El coche de bomberos que desapareció (19 page)

Read El coche de bomberos que desapareció Online

Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No hay nada malo en mi imaginación —aseguró Kollberg.

—Espera un momento —dijo Martin Beck—. ¿Puedes explicarlo un poco más?

Estaba en su lugar favorito, junto a la puerta, con el codo apoyado en el archivador.

—Al principio nos dábamos por satisfechos con la teoría de la explosión accidental del gas —dijo Melander—. Luego tuvimos por fin la clara evidencia de que alguien había intentado matar a Malm con un ingenioso aparatito explosivo. Después creímos estar seguros del camino que debíamos seguir. Se trataba de encontrar a Olofsson. Toda nuestra actitud se basaba en la suposición de que Olofsson era, en efecto, el hombre que había cometido el crimen. Y seguimos esta pista como si fuéramos una manada de perros sanguinarios con viseras en los ojos. ¿Quién nos asegura que no nos estamos precipitando hacia un callejón sin salida?

—Precipitarse es la palabra exacta —aseveró Kollberg con desaliento.

—Este es un error que se repite una y otra vez y que ha hecho fracasar centenares de investigaciones famosas. La policía descubre algo y lo considera como hechos definitivos. Estos hechos indican una determinada dirección y toda la investigación se dirige en esa única orientación. Las otras posibles alternativas se ignoran o se menosprecian. Sólo porque lo que parece más evidente suele ser también la verdadera solución, se obra como si siempre ocurriese así. El mundo está lleno de criminales que han escapado gracias a esta manera doctrinaria de pensar, tan frecuente en la policía. Supongamos que ahora, en este preciso momento, alguien encuentra a Olofsson. Quizás está sentado en un restaurante en París, o en el balcón de un hotel en España o en Marruecos. Quizá pueda probar que ha estado allí durante dos meses. ¿Cuál sería entonces nuestra situación?

—¿Quieres decir, simplemente, que deberíamos mandar al cuerno a ese Olofsson? —preguntó Kollberg.

—En absoluto. Malm era peligroso para él y él lo sabía en el momento en que Malm fue detenido. Así que Olofsson es la pista más próxima que tenemos. Hay multitud de razones para intentar encontrarlo. Pero olvidamos la posibilidad de que pueda probar su falta de complicidad en el asunto que nos preocupa, en el incendio. Si entonces resulta que se limitaba a traficar con drogas y a poner matrículas falsas en unos cuantos coches, no habremos avanzado nada. Por el contrario, ése es un asunto que no tiene nada que ver con nuestro caso.

—Pero sería una maldita casualidad si resultara que Olofsson no tiene nada que ver con todo este asunto.

—Es verdad. Pero estas curiosas casualidades ocurren algunas veces. El suicidio de Malm, al mismo tiempo que alguien intentaba asesinarlo, es, por ejemplo, una extraña coincidencia. Me desconcertó en el mismo lugar del crimen. Otro hecho curioso al que nadie parece haber prestado atención es el siguiente: pronto habrán transcurrido tres semanas desde que se incendió la casa y nadie ha visto ni ha oído nada acerca de Olofsson durante este tiempo, lo que ha inducido a ciertas personas a sacar conclusiones; pero no es menos cierto que nadie, que nosotros sepamos, ha tenido ningún contacto con Olofsson en todo el mes anterior al fuego.

Martin Beck se enderezó y dijo pensativamente:

—No, es cierto.

—Este argumento tiene, evidentemente, ciertas implicaciones —dijo Kollberg.

Reflexionaron sobre las posibles implicaciones.

Un poco más allá, en el mismo pasillo, Rönn se metió en el despacho de Gunvald Larsson y dijo:

—Oye, la noche pasada he estado pensando en algo.

—¿En qué?

—Hace unos veinte años estuve trabajando un par de meses en Skäne. En Lund. He olvidado por qué motivo. —Se detuvo, pensativo, y luego dijo con cierta gravedad—: Era horrible.

—¿Qué es lo que era horrible?

—Skäne.

—¡Ah, ya! ¿Y en eso has estado pensando?

—Sólo había cerdos y vacas, campos y estudiantes. Y calor. Creí morirme. Pero sucedió una cosa. Mientras estaba yo allí, hubo un incendio. Una fábrica ardió durante la noche. Luego se averiguó que la culpa había sido de un vigilante que por equivocación provocó el fuego. Él mismo dio la alarma, pero estaba tan aturdido que llamó al departamento de bomberos de Malmö. El era de allí, ¿comprendes? Así que mientras el fuego ardía en Lund, los bomberos fueron a Malmö, con todo el equipo de escaleras extensibles, bombas extintoras, redes de salvamento y todo lo demás.

—¿Estás insinuando que Zachrisson es tan estúpido que estando en la parte Sur llamó al departamento de Nacka?

—Algo parecido.

—Pues no lo hizo —replicó Gunvald Larsson—. He telefoneado a todos los distritos policíacos dentro del área de la ciudad. Ninguno de ellos recibió una llamada de alarma esa noche.

—Si yo estuviera en tu lugar, llamaría también a los centros de bomberos.

—Si tú estuvieras en mi lugar, estarías harto de fuegos a estas horas. Y además, siempre es más segura la información de la policía. Aunque sólo sea parcialmente segura, desde luego.

Rönn se dirigió hacia la puerta.

—¿Einar?

—¿Por qué hablaste de redes de salvamento? ¿En una fábrica incendiada de noche?

Rönn se quedó pensativo un momento.

—No lo sé —dijo por fin—. Quizá tengo un exceso de imaginación.

—¿Tú crees?

Gunvald Larsson se encogió de hombros y continuó hurgándose los dientes con el cortapapeles.

Sin embargo, la mañana siguiente empezó a llamar a todos los departamentos de bomberos de los alrededores de Estocolmo. La solución llegó inesperadamente rápida.

—De acuerdo, compadre —dijo un miembro en exceso campechano del equipo de bomberos de Solna-Sundbyberg—. Puedo comprobarlo.

Y diez segundos después:

—Sí, recibimos una falsa alarma para el treinta y siete de Ringvägen, en Sundbyberg, aquella noche. La recibimos a las veintitrés diez para ser más exactos. Un aviso telefónico. ¿Algo más?

—La policía no dijo nada de esto —alegó Gunvald Larsson—. La policía debía estar allí, ¿no es cierto?

—Un coche patrulla fue, desde luego. No podía ser de otro modo.

—¿La llamada les llegó a través de la Central de Alarma de Estocolmo, o directamente a ustedes?

—Directamente, creo. Pero no puedo asegurarlo. En el informe sólo consta: «Llamada de falsa alarma. Anónima. »

—¿Y qué hacen cuando reciben este tipo de llamadas?

—Acudimos al lugar, desde luego.

—Sí, ya lo supongo, pero, ¿informan de la llamada a alguien?

—Sí, a la bofia.

—¿A quién dice?

—A la bofia. También informamos a la Central de Alarma. Si es un incendio grande, visible, quiero decir, entonces llegan numerosas llamadas de todas partes. Se han llegado a recibir hasta veinticinco llamadas, mientras un centenar de personas más llaman al número de urgencias o utilizan las llamadas de alarma. Por eso avisamos cuando salimos. Si no lo hiciéramos, se armaría un jaleo de mil demonios entre unos y otros.

—Comprendo —dijo Gunvald Larsson fríamente—. ¿Sabe usted quién recibió la llamada?

—Sí, claro. Una jovencita llamada Mårtensson. Doris Mårtensson.

—¿Dónde puedo encontrarla?

—En ninguna parte, amigo. Se marchó de vacaciones ayer. A Grecia.

—¿A Grecia? —repitió Gunvald Larsson con profundo disgusto.

—Sí, ¿hay algo de malo en eso?

—Peor no puede ser.

—Vamos, hombre. No me esperaba yo que la bofia hiciera circular propaganda comunista. Yo estuve en la Acrópolis, o como se llame, el otoño último. Estaba muy bien. Un orden ejemplar, me pareció a mí entonces. Y la policía, ¡vaya estilo que tiene! Es mucho lo que vosotros podríais aprender de ellos, chicos.

—¡Cierre de una vez la bocaza, idiota! —replicó Gunvald Larsson colgando el aparato.

Quedaba un asunto importante que no había tenido tiempo de mencionar, pero se le había acabado la paciencia. Fue al despacho de Rönn y le dijo:

—¿Quieres hacerme un favor? Llamar al departamento de bomberos en Solna-Lundbyberg y preguntar cuándo regresa de sus vacaciones una tal Doris Mårtensson.

—Bueno, supongo que podré hacerlo. Pero, ¿qué te pasa ahora? Parece como si estuvieras a punto de sufrir un ataque.

Gunvald Larsson no contestó. Volvió a su oficina y marcó el número de la comisaría de Räsundavägen, en Solna. Ya que estaba metido en el asunto, valía más acabarlo cuanto antes.

—Ayer le llamé y le pregunté algo acerca de un asunto importante. Se trataba de saber si había recibido algún aviso de incendio alrededor de las once el diecisiete de marzo —dijo a modo de introducción.

—Sí, y yo fui quien recibió su llamada y le dije que no teníamos noticia de esa alarma —contestó el hombre de Solna.

—Sin embargo, ahora he sabido que hubo una falsa alarma esa noche, del treinta y siete de Ringvägen en Sundbyberg, para ser más preciso, y que la policía fue informada de la manera habitual; por tanto, un coche patrulla debió estar allí.

—Es curioso. No tenemos ningún informe sobre eso.

—Entonces, le ruego que lo verifique con los hombres que estuvieron de servicio en esa ocasión. Por cierto, ¿quiénes eran?

—¿Los que patrullaban? Creo que podré averiguarlo. Espere un momento.

Gunvald Larsson esperó impaciente, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

—Aquí está. Coche número ocho, Eriksson y Kvastmo, con un joven ayudante llamado Lindskog. Coche número tres, Kristiansson y Kvant...

—Es suficiente —le atajó Gunvald Larsson—. ¿Dónde están ahora esos dos estúpidos deficientes mentales?

—¿Kristiansson y Kvant? Están de servicio, patrullando.

—Entonces envíemelos aquí directamente, por lo que más quiera. ¡Inmediatamente!

—Pero...

—No hay peros que valgan. Quiero ver a esos dos imbéciles aquí, de pie como dos estatuas, en mi despacho de Kumgsholmsgatan, dentro de quince minutos.

Colgó el aparato en el preciso momento en que Rönn asomaba la cabeza por la puerta explicando:

—Doris Mårtensson regresará dentro de tres semanas. Empieza a trabajar de nuevo el día veintidós de abril. Y por cierto, el tipo que contestó al teléfono tiene un mal genio terrible; no puede decirse que pertenezca al club de tus admiradores.

—No, esa especie está disminuyendo cada vez más —asintió Gunvald Larsson.

—Sí, lo supongo —dijo amablemente Rönn.

Dieciséis minutos después, Kristiansson y Kvant estaban en la oficina de Gunvald Larsson. Los dos eran de Skäne, con ojos azules y anchos de espalda, y medían más de un metro ochenta. Los dos tenían experiencias penosas de encuentros anteriores con el caballero sentado detrás de la mesa. En el momento en que la mirada de Gunvald Larsson cayó sobre ellos, se quedaron tiesos como un par de estatuas de cemento que intentasen reproducir la imagen de dos policías, con sus chaquetas de piel, sus correajes y los botones relucientes. Iban equipados además con pistolas y porras. Un detalle curioso del grupo era el de que mientras Kristiansson llevaba la gorra sujeta rígidamente bajo el brazo izquierdo, Kvant la llevaba puesta.

—¡Dios mío! ¡Es él! —murmuró Kristiansson—. Ese miserable...

Kvant no dijo nada. En su expresión severa se leía claramente su intención de no dejarse intimidar.

—¡Ah! —dijo Gunvald Larsson—. Veo que ya estáis aquí, desgraciados cabezotas, pareja de incapaces.

—¿Qué es lo que quiere...? —empezó a decir Kvant, pero cuando el hombre sentado detrás de la mesa se puso en pie, guardó silencio.

—Se trata de un pequeño detalle técnico —explicó Gunvald Larsson, en tono amistoso—. A las once y diez minutos de la noche del siete de marzo se os llamó al número treinta y siete de Ringvägen, en Sundbyberg, para verificar una alarma de fuego. ¿Lo recordáis?

—No —contestó Kvant descaradamente—. No lo recuerdo.

—¡No se os ocurra mentirme! —rugió Gunvald Larsson—. ¿Estuvisteis en ese lugar o no? ¡Contestadme!

—Sí, quizás —dijo Kristiansson—, Estuvimos... quiero decir, creo que lo recuerdo. Pero...

—¿Pero qué?

—No digas nada más, Kalle, te estás metiendo en un lío —advirtió Kvant, y añadió en voz alta—: Yo no lo recuerdo.

—Si alguno de vosotros vuelve a soltarme otra mentira —dijo Gunvald Larsson, elevando el tono de su voz—, yo mismo os mandaré de un puntapié a la oficina de objetos perdidos de Skanör-Falsterbo, o a cualquier otro sitio de donde hayáis salido. Podéis mentir en un tribunal o donde queráis, ¡pero aquí no! ¡ Y quítate la gorra, maldita sea!

Kvant se quitó la gorra, se la metió debajo del brazo izquierdo, lanzó una mirada a Kristiansson y dijo confuso:

—Fue culpa tuya, Kalle. Si no hubiera sido por tu maldita pereza...

—Pero fuiste tú quien no quisiste que fuéramos allí —replicó Kristiansson—. Dijiste que la radio no funcionaba bien y que no habíamos oído nada. Querías volver y marcar la hora.

—Eso es otra cuestión —dijo Kvant encogiéndose de hombros—. Nadie puede evitar que se estropee la radio. Eso es algo que está fuera de las atribuciones de un policía, normalmente.

Gunvald Larsson volvió a sentarse.

—Hablad de una vez —ordenó lacónicamente—. Rápido y sin rodeos.

—Yo conducía —dijo Kristiansson—. Recibimos un mensaje por radio...

—Muy confuso —terció Kvant.

Gunvald Larsson le lanzó una mirada fulminante y dijo:

—No quiero prosa informativa, gracias. Y una mentira no deja de serlo repitiéndola a medias.

—Bueno —continuó Kristiansson, nervioso—, fuimos hasta la dirección que nos dieron, el treinta y siete de Ringvägen en Sundbyberg; allí había ya un coche de bomberos, pero no vimos ningún incendio, así que no ocurrió nada.

—¡Por los clavos de Cristo! Salvo una falsa alarma de la que no informasteis a nadie. Por pura estupidez y pereza. ¿No es así?

—Sí —murmuró Kristiansson.

—Estábamos exhaustos —dijo Kvant con un vislumbre de esperanza.

—¿Por qué?

—Tuvimos un día de trabajo pesado y agotador.

—¡Por todos los santos! —exclamó Gunvald Larsson—. ¿Cuántas detenciones hicisteis durante vuestra patrulla?

—Ninguna —respondió Kristiansson.

«Quizá no tan brillante, pero sincero», pensó Gunvald Larsson.

—Hacía un tiempo asqueroso —añadió Kvant—. Apenas se veía nada.

—Estábamos a punto de acabar nuestro servicio —dijo Kristiansson con voz suplicante—. Nuestra ronda había terminado.

—Siv estaba enferma —alegó Kvant—. Mi mujer —añadió a modo de información.

Other books

War Damage by Elizabeth Wilson
The Loney by Andrew Michael Hurley
InterstellarNet: Origins by Edward M. Lerner
Hurt Me So Good by Joely Sue Burkhart
I'd Rather Not Be Dead by Andrea Brokaw
Noah by Justine Elvira
Flying On Instinct by L. D. Cross
Brothers and Sisters by Wood, Charlotte