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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (21 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Månsson masticaba pensativamente un palillo mientras escuchaba absorto a un perro que ladraba cerca de allí. Era un hombre de unos cincuenta años de edad, de complexión corpulenta y gestos lentos y temperamento apacible. Era concienzudo y anduvo lentamente a lo largo del muelle sin descubrir nada especial o desacostumbrado.

«Mañana buscaré un hombre rana», pensó luego.

20

Cuando el hombre rana salió a la superficie después de treinta y una inmersiones, había descubierto el coche.

—Vaya, vaya —dijo Månsson.

Daba vueltas al palillo entre los labios mientras pensaba lo que debería hacer.

Hasta este preciso momento, a las dos y veintitrés minutos de la tarde del ocho de abril de 1968, había tenido la casi total seguridad de que el coche sólo existía en la imaginación de aquellos chiquillos.

Pero ahora la situación había cambiado.

—¿Cómo está colocado?

—Es endiabladamente difícil ver algo aquí abajo —dijo el hombre rana—, pero por lo que puedo distinguir parece estar con la parte de atrás encarada al muelle, a una distancia aproximada de unos quince metros. Ligeramente esquinado, como si hubiera llegado al parapeto y no hubiera tenido tiempo de dar la vuelta.

Månsson asintió.

—No se ve ninguna señal alarmante —dijo el hombre rana.

No era policía y además era joven y poco experimentado.

Månsson había participado por lo menos en diez operaciones de rescate de coches sumergidos. En estos casos, los coches se habían encontrado vacíos y se habían considerado como vehículos robados. No se había celebrado ningún juicio, pero había razones suficientes para suponer que los mismos propietarios habían elegido este medio para deshacerse de vehículos usados, y además para cobrar el dinero del seguro.

—¿Hay algo más que explicar?

—Bueno, como ya le dije apenas se puede ver nada. Es bastante pequeño y está lleno de barro y de porquería. —El hombre rana hizo una pausa y añadió—: Es casi seguro que hace tiempo que está ahí.

—Bueno, entonces es mejor que intentemos sacarlo —dijo Månsson—. ¿Hace falta que vuelvas a bajar? Antes de que llegue la grúa, quiero decir.

—En realidad, no. No puedo hacer gran cosa antes de que empecemos a usar los garfios.

—Entonces vete y come algo —dijo Månsson.

Aquel tiempo tan agradable parecía haber sido barrido literalmente. El cielo gris, de nubes bajas y movedizas, presagiaba lluvia y el viento del noroeste era frío, violento y tempestuoso. Los muelles habían vuelto a su actividad normal y, fuera del parapeto, las excavadoras de arena y las dragas rechinaban y ululaban; un pequeño remolcador se deslizaba en la entrada del puerto, una locomotora diesel hacía maniobras arrastrando unos vagones de mercancías, precedida por un hombre con una bandera roja, y tres barcos de carga que habían llegado por la mañana esperaban para descargar. Algún informador pagado, del cuerpo de policía o del departamento de bomberos, había alertado a la prensa, y diez o más periodistas o fotógrafos andaban por el muelle helándose, hacía ya varias horas, y otros se habían metido en sus coches, malhumorados. Los periodistas y hombre rana habían atraído a su vez a un grupo de curiosos que iban arriba y abajo soportando el viento, con los cuellos subidos y las manos metidas en los bolsillos.

Månsson no se había preocupado de acordonar la zona ni de limitar la libertad de movimientos de la gente de ningún otro modo. De vez en cuando, uno de los periodistas se le acercaba y le preguntaba: «¿Y bien?» O algo parecido. Volvió a ocurrir una vez más. Un hombre se bajó de uno de los coches aparcados y en efecto le dijo:

—¿Y bien?

—Bueno —dijo Månsson lentamente—. Hay un coche ahí abajo. Probablemente lo sacaremos dentro de una media hora. —Miró al periodista, al que conocía hacía varios años, le guiñó un ojo y le confió—: Usted se lo dirá a los demás, ¿verdad? Porque de todos modos no podemos impedir que lo saquen a flote, ¿no es cierto?

—Está vacío, ¿no? —preguntó el periodista.

—Bien —repuso Månsson, cambiando de palillo—. Por lo menos a juzgar por lo que yo sé hasta ahora.

—¿Asunto de seguros, como de costumbre?

—Primero tenemos que sacarlo y examinarlo —dijo Månsson bostezando—. Y eso no ocurrirá hasta dentro de una media hora, puede estar seguro. Así que lo mejor que puede hacer es marcharse y tratar de comer algo.

—Hasta luego —se despidió el periodista.

Månsson murmuró un saludo ininteligible y se encaminó hacia su coche.

Empujó su sombrero de fieltro hacia atrás y empezó a manipular la radio. Mientras daba sus instrucciones, vio cómo una serie de periodistas habían seguido su consejo y se marchaban.

Elofsson y Borglund también estaban allí. Sentados en su Volkswagen, se morían de ganas de tomar un café. Unos minutos después Elofsson se acercó, vacilante y con las manos detrás de la espalda, e inquirió:

—¿Qué le diremos a la gente si nos pregunta qué nos traemos entre manos?

—Decidles que vamos a sacar un coche viejo del agua —contestó Månsson—. Dentro de media hora. Mientras tanto, podéis ir a tomar un café.

—Gracias —dijo Elofsson.

El pequeño coche de policía desapareció a toda prisa. Los dos policías sentados en la parte delantera tenían un aspecto grave y decidido, como si estuvieran cumpliendo una misión importante y urgente. Tan pronto como se alejaran lo suficiente para que él no pudiera oírles, probablemente harían sonar la sirena y encenderían las luces de alarma, pensó Månsson, riéndose entre dientes.

Transcurrió así una hora antes de que todo estuviera dispuesto para izar el coche. Elofsson y Borglund habían regresado; obreros del muelle, marinos y otras personas que trabajaban en la zona del puerto se unieron a los espectadores. En conjunto, había unas cincuenta personas reunidas.

—Bueno —dijo Månsson—, ya podemos empezar, ¿no os parece?

La operación fue rápida y nada dramática. Las cadenas crujían al irse tensando y de pronto el agua fangosa empezó a girar formando una especie de torbellino burbujeante, y un techo metálico apareció en la superficie.

—Cuidado con la grúa ahora —rezongó Månsson.

Y entonces apareció el coche goteando barro y agua sucia. Colgaba un poco torcido de los ganchos y Månsson lo estuvo examinando minuciosamente mientras los fotógrafos lo retrataban desde todos los ángulos posibles. El coche era pequeño, viejo, y carecía de valor. Un Ford, un Aguila o un modelo popular, un tipo de coche poco frecuente entonces, pero que en otros tiempos solía verse a menudo en las carreteras.

Parecía azul, pero no era fácil asegurarlo porque su superficie estaba recubierta de una capa de cieno de un verde grisáceo. Las ventanas laterales estaban rotas o bajadas, y todo el coche estaba cubierto de barro y de suciedad.

—Bajémoslo al suelo —ordenó Månsson.

La gente comenzó a empujar a su alrededor y él les habló con calma:

—¿Les importaría apartarse, por favor? Necesitamos sitio para dejar en tierra al náufrago.

La gente se apartó inmediatamente y Månsson con ellos. El cochecito aterrizó en el muelle con un triste chirrido, producido en gran parte por los parachoques que se habían desprendido en los extremos.

El vehículo tenía un aspecto verdaderamente lamentable y resultaba difícil imaginar que en su momento había salido de la fábrica de Dagenham, nuevo y brillante, y que su primer propietario se había sentado al volante con el corazón palpitante de emoción y henchido de orgullo.

Elofsson fue el primero en acercarse al coche y asomarse al interior. La gente situada detrás de él se dio cuenta de que se envaraba gradualmente hasta que por fin se enderezó.

Månsson le siguió con pasos lentos, se inclinó y miró a través de la ventana abierta de la puerta derecha.

Entre los asientos inclinados hacia arriba, con los muelles oxidados y las tapicerías ennegrecidas, estaba sentado un cadáver cubierto de barro. Uno de los más horribles que nunca había visto. Con las cuencas de los ojos vacías y la mandíbula inferior completamente destruida.

Se enderezó y se volvió.

Elofsson había empezado a empujar hacia atrás a las personas más próximas.

—No empujes a la gente —dijo Månsson.

Luego miró fijamente y a cada una de las personas que tenía más cerca y dijo en voz alta y tranquila:

—Hay un hombre muerto en el coche y tiene un aspecto horrible.

Ni una sola persona intentó adelantarse y acercarse al coche.

21

Månsson no hacía mucho caso de la norma corriente entre la policía de mantener al público al margen de sus actividades, o de no permitir que le fotografiasen «mientras no sea obedeciendo órdenes superiores o cuando no pueda evitarse», tal como los reglamentos de la policía exigen. Por otra parte, le era fácil comportarse con naturalidad, incluso en las situaciones anormales, y como sentía gran respeto por las personas, la gente también le respetaba. Aunque ni él ni nadie había pensado en ello, en realidad había prestado un servicio importante en el muelle de Industrihammen aquel lunes por la tarde.

Si hubiera sido él la persona encargada de solucionar los disturbios que habían tenido lugar durante aquel largo y caluroso verano y que provocaban una gran inquietud en la mayoría de la población, probablemente muchos de ellos no se hubieran producido. En su lugar se habían ocupado de esta tarea personas que creían que Rhodesia estaba en algún lugar cercano a Tasmania, que es ilegal quemar la bandera norteamericana, pero digno de alabanza limpiarse la nariz con la vietnamita. Este tipo de gente creía que las mangueras antidisturbios, las porras de goma y los babeantes perros pastores alemanes eran las mejores ayudas para tratar a los seres humanos, y los resultados eran los que correspondía a tales ideas. Pero Månsson tenía otras cosas en qué pensar, como por ejemplo el cadáver de un ahogado.

Los cadáveres que se encuentran en el agua nunca son agradables, pero éste en particular era uno de los más desagradables con los que se había encontrado jamás.

Incluso el patólogo, mientras practicaba la autopsia, dijo:

—¡Uf! ¡Qué trabajo tan ingrato!

Luego siguió trabajando mientras Månsson, cumpliendo su deber, se quedaba en un rincón observándolo. Tenía un aspecto extremadamente pensativo y el médico, joven y todavía con poca experiencia, le miraba de vez en cuando inquisitivamente.

Månsson estaba seguro de que el hombre del coche le iba a ocasionar problemas. Desde el momento en que el vehículo había emergido del agua sospechó que algo no iba bien. La solución que habitualmente era la más evidente esta vez quedaba excluida desde un principio. No podía tratarse de una estafa relacionada con el seguro. ¿Quién iba a molestarse en arrojar al puerto aquel coche viejo y estropeado, una verdadera ruina y que tenía ya veinte años? ¿Y por qué?

La respuesta lógica a estas preguntas era espantosamente simple y por eso se quedó impasible cuando el patólogo le dijo:

—Nuestro amigo estaba muerto antes de que le arrojasen al agua.

Al cabo de un rato Månsson le preguntó:

—¿Cuánto tiempo cree que habrá estado allí?

—Es difícil saberlo —respondió el médico.

Miró los horribles restos tumefactos que estaban sobre la mesa de la autopsia y preguntó:

—¿Hay anguilas ahí abajo?

—Creo que sí.

—Bueno. Entonces un par de meses. Al menos dos, o quizá cuatro. —Hurgó un poco con su sonda y dijo—: Se ha producido bastante de prisa. No es el proceso normal de descomposición. Probablemente, deben de haber productos químicos y otras porquerías en el agua.

Antes de irse, ya al final del día, Månsson le hizo una pregunta más:

—Ese asunto de las anguilas, ¿no se trata sólo de un cuento de viejas?

—La anguila es una criatura misteriosa —respondió el médico.

—Gracias —contestó Månsson.

La autopsia terminó el día siguiente y reveló una lúgubre historia. La investigación criminal duró mucho más tiempo, pero en general la conclusión a la que se llegó no fue menos deprimente.

Y no porque no se hubiera descubierto nada. En realidad, lo malo fue que se descubrieron demasiadas cosas.

El lunes 22 de abril, Månsson sabía ya mucho, por ejemplo, lo siguiente:

El coche era un Ford Prefect, modelo 1951. Era azul y lo habían repintado con poco cuidado, hacía algún tiempo. La matrícula era falsa, y el certificado de registro, el recibo del impuesto y el nombre del propietario habían desaparecido. Se había podido establecer contacto con sus dos últimos propietarios legales a través del registro de vehículos motorizados. El dueño de una jardinería de Oxie lo había comprado de segunda mano pero todavía en relativamente buen estado hacia 1956; lo usó durante ocho años y luego lo vendió a uno de sus empleados por 100 coronas. Este hombre había utilizado el coche durante tres meses. Dijo que todavía funcionaba, pero tenía un aspecto tan deteriorado que lo había dejado en un aparcamiento detrás del mercado de Drottningtorget. Al cabo de unas semanas, informó de su desaparición. Suponía que la policía o las autoridades de las autopistas lo habían sacado de allí.

Pero ni la policía ni los guardianes de las autopistas tenían ninguna noticia de él. Así que supuso que lo habían robado. Nadie lo había visto desde entonces.

Del último ocupante del coche también se sabían bastantes cosas. Era un hombre de unos cuarenta años y medía alrededor de metro setenta, con el pelo color gris ceniza. No había muerto ahogado, sino de una herida en la parte trasera de la cabeza. El instrumento utilizado había dejado un agujero en su cráneo. No se veían huesos astillados en los bordes de la herida, lo que parecía indicar que el arma que había causado la fractura era de forma redondeada.

En una palabra, el hombre había muerto en el acto.

El arma utilizada estaba dentro del coche. Era una piedra redonda, metida dentro de un calcetín de nylon, de caballero. La piedra medía unos 10 centímetros y era de formación natural. Una pequeña roca de granito. El calcetín medía 25 centímetros de longitud y estaba fabricado en Francia. Era de buena calidad, de una marca conocida y probablemente nunca se había utilizado para su función original.

Las huellas dactilares del hombre muerto no podían obtenerse, pues la piel exterior de los dedos había saltado y el dibujo pupilar era apenas visible en el resto de la piel.

Ni un solo objeto del coche indicaba nada sobre la identidad del hombre muerto. Ni tampoco su indumentaria, que parecía ser de calidad inferior y de manufactura extranjera, aunque no podía asegurarse el lugar de su procedencia. Tampoco se encontró ningún indicio que pudiese ayudar a encaminar las investigaciones acerca del asesino en alguna dirección determinada.

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