesaría unos doscientos treinta kilos.
—Ahora mismo yo llevo una —la chica le anunció orgullosa—. Me quita unos diez kilos de caderas.
—Ah —dijo Margot, llenando finalmente el momento de silencio que había dejado después de semejante comentario—, me alegro por ti.
Margot compró la faja a pesar de lo penosamente mal que se la habían vendido. En la noche de la boda intentó meterse en ella después de la ducha, pero vio que la tela de látex no se deslizaría por su cuerpo mientras su piel estuviera mínimamente húmeda. No pasaba nada. Había otras cosas que hacer.
Margot se maquilló y se puso los zapatos, y se estaba arreglando el pelo cuando sonó el teléfono.
—¿Qué llevas puesto? —le preguntó Brooke.
—Ahora mismo sólo los zapatos —le dijo Margot.
—Mm, vas a tener frío esta noche con el aire acondicionado puesto.
Se rieron.
—¿Sabes lo que lleva puesto Lux? —preguntó Margot.
—No he hablado con ella desde la pelea en el grupo de escritoras —dijo Brooke—. Lleve lo que lleve, seguro que llamará la atención.
Más risas mientras imaginaban posibles combinaciones en fucsia y lila acompañadas con alhajas de imitación baratas. Margot, sentada desnuda en el sillón de su cuarto de estar esperando a que se le secara el pintauñas, creó una escena para divertir a Brooke en la que Lux, preparándose también en ese mismo momento para la boda del hijo de Trevor, tenía el secador en una mano y un bote de laca concentrada en la otra.
Margot planeó estar cerca de Lux el mayor tiempo posible. Pensaba hablar de forma clara e ingeniosa, y hacer resaltar su cadera con posturas seductoras a la par que su vestido turquesa, llamativo pero de buen gusto, prometía un cuerpo sensual oculto en él. Trevor no se enteraría de que llevaba faja.
Una vez maquillada, peinada, con las uñas listas y los zapatos puestos, ya sólo faltaba ponerse la faja.
—Te tengo que dejar, Brooke —dijo—. Te veo en la boda.
Era el turno de las «bragas de refuerzo». En su mano parecía minúscula. Era como el conjunto de verano de una niña pequeña, sólo que en este caso la parte de arriba iba unida a los pantalones. Margot se quitó los zapatos y metió los pies por la faja. La tela oprimió sus caderas y entonces se detuvo. Cuando Margot se puso a saltar por la habitación, tirando de la faja y rezando, su vestido turquesa, que había lanzado a la cama, se cayó al suelo. Margot tiró de ella, sudó y aun así la gomosa faja, que podría serle útil el próximo Halloween como traje de dominatrix o en verano si hada submarinismo, no se deslizaba por su piel.
Margot se dirigió al baño dando saltitos y buscó algo que lo hiciera deslizarse. «El aceite corporal olería muy bien pero podía transpirar por la tela del vestido. ¿Y crema de manos?» Margot contempló su magnífico despliegue de productos. Cremas, geles, perfumes, jabones... ninguno valía. Entonces lo vio. ¡Un bote barato de la solución perfecta! Con el cuerpo entero embadurnado de polvos de talco, por fin consiguió que el látex se deslizara por sus caderas y sus pechos.
—¡Gracias a Dios! —jadeó Margot.
Espiró y luego no pudo aspirar.
—Ay, Dios... —dijo Margot, pensándose mejor si llevar la faja. La hacía más delgada, pero era terriblemente incómoda. Aun así, dejando a un lado lo de la respiración, Margot se sintió hermosa y firmemente empaquetada. Cuando se inclinó para coger el vestido del suelo, se dio cuenta de que esa noche no se sentaría. El tejido se podría doblar y estirar fácilmente, pero todos los extras del cuerpo de Margot (órganos internos y cosas por el estilo) se quedarían sin espacio si se encorvaba. Su postura sería perfecta durante toda la noche, con la espalda erguida, el estómago metido y los pechos firmes, porque Margot corría el riesgo de perder el conocimiento o de lesionarse un riñón si intentaba la dificilísima maniobra de sentarse.