Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
—¿Cuándo la encontraste?
—El martes pasado. Tuve tiempo para hablar con ella largo y tendido. Me voy a Kastrup ahora y cogeré un vuelo de puente aéreo. Tomaré el primer avión para Arlanda.
—Bien —dijo Martin Beck colgando el auricular.
Se acarició la barbilla, pensativo. Månsson le había parecido curiosamente seguro y además se había ofrecido voluntariamente para ir a Estocolmo. Sin duda debía haber encontrado algo.
Månsson llegó a la comisaría de Kungsholmsgatan poco antes de la una, tostado por el sol, tranquilo, satisfecho y vestido con pantalones caqui, una camisa a cuadros por encima de ellos, y sandalias.
No iba acompañado de una mujer, pero traía una grabadora que colocó sobre la mesa. Luego miró a su alrededor y exclamó:
—¡Cuánta gente! Hola, buenas tardes.
A partir de su llamada desde Arlanda, media hora antes, se había reunido una serie de ilustres policías. Hammar y Melander, Gunvald Larsson y Rönn, sin contar con la ayuda de la gente de Västerberga, como Martin Beck, Kollberg y Skacke.
—¿Van ustedes a aplaudir también?
Martin Beck estaba sufriendo horriblemente con este encuentro. Se preguntaba, asombrado, cómo demonios Månsson, un hombre dos o más años mayor que él, podía estar tan en forma y satisfecho.
Månsson puso la mano sobre la grabadora y dijo:
—Las cosas son así. La mujer se llama Nadjda Eriksson. Tiene treinta y siete años y es escultora. Nació y se educó en Arlöv, pero vivió en Dinamarca más de diez años. Arlöv es un lugar en las afueras de Malmö. Ahora vamos a oír lo que ella dice.
Puso en marcha el aparato y le pareció extraño oír su propia voz.
«Conversación con Anna Desirée Eriksson, nacida el seis de mayo de mil novecientos treinta y uno, en Malmö. Escultora. Soltera. Conocida como Nadja.»
Martin Beck aguzó el oído. Estaba seguro de que Rönn se había reído intencionadamente, pero, ¿no se había oído también en la cinta la risa de Månsson? Pero éste seguía hablando en la cassette:
»—¿Vamos a resumir todo lo relativo a Bertil Olofsson?
»—Sí, claro. Espere un momento, sin embargo.
La mujer hablaba con acento de Skäne, pero no nasal. Tenía una voz profunda, clara y resonante. Se oyó un susurro en la cinta. Luego, Nadja Eriksson dijo:
»—Pues bien; conocí a Olofsson hace casi dos años. La primera vez que le vi fue en septiembre de mil novecientos sesenta y seis, y la última a principios de febrero de este año. Solía venir con regularidad, casi siempre a primeros de cada mes y se quedaba uno o dos días. Nunca más de tres. Llegaba alrededor del cinco y se iba el siete o el ocho. Cuando estaba aquí, en Copenhague, vivía conmigo; nunca se quedaba en otro sitio, por lo menos que yo sepa.
»—¿Y por qué iba con tanta regularidad?
»—Tenía que sujetarse a un horario determinado. Solía llegar del extranjero, casi siempre pasando por Malmö. Algunas veces venía en avión, otras en alguno de los transbordadores del continente. Entonces se quedaba un par de días. Venía para encontrarse con alguien... tenía que cumplir ciertos requisitos una vez al mes.
»—¿En realidad, qué hacía Olofsson?
»—El se llamaba a sí mismo un hombre de negocios. Y lo era en cierto modo. También los ladrones son hombres de negocios, ¿no es cierto? Durante los seis primeros meses, cuando le conocí, no dijo nada acerca de lo que hacía o de dónde venía. Pero luego empezó a hablar. Parecía que no podía contenerse. Era de esas personas que no logran tener la boca cerrada. Fanfarroneaba. Yo no soy una persona curiosa, y creo que fue precisamente porque nunca le pregunté nada por lo que sintió la necesidad de expansionarse. Por fin, como yo no le decía nada, tuvo que estallar. Tengo que explicar todo lo relativo a... Dios, qué calor...
Månsson se puso el palillo sobre la lengua, se rascó sin vergüenza alguna las ingles y dijo:
—Aquí hay una interrupción. Un fallo técnico.
Después de treinta segundos de completo silencio, la voz de la mujer volvió a oírse:
»—Sí, Bertil Olofsson era un pobre diablo. Tenía la astucia de un aldeano, pero en términos generales era estúpido y fanfarrón. Me dio la impresión de un hombre que no sabía encajar el éxito. Era de esa clase de personas... el éxito más insignificante se le subía a la cabeza. Por ejemplo, cuando ganaba algún dinero o descubría alguna cosa que suponía que nadie sabía. Siempre tenía grandes proyectos y charlaba continuamente sobre el gran acontecimiento que estaba a punto de ocurrir. Cosas así. Además, sobreestimaba su inteligencia y carecía de la más elemental modestia. Cuando se percató de que yo había adivinado más o menos lo que hacía y la clase de hombre de negocios que era en realidad, empezó a representar el papel de un auténtico gángster, y a hablar de millones de coronas, de asesinatos con cadenas de bicicletas y todo ese tipo de cosas. De hecho, no lograba todos esos éxitos que se atribuía.
»—Si intentásemos concretar lo que hizo, y suponemos que...
Månsson dejó las palabras en el aire y pocos segundos después ella replicó:
»—Creo que sé exactamente lo que se traía entre manos. El y otros dos hombres se dedicaban a adquirir los coches robados en Estocolmo. Algunos los robaban ellos mismos y el resto lo compraban a los ladrones por una suma insignificante. Luego arreglaban los coches de manera que nadie pudiera reconocerlos y los llevaban al continente, la mayoría a Polonia, según parece. La persona que recibía los coches no les pagaba con dinero, sino con alguna otra cosa. Casi siempre con joyas o piedras sueltas, diamantes o algo parecido. Lo sé porque Bertil incluso me dio uno el otoño pasado, cuando creía que se iba a convertir en millonario y solía alardear más que de costumbre. Pero este negocio no lo dirigían ellos. Eran tan sólo unos agentes intermediarios. La rama de Estocolmo de la empresa, solía decir él. Por eso tenía que venir aquí, a Copenhague, una vez al mes. Tenía que entregar las ganancias obtenidas con los coches robados, a alguien que les daba dinero a cambio. El tipo que venía con el dinero también era un enviado. Venía de París o Madrid, o de algún sitio así. Sé poco de ese lado del asunto, porque nunca conocí a ese hombre. Incluso Olofsson era prudente en este punto. Nunca me permitió ver a ese individuo ni le dijo a nadie dónde vivía. Era terriblemente astuto en cuanto a esto y me mantenía completamente al margen. Creo que para él era una especie de escapatoria. Se había buscado un sitio donde esconderse, que nadie conocía excepto él. Yo nunca presenté a nadie a Bertil, y nunca dejé entrar a nadie en casa mientras él estaba. Quiero decir en Copenhague, en mi apartamento. Nadie, ni siquiera a la po...
La voz se cortó.
—Esta cinta es un poco sorprendente —comentó Månsson impasible—. La tomé prestada de los daneses.
Cuando volvió a oírse la voz de la mujer, había cambiado de tono pero no era fácil definir de qué modo.
»—¿Dónde estábamos? Sí, ni siquiera la policía hubiera podido encontrarme si Bertil no me hubiera llevado a Malmö algunas veces. Tenía que ir allí para verse con su socio, como él le llamaba, algún desgraciado llamado Girre o algo parecido. Malm era su nombre, creo. El también conducía los coches hasta Estocolmo o Ystad o Trelleborg, y luego hasta la frontera. Entre horas trabajaba en un garaje; repintaba los coches y les ponía matrículas falsas. Así que fui a Malmö cuatro o cinco veces, sobre todo porque estaba intrigada. Pero nunca conseguí nada. Ellos se sentaban en algún bar, bebían y fanfarroneaban, jugaban al whist con algunos de los supuestos compañeros de trabajo, y yo me quedaba sentada en un rincón bostezando. Bertil iba allí, por lo que pude saber, porque Malm estaba arruinado y necesitaba dinero para regresar a Estocolmo. Y porque era lo bastante estúpido para llevarme con él y poder presumir delante de sus amigos. Si cree que...
Otra interrupción. Månsson bostezó y cambió de palillo.
»—Para demostrar que tenía un ligue, ¡Dios mío! Porque Bertil no era la clase de hombre... que necesita chicas. Como mujeres, quiero decir. El único de los tres de la llamada rama de Estocolmo que las necesitaba era Malm. Al tercer hombre no llegué a verlo nunca. Se llamaba Sigge. Era el encargado de falsificar los papeles, me parece.
«Sigge. Ernst Sigund Karlsson», pensó Martin Beck.
Una corta pausa, esta vez no debida a defectos mecánicos. Parecía que la mujer estaba reflexionando y tampoco se oyó decir nada a Månsson, en la cinta ni en persona.
»—Lo que voy a decirle ahora es lo que yo pensé por mi cuenta. Pero estoy segura de que es cierto. Bertil no podía callarse y era imposible no comprender a lo que él y Malm se referían cuando hablaban juntos. Bueno, a partir de cierto momento del verano pasado, Olofsson empezó a mostrarse cada vez más presuntuoso; hablaba con frecuencia del llamado "jefe" y decía que obtenía grandes ganancias. Cada vez que venía de verle volvía a insistir en lo mismo. Decía que la rama de Estocolmo, y sobre todo él, hacían todo el trabajo y corrían todos los riesgos mientras el "jefe" se quedaba con todas las ganancias. Pero ni él mismo conocía el paradero de este "jefe" del que tanto hablaba. Decía que si él y sus dos compañeros se encargasen personalmente del negocio y tomaran por su cuenta los asuntos de la parte de Estocolmo, podrían ganar mucho dinero. Creo que últimamente esta idea se le subió a la cabeza. Y en diciembre hizo algo increíblemente estúpido...
—¿Qué? —preguntó Gunvald Larsson de modo imprevisto, como un niño de siete años en una sesión infantil de cine.
»—...Por lo que pude adivinar, siguió al individuo que le traía el dinero. Adónde, no lo sé; a París, quizás, o a Roma. Creo que había descubierto adónde volaba el tipo del dinero y Bertil le esperó después de uno de sus encuentros y le siguió para averiguar adónde iba. Cuando regresó el día cinco de enero de este año, por el motivo que fuese, estuvo especialmente grosero; dijo que había investigado la situación del negocio y que tenía que ir a Francia; sí, dijo Francia en efecto, esta vez. Pero quizá mentía. Cuando quería, sabía hacerlo. Bien, sea como fuera, tenía que ir al continente y descubrir exactamente cómo iban las cosas, dijo. Sostenía además que él, Malm y el tercer hombre estaban ahora en situación de exigir unas condiciones y esperaba conseguir, por lo menos, triplicar sus ingresos muy pronto. Creo que en efecto hizo ese viaje, porque en su siguiente visita aquí estaba tembloroso y muy inquieto. Dijo que el gran jefe había accedido a enviar a un mediador para negociar con él. Cuando hablaba de esto, lo hacía siempre en los mismos términos, como si se tratase realmente de un asunto de negocios normal. Cosa curiosa, también lo hacía conmigo, aunque sabía que yo estaba al corriente de todo. El seis de febrero vino aquí. Salió por lo menos diez veces aquel día, para cerciorarse de si el enviado con el que tenía que negociar había llegado. Yo no tengo teléfono, ¿comprende? Me dio a entender que se trataba de una reunión decisiva y que también Malm estaba esperando noticias en Malmö. El día siguiente, miércoles siete, salió por tercera vez y ya no volvió más. Punto. Eso es todo.
»—Hum. Quizá deberíamos hablar también de su relación con él —dijo Månsson.
La mujer contestó sin sombra de vacilación.
»—Sí. Habíamos llegado a un acuerdo. Yo tomo drogas, fumo hachís algunas veces, y consumo regularmente anfetaminas españolas cuando trabajo,
Simpatina
y
Centramina
. Las dos son excelentes y completamente inofensivas. Actualmente, a causa de ese maldito frenesí por las drogas esas tabletas son difíciles de encontrar y el precio ha subido cinco o diez veces más. Sencillamente, no me puedo permitir ese gasto. Cuando, por pura casualidad, encontré a Bertil Olofsson en Nyhavn, le pregunté si tenía tabletas para vender, como suelo preguntar a casi todo el mundo que conozco. Resultó que él tenía acceso a lo que yo quería, y yo tenía en cambio algo que él necesitaba, un lugar donde poder quedarse dos noches al mes y que nadie conociese. Al principio dudé, porque él no era lo que se dice muy atractivo. Pero luego resultó que las chicas le importaban un pepino, y eso acabó de arreglar el asunto. Hicimos un convenio. Cada mes, se quedaba una noche o más en mi apartamento. Y cada vez que venía me traía provisiones para un mes. Luego desapareció y desde entonces no he vuelto a tomar tabletas. Son demasiado caras para comprarlas de estraperlo, como le dije, y el resultado es que mi trabajo es cada vez más lento y peor. Desde ese punto de vista, fue una lástima que le mataran.
Månsson alargó la mano y cerró el magnetófono.
—Bueno —dijo—. Eso es todo.
—¿Qué demonios era todo ese cuento? —comentó Kollberg—. Parecía más bien una comedia de la radio.
—Un interrogatorio extraordinariamente hábil —aprobó Hammar—. ¿Cómo consiguió hacerla hablar con tanta facilidad?
—Oh, no tuve ninguna dificultad —dijo Månsson modestamente.
—Por favor, ¿puedo hacer una pregunta? —intervino Melander señalando la grabadora con la boquilla de su pipa—. ¿Por qué esa mujer no acudió a la policía por propia iniciativa?
—Verá, no tiene sus papeles del todo en regla —contestó Månsson—. Nada serio. Los daneses no se preocupan demasiado por estas cosas. Y por otra parte, a ella no le importaba nada Olofsson.
—Un interrogatorio brillante —dijo Hammar.
—Esto, en realidad, es sólo un resumen —explicó Månsson.
—Oiga, ¿se puede confiar en esa señora? —preguntó Gunvald Larsson.
—Absolutamente —contestó Månsson—. Y lo que es más importante... —Se calló y esperó hasta que los demás se callaron también—. Lo que es más importante es que ahora tenemos la prueba de que Olofsson salió de su domicilio provisional... en Copenhague, a las tres, el miércoles día siete de febrero. Fue a encontrarse con alguien y este «alguien», probablemente con la excusa de reunirse con Malm, lo mató, lo metió en un coche viejo y lo arrojó al puerto.
—Sí —dijo Martin Beck—. Esto conduce automáticamente a la pregunta de cómo llegó Olofsson a Industrihammen.
—Exacto. Ahora sabemos que el Prefect no estaba en uso, y que no había servido en muchos años. Sabemos también que varias personas lo vieron aparcado por allí durante más de un día, pero como siempre hay coches abandonados en aquel sitio, nadie volvió a pensar en él. El embalaje estaba ya a punto.
—¿Quién lo organizó todo?
—Creo que ya tenemos una idea aproximada de quién lo preparó —dijo Månsson—. La identidad de la persona concreta que dejó el coche allí es más difícil de saber. Pudo ser, simplemente, Malm. Estaba en ese momento en Malmö y fácilmente se podía comunicar con él por teléfono.