El coche de bomberos que desapareció

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Una extraña concatenación de suicidios y accidentes acaba con la vida de los miembros de una banda de vulgares ladrones de coche. Uno de ellos yace muerto sobre la cama, hecha y limpia. Dos policías rompen la cerradura y penetran en la casa. Tan sólo hay dos palabras escritas junto al teléfono: Martin Beck. El inspector-jefe de la Brigada de Homicidios de Estocolmo ignora qué hace esa anotación con su nombre en aquella habitación. 

A pocos kilómetros, uno de sus hombres está a punto de convertirse en héroe, Gunvald Larsson. A medianoche el edificio que vigila salta por los aires. Cuatro muertos y un sinfín de heridos que saca del fuego con sus propias manos. Dos ladrones y dos prostitutas han fallecido. Uno ya lo estaba mucho antes de las llamas. Otro suicidio. ¿Qué está pasando? El rastro de uno de los fallecidos le conduce hasta una banda internacional de tráfico de coches robados. Pero, ¿qué tiene que ver Martin Beck? ¿Quién es el exterminador?

Maj Sjöwall y Per Wahlöö

El coche de bomberos que desapareció

Martin Beck, 5

ePUB v1.1

ErikElSueco
12/11/2011

Título original: THE FIRE ENGINE THAT DISAPPEARED 

Traducción: Basi Mira de Maragall

1 edición: julio, 1983 

La presente edición es propiedad de Editorial Bruguera, S. A. 

Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España) 

© 1967 by Maj Sjwall and Per Wahlöö 

Traducción: © 1983 by Editorial Bruguera, S. A.

 Ilustraciones interiores: Edmon 

Diseño de colección: Neslé Soulé 

Printed in Spain 

ISBN 84-02-09578-X / Depósito legal: B. 20. 304 - 1983 

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A. 

Carret. Nacional 152, km 21,650. Parets del Vallès (Barcelona) - 1983

1

El hombre yacía muerto sobre la cama, hecha y limpia. Antes de echarse se había quitado la chaqueta y la corbata, y las había colgado en el respaldo de la silla junto a la puerta. Se había desatado los zapatos, los había colocado bajo la silla y se había puesto unas zapatillas de piel negra. Había fumado tres cigarrillos con filtro, y había aplastado luego las colillas en el cenicero que estaba encima de la mesilla de noche. Después se había echado en la cama, boca arriba, y se había disparado un tiro en la boca.

Aquello ya no tenía un aspecto tan pulcro.

El vecino más próximo era un capitán prematuramente retirado del ejército, que el año anterior se había herido en la cadera durante una cacería de alces. Desde el accidente padecía insomnio y solía sentarse a hacer solitarios durante la noche. Estaba precisamente cogiendo la baraja de cartas cuando oyó el disparo al otro lado de la pared y llamó en el acto a la policía.

Eran las cuatro menos veinte de la mañana del día siete de marzo cuando dos policías de radio patrulla rompieron la cerradura y entraron en el apartamento en el que treinta y dos minutos antes había muerto el hombre tendido en la cama. No les costó mucho tiempo constatar que se trataba, casi con toda seguridad, de un suicidio. Antes de volver al coche para informar de la muerte a través de la radio examinaron el apartamento, cosa que, por otra parte, no debían haber hecho. Además del dormitorio, constaba de una sala de estar, una cocina, un vestíbulo, un cuarto de baño y un guardarropa. No encontraron ningún mensaje ni una carta de despedida. La única indicación que pudieron hallar fueron dos palabras escritas en la libreta colocada junto al teléfono. Las dos palabras componían un nombre. Un nombre que los dos policías conocían bien.

Martin Beck.

Era el día de santa Otilia.

Poco después de las once de la mañana, Martin Beck abandonó la comisaría Sur y se dirigió hacia la tienda estatal de venta de licores, en Karusellpan. Se puso en la cola y compró una botella de Nutty Solera. Camino del metro, compró también una docena de tulipanes rojos y una lata de galletas de queso inglesas. Uno de los seis nombres que su madre recibió en el bautismo era el de Otilia y él iba a felicitarla.

El asilo de ancianos era una casa grande y vieja. Demasiado vieja e incómoda, al decir de los que trabajaban en ella. La madre de Martin Beck no se había instalado allí porque se sintiera incapaz de arreglárselas sola. A pesar de sus setenta y ocho años estaba todavía bastante bien, pero no quería ser una carga para su único hijo. Por eso se había asegurado con tiempo una plaza en el asilo, y cuando quedó una habitación libre en buenas condiciones, es decir, cuando murió el ocupante anterior, se deshizo de buena parte de sus cosas y se trasladó allí. Desde la muerte de su padre, diecinueve años atrás, Martin Beck había sido su único apoyo, y de vez en cuando sentía remordimientos por no ser él quien cuidara personalmente de ella. En su interior, agradecía íntimamente a su madre que hubiera decidido por sí sola su situación sin pedirle ni siquiera consejo. Atravesó una de las salitas de estar, tristes y pequeñas, en las que nunca había visto a nadie sentado, continuó a lo largo del pasillo sombrío y llamó a la puerta de su madre. Cuando entró, su madre le miró sorprendida; estaba un poco sorda y no había oído sus golpes discretos. Su cara se iluminó, dejó el libro que tenía en las manos e hizo ademán de levantarse. Martin Beck se acercó rápidamente a ella, la besó en la mejilla y la obligó con suavidad a sentarse de nuevo.

—No empieces a moverte de un lado para otro por mí —dijo él.

Dejó las flores en su regazo y puso la botella y la lata de galletas sobre la mesa.

—Felicidades, querida madre.

Ella quitó el papel que envolvía las flores y exclamó:

—¡Qué flores tan preciosas! Y las galletas. Y vino, o... ¿qué es esto? ¡Ay, jerez, Dios mío!

Se levantó, y a pesar de las protestas de Martin Beck, fue hasta la alacena y cogió un jarro de plata que llenó con agua del lavabo.

—No estoy tan vieja y decrépita como para no poder andar —dijo—. Siéntate tú en cambio. ¿Qué vamos a tomar, jerez o café?

El colgó el sombrero y el abrigo, y se sentó.

—Lo que tú prefieras —contestó.

—Entonces haré café —dijo ella—. Así podré ahorrar el jerez, ofrecérselo alguna vez a mis viejas amigas y presumir de buen hijo. Hay que aprovechar los temas alegres.

Martin se sentó en silencio, observándola mientras encendía el hornillo eléctrico y medía el agua y el café. Era menuda y frágil y cada vez que la veía de nuevo parecía haberse vuelto más pequeña.

—¿Te aburres aquí, madre?

—Yo no me aburro nunca.

La contestación le sonó demasiado rápida y desenfadada para creerla. Antes de sentarse, puso el pote de café sobre el hornillo y el jarro de flores encima de la mesa.

—No te preocupes por mí —dijo la anciana—. Tengo muchas cosas que hacer. Leo, hablo con mis amigas y hago punto. Algunas veces me llego hasta la ciudad sólo para echar un vistazo, aunque es horrible ver cómo lo están echando todo abajo. ¿Has visto cómo han derrumbado el edificio donde tu padre tenía su negocio?

Martin Beck asintió. Su padre había tenido una pequeña empresa de transportes en Klara, y en su lugar había ahora un centro comercial de cristal y hormigón. Miró la fotografía de su padre, colocada sobre la cómoda al lado de la cama. La fotografía había sido tomada a mediados de siglo, cuando él sólo tenía unos pocos años y su padre era todavía un hombre joven de ojos claros, pelo brillante y peinado con raya al lado, y con una barbilla prominente. La gente solía decir que Martin Beck se parecía a su padre, parecido que él nunca había sido capaz de ver y que si existía se limitaba, en todo caso, a la apariencia física. Recordaba a su padre como un hombre franco, alegre, que se ganaba fácilmente la simpatía de la gente y que se reía y bromeaba a menudo. Martin Beck se hubiera descrito a sí mismo como una persona más bien tímida y bastante aburrida. En la época en que se hizo la fotografía, su padre trabajaba como obrero de la construcción, pero años más tarde llegó la depresión y se quedó sin trabajo durante un par de años. Martin Beck sospechaba que su madre no había podido olvidar aquellos tiempos de pobreza y de inseguridad. Y aunque más tarde consiguieron una situación económica más confortable, nunca había dejado de preocuparse por el dinero. Todavía se resistía a comprar algo nuevo si no era absolutamente necesario, y tanto sus ropas como los pocos muebles procedentes de su antigua casa, acusaban el paso de los años.

Martin Beck intentaba darle algún dinero de vez en cuando, y a menudo se ofrecía a pagarle el alquiler del asilo, pero ella era obstinada y orgullosa y quería ser independiente.

Cuando el café acabó de hervir, Martin le acercó el pote y dejó que ella lo sirviera. Su madre había sido siempre muy solícita con él y de pequeño nunca le había permitido que la ayudara a fregar los platos ni siquiera que se hiciera su propia cama. Martin no se percató de los efectos negativos de la excesiva solicitud de su madre hasta que descubrió su propia incapacidad para realizar cualquier tarea doméstica, por sencilla que fuese.

La miraba divertido mientras ella se ponía un terrón de azúcar en la boca antes de sorber un poco de café; nunca la había visto tomar el café con un terrón de azúcar. Ella advirtió que la estaba mirando y le dijo:

—Bueno, uno puede tomarse ciertas libertades cuando se llega a mi edad —dejó su taza y se inclinó hacia atrás, con las manos delgadas y pecosas cruzadas sobre el regazo—. Y ahora —dijo—, cuéntame qué hacen mis nietos.

Martin Beck tenía especial cuidado en no referirse nunca a sus hijos, delante de su madre, en términos que no fueran elogiosos. Para ella, sus nietos eran los niños más guapos, más listos y brillantes que existían. Martin creía que él veía a sus hijos de un modo objetivo y presumía que eran bastante parecidos a la mayoría de los niños. Sus relaciones eran muy buenas con su hija Ingrid, de dieciséis años, una chica vivaz, inteligente, que no tenía dificultades en la escuela y era sociable. Rolf iba a cumplir los trece años y era un niño más difícil. Perezoso e introvertido, totalmente desinteresado por todo lo relacionado con la escuela, no parecía tener, tampoco, otros intereses o aptitudes especiales. A Martin Beck le preocupaba la apatía de su hijo, pero confiaba en que era debido a la edad y en que el chico acabaría por vencer su indiferencia. Como en aquel momento no podía decir nada favorable de Rolf, y su madre no le hubiera creído si le hubiese dicho la verdad, evitó el tema. Mientras le explicaba los últimos progresos de Ingrid en la escuela, su madre le preguntó inesperadamente:

—¿Y Rolf? No irá a meterse en el cuerpo de policía cuando deje la escuela, ¿verdad?

—No lo creo. De todos modos tiene sólo trece años. Es un poco pronto para empezar a preocuparse por estas cosas.

—Porque si lo intentase —prosiguió— debes impedírselo. Nunca he comprendido tu empeño en ser policía. Y ahora debe ser una profesión aún peor que cuando tú empezaste. Dime la verdad, Martin, ¿por qué entraste en el cuerpo de policía?

Martin se quedó mirándola asombrado. Era cierto que su madre se había opuesto a su elección cuando él decidió tomar esa profesión, hacía ya veinticuatro años, pero le sorprendió que sacara a relucir el tema a estas alturas. Había accedido al cargo de inspector jefe en la Sección de Homicidios hacía menos de un año, y las condiciones de su trabajo distaban mucho de ser las mismas que cuando era un joven policía de patrulla.

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