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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (12 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¿Sí?

—Entonces no recuerdo nada más hasta que oí una detonación como de una pistola y luego hubo humo y llamas por todas partes. Y entonces llegaste tú... Cristo... horrible.

—¿Y no notaste nada extraño?

—Sólo eso de quedarme dormida. Eso no suele ocurrir. He estado con verdaderos expertos y todos dicen que soy de lo mejorcito. Y además que soy guapa.

Gunvald Larsson asintió y guardó sus papeles. Miró a la chica durante un largo rato. Luego dijo:

—Yo creo que eres bastante fea. Tienes los pechos caídos y bolsas debajo de los ojos; pareces enferma y desgraciada y triste. Dentro de pocos años serás una ruina completa y tendrás un aspecto tan horrible que nadie querrá tocarte ni con pinzas. Adiós.

Se detuvo en el primer tramo de la escalera y volvió a subir al apartamento.

La chica se había quitado el albornoz y estaba de pie, palpándose los sobacos.

—Me ha crecido el pelo debajo de los brazos mientras estaba en el hospital. ¿Has cambiado de opinión?

—Creo que debes comprar un billete para Smäland, marcharte a tu casa y buscar un trabajo decente —le dijo él.

—No hay trabajo —repuso ella.

Cerró la puerta al salir, con tal fuerza que casi la hizo salir de sus goznes.

Gunvald Larsson se quedó en Götgatan durante unos minutos. ¿Qué había sacado en limpio? Que el gas del apartamento de Malm se había introducido en la cocina del apartamento de encima, probablemente a través de las cañerías del agua y de los desagües. Que la concentración fue suficiente para que la gente que estaba allí se hubiera quedado dormida, pero no lo bastante para incendiarse cuando Karin Sofia Pettersson prendió su encendedor.

¿Qué significado tenía todo esto? Nada, en resumen; en cualquier caso, nada que le proporcionase ninguna satisfacción.

Se sentía sucio y contaminado. Su enfrentamiento con la chica de dieciséis años en su lúgubre habitación le había dejado una sensación de incomodidad física. Se fue directamente a los Baños de Sture y pasó allí tres horas, sin pensar en nada, en los baños turcos para caballeros.

Ese lunes por la tarde, Martin Beck hizo una llamada telefónica. No quería que nadie pudiera oírle. Esperó hasta que Kollberg y Skacke se hubieron marchado y marcó el número de los laboratorios forenses y preguntó por un hombre llamado Hjelm, considerado como uno de los técnicos criminalistas más hábiles del mundo.

—Vio usted el cuerpo de Malm antes y después de la autopsia, ¿no es cierto?

—Sí, desde luego —contestó Hjelm con voz desabrida.

—¿Observó usted algo que le pareciese extraño?

—No exactamente. En todo caso, lo que resultaba sorprendente era que el cuerpo estuviera tan bien quemado, por así decirlo. Por todos lados, quiero decir. Incluso por la espalda, a pesar de que estaba echado sobre ella.

—Sí, es cierto —dijo Martin Beck.

—No les entiendo, muchachos —se lamentó Hjelm—. ¿No han dado ya el caso por cerrado? Pero de todos modos...

Kollberg abrió la puerta en ese momento y Martin Beck cambió de conversación rápidamente.

12

A la hora de comer, el martes día diecinueve, Gunvald Larsson estuvo a punto de abandonar el asunto. Sabía que sus actividades de los últimos días eran contrarias al reglamento, y hasta el momento no había averiguado nada que pudiera justificar su actuación. De hecho, no había conseguido siquiera probar que existía relación alguna entre Göran Malm y las otras personas que estaban en la casa cuando el fuego empezó; y en cuanto a la procedencia de la chispa inicial que provocó el fuego, sabía menos que al comenzar sus investigaciones.

Su visita matinal al Hospital del Sur no había tenido otros resultados que la simple confirmación de algunas suposiciones anteriores. Kristina Modig había dormido en uno de los pequeños áticos porque había poco espacio en el apartamento de su madre, y no quería compartir el cuarto con sus dos hermanos pequeños, alborotadores y ruidosos. Las costumbres de la chica no eran probablemente las que hubieran debido ser, pero a fin de cuentas, ¿qué tenía esto que ver con la policía? Kristina, como menor, había estado un tiempo bajo la tutela del estado, pero actualmente se estaba acentuando la tendencia de las autoridades a desentenderse de los problemas relacionados con las jóvenes descarriadas. Sus irregularidades eran demasiado frecuentes, el personal dedicado a la asistencia social insuficiente, y los métodos de corrección anticuados o inexistentes. En consecuencia, los jóvenes hacían lo que querían, lo que contribuía a la mala reputación del país, y dejaba a los padres y a los educadores en una situación de desesperación y de impotencia. En cualquier caso, esto, como ya se ha dicho, no era asunto de la policía.

El hecho de que Anna-Kajsa Modig necesitaba una atención psiquiátrica con urgencia era evidente, incluso para una persona relativamente insensible como Gunvald Larsson. Estaba abstraída, era difícil comunicar con ella, sufría frecuentes temblores y estallaba en lágrimas continuamente. Gunvald averiguó que en el ático había habido una estufa de petróleo, cosa que por otra parte ya suponía. Su conversación con ella no tuvo ningún resultado, pero de todos modos se quedó allí hasta que el médico se cansó de él y lo echó.

En el apartamento de Timmermansgatan donde se suponía que vivía Max Karlsson no encontró señales de vida, a pesar de que Larsson golpeó la puerta con fuerza. La razón era, probablemente, que no había nadie en la casa.

Gunvald Larsson se fue a su casa de Bollmora, se ató un delantal estampado alrededor de la cintura y preparó una sabrosa comida a base de huevos, tocino y patatas fritas. Luego escogió la marca de té que armonizaba con su estado de ánimo. Cuando terminó de comer y de lavar los platos eran las tres y media de la tarde aproximadamente.

Se detuvo un momento ante la ventana y contempló los altos bloques de apartamentos de aquel suburbio respetable pero de una monotonía aplastante. Luego fue en busca de su coche y se dirigió hacia Timmermansgatan.

Max Karlsson vivía en el segundo piso de un edificio antiguo pero bien conservado. Gunvald dejó el coche a tres manzanas de distancia, menos por precaución que a causa de la crónica insuficiencia de aparcamientos. Recorrió la calle rápidamente, a largas zancadas, y ya estaba a menos de diez metros de la entrada de la casa cuando observó a una persona que se acercaba en dirección opuesta; era una niña de unos trece o catorce años como tantas otras, con una larga cabellera suelta, pantalones tejanos negros y una cazadora. Llevaba en la mano una vieja bolsa de piel y probablemente venía de la escuela, un tipo de niña tan corriente que seguramente no se hubiera fijado en ella si no se hubiera comportado del modo como lo hizo. Había una falsa naturalidad en sus movimientos como si se esforzase intencionadamente en parecer cándida y natural, y sin embargo no podía evitar mirar a su alrededor con una mezcla de inquietud y un aire de excitación culpable. Cuando su mirada se encontró con la de Gunvald dudó una fracción de segundo y se detuvo, pero él continuó andando y pasó de largo delante de ella y de la puerta de la casa. La colegiala irguió la cabeza y se metió en la entrada.

Gunvald Larsson se paró bruscamente, dio media vuelta y la siguió. A pesar de ser un hombre corpulento y pesado, se movía con rapidez y silenciosamente; cuando la niña llamó a la puerta de Karlsson, él estaba ya a medio camino en las escaleras. La muchacha llamó suavemente con cuatro golpes, siguiendo evidentemente una contraseña convenida, y Larsson hizo un esfuerzo para recordar el ritmo de los golpes, lo que ella le facilitó al repetir la llamada después de un intervalo de unos cinco o seis segundos. Inmediatamente la puerta se abrió; oyó que se soltaba la cadena de seguridad, y el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse en seguida. Bajó a la entrada y se quedó absolutamente quieto, con la espalda contra la pared, esperando.

Dos o tres minutos después, se abrió la puerta de arriba y se oyeron pasos ligeros en la escalera. Había sido un asunto rápido porque cuando la niña apareció todavía estaba metiendo su adquisición en el bolsillo exterior de la bolsa. Gunvald Larsson alargó la mano izquierda y la agarró por la muñeca. Ella se detuvo bruscamente y se quedó mirándolo sin intentar pedir socorro ni soltarse de él para escapar. No parecía especialmente asustada, sino más bien resignada, como si estuviera preparada para que lo ocurrido tuviera que suceder tarde o temprano. Sin decir palabra, Larsson abrió la bolsa y sacó de ella una caja de cerillas. Contenía unas diez tabletas blancas. Soltó la muñeca de la niña y le indicó con la cabeza que se fuera. Ella le lanzó una mirada sorprendida con sus ojos grises, y echó a correr.

Gunvald Larsson no tenía prisa. Miró las tabletas un momento, luego se las metió en el bolsillo y empezó a subir lentamente las escaleras. Esperó treinta segundos fuera, delante de la puerta, escuchando. No se oía nada en el interior del apartamento. Levantó la mano y con las puntas de los dedos golpeó suavemente en dos tiempos, con un intervalo de cinco segundos entre ellos.

Max Karlsson abrió la puerta. Tenía un aspecto mucho más aseado que la última vez que le vio, pero Gunvald reconoció su cara y no había duda de que el reconocimiento había sido mutuo.

—Buenas tardes —dijo Gunvald Larsson, poniendo el pie en la puerta.

—Ah, ¿es usted? —exclamó Max Karlsson.

—Se me ocurrió pasar para saber cómo estabas.

—Muy bien, gracias.

El hombre se encontraba en una situación difícil. Sabía que su visitante era un policía y que había utilizado la señal convenida. La cadena de seguridad estaba puesta y si intentaba cerrar la puerta y tenía realmente algo que esconder, se delataría inmediatamente.

—Pensé que podría preguntarte unas cuantas cosas —dijo Gunvald Larsson.

Su situación tampoco era sencilla. No tenía derecho a entrar en el apartamento y oficialmente ni siquiera podía interrogar al hombre si él no se prestaba voluntariamente a ello.

—Bueno —dijo Max Karlsson, vagamente.

No hizo ningún movimiento para soltar la cadena, pero era claro que no sabía qué actitud adoptar.

Gunvald Larsson resolvió el problema apoyando su hombro derecho contra la puerta, de golpe, y cargando todo su peso sobre ella. Se oyó el ruido producido al desprenderse los tornillos que sujetaban la cadena a la madera seca de la puerta. Max Karlsson se retiró rápidamente para evitar que la puerta le golpease. Gunvald Larsson entró, cerró la puerta tras él y dio una vuelta a la llave. Miró la cadena rota y dijo:

—Mal trabajo.

—¿Está usted loco?

—Deberías usar tornillos más largos.

—¿Qué demonios es todo esto? ¿Cómo se atreve a entrar así?

—No era mi intención —repuso Gunvald Larsson—. De todos modos no ha sido culpa mía si se ha roto. Ya te dije que debías usar tornillos más largos, ¿no es cierto?

—¿Qué quiere usted?

—Sólo charlar un poco.

Gunvald Larsson miró a su alrededor para cerciorarse de que el hombre estaba solo. El apartamento no era grande, pero tenía un aspecto agradable y cómodo. Max Karlsson también parecía bastante respetable; era alto y de hombros anchos, y pesaba por lo menos 75 kilos. «Seguro que puede cuidarse solo», pensó Gunvald Larsson.

—¿Charlar? —repitió el hombre apretando los puños—. ¿Sobre qué?

—Acerca de lo que estabas haciendo en aquel apartamento antes de empezar el incendio.

El hombre pareció relajarse un poco.

—¡Ah, eso! —dijo.

—Sí, eso exactamente.

—Era una pequeña fiesta. Unos cuantos bocadillos y un poco de cerveza mientras tocábamos unos discos.

—Sólo una fiesta familiar, ¿eh?

—Si, esa chica Madeleine era mi amiga y...

Se calló tratando de adoptar un aire apenado.

—¿Y qué más? —dijo Gunvald Larsson en tono tranquilo.

—Y Kenneth salía con esa chica Carla.

—¿De modo que no se trataba de lo otro?

—¿Lo otro? ¿Qué quiere usted decir?

—Esa colegiala que ha estado aquí hace cinco minutos, ¿con quién sale?

—¿Qué colegiala? Nadie ha estado aquí...

Gunvald Larsson le golpeó, rápida y duramente, cogiéndolo desprevenido.

Max Karlsson retrocedió dos pasos, tambaleándose, pero no cayó.

—¿Qué coño te has creído, policía de mierda? —exclamó.

Gunvald Larsson volvió a golpearle. El hombre se agarró al borde de la mesa pero perdió el equilibrio. Se cogió al mantel y cayó al suelo arrastrándolo con él. Una decorativa jarra de cristal tallado cayó al suelo. Al levantarse, un hilillo de sangre se le escapaba por una comisura de la boca y en la mano derecha llevaba la pesada pieza de cristal.

—No, espera, maldito... —dijo.

Se pasó la mano izquierda por la cara, miró la sangre y levantó amenazadoramente el arma.

Gunvald Larsson le golpeó por tercera vez. Karlsson fue lanzado hacia atrás, tropezó con una silla y cayó al suelo junto con ella. Mientras trataba de incorporarse apoyándose en las rodillas y las manos, Gunvald le soltó una fuerte patada en la muñeca derecha. La jarra de cristal salió disparada por el suelo hasta dar contra la pared con un golpe sordo.

Max Karlsson se levantó lentamente, afianzándose sobre una rodilla, y tapándose un ojo con una mano. La mirada del otro ojo tenía una expresión asustada e inquieta. Gunvald Larsson le miró tranquilamente y le conminó:

—Y ahora dime, ¿dónde tienes tu alijo?

—¿Qué alijo?

Gunvald Larsson apretó el puño.

—No, no, por Dios santo —exclamó el hombre precipitadamente—. No vuelva a pegarme... Yo...

—¿Dónde?

—En la cocina.

—¿En qué lugar de la cocina?

—Debajo de la bandeja inferior del horno.

—Eso está mejor —dijo Gunvald Larsson.

Se miró el puño cerrado. Era muy grande y tenía parches rojizos en los lugares en los que los pelos fuertes y rubios se habían chamuscado. Max Karlsson también lo miró.

—¿Y qué ocurrió con Roth y esas dos zorras? —preguntó Gunvald Larsson.

—Jodi...

—No me interesan las porquerías que hicisteis. Quiero saber quién incendió la casa.

—Incendiar la casa... no, santo cielo, no sé nada de eso. Y Kenneth resultó muerto...

—¿A qué se dedicaba Roth? ¿Drogas?

—¿Cómo lo voy a saber?

—Dime la verdad —dijo en tono amenazador Gunvald.

—No, no; basta ya. Lléveme a la comisaría, por Dios santo.

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