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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (26 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—Llame a Malmö y pregunte cómo van las cosas.

Beck sintió haber hecho la pregunta en el momento en que oyó la voz de Månsson y recordó de pronto las innumerables veces, durante varios años, cuando era él quien había recibido la misma pregunta idiota, hecha por quienes ocupaban cargos superiores. De la prensa. De su mujer. De colegas tontos. De conocidos curiosos. «¿Cómo van las cosas?»

Sin embargo, carraspeó y dijo:

—¡Hola! ¿Cómo van las cosas?

—Bien —contestó Månsson—. Cuando tenga algo que decirte te avisaré.

Lo que era, naturalmente, la contestación que se merecía.

—Pregúntale si hay alguna novedad en el asunto, en términos generales.

—¿Hay alguna novedad, en términos generales?

—¿Sobre Olofsson?

—Sí.

—¿Quién está murmurando ahí detrás?

—Hammar.

—Ah, ya —dijo Månsson—. ¿De modo que eso es lo que pasa?

—Pregúntale si ha tenido en cuenta el aspecto internacional —dijo Hammar.

—¿Has tenido en cuenta el aspecto internacional? —repitió Martin Beck.

—Sí —dijo Månsson—. Lo he tenido en cuenta.

Hubo un momento de silencio. Martin Beck tosió, embarazado. Hammar salió del despacho dando un portazo.

—Sí. Escucha, no quiero...

—Ya, ya —dijo Månsson—. Estoy acostumbrado a ese tipo de historias. En cuanto a Olofsson...

—¿Sí?

—Es evidente que no era muy conocido por aquí. Pero tengo un par de pistas. Gente que al menos saben quién era. No puede decirse que fuera muy popular. Dicen que era un charlatán y algunas cosas más. Creen que era...

—¿Sí?

Månsson calló de nuevo.

—¿Sí?

—El habitual maldito insolente de Estocolmo —soltó Månsson enfáticamente, en un tono de voz que daba a entender que también él estaba bastante de acuerdo con la expresión.

—¿Sabían en lo que andaba metido?

—Sí y no. Mira, entre todos mis contactos, sólo he encontrado a dos personas que admitan conocerle por su nombre y que afirmen haber estado con él alguna vez. El solía aparecer por aquí de vez en cuando y ellos le veían sólo esporádicamente. Tienen la impresión de que acostumbraba a venir desde Estocolmo cuando venía aquí. Conducía un coche nuevo y fanfarroneaba mucho, pero no parecía tener tanto dinero como aparentaba. Casi nunca se quedaba en Malmö más de un día o dos, pero alguna vez estaba aquí varios días seguidos. Ninguno de estos individuos parece haberle visto la última vez. De todos modos, uno de ellos estaba en la cárcel el invierno pasado y no salió hasta la primavera.

Silencio. Martin Beck no dijo nada. Al cabo de un rato, Månsson empezó a hablar de nuevo:

—Bueno, todo esto no está todavía completamente claro, de modo que no sé si vale la pena decirte lo poco que sé. He conseguido algunas informaciones, pero no acaban de encajar del todo. Algunas de ellas las he obtenido a través de esos dos contactos, y en parte las he descubierto yo mismo.

—Sí, ya comprendo —dijo Martin Beck.

—Olofsson iba a menudo a Polonia —continuó Månsson—. Eso está claro. El traje que llevaba puesto cuando le encontramos procedía de allí.

—¿Lo que significa que probablemente vendía los coches allí?

—Sí. Es posible —dijo Månsson—. Pero la cuestión es saber si esto nos sirve de mucho. Más importante es...

Se detuvo.

—¿Qué?

—Que Malm y Olofsson se encontraron aquí en diferentes ocasiones; parece un hecho cierto también. En todo caso, les vieron juntos aquí.

—¿Sí?

—Sí, pero no este año. Malm era más conocido que Olofsson. Y la gente le apreciaba más. Mis dos informadores los encontraron juntos por lo menos una o dos veces, y tuvieron la impresión de que trabajaban juntos... Bueno, no era eso lo que quería decir. Lo que me parece más importante, quiero decir.

—¿Y eso no lo es?

—Hay mucho que está todavía oscuro —dijo Månsson vacilando—. Por ejemplo, Olofsson debió de haber vivido en algún sitio mientras estaba aquí. O bien alquilaba una habitación o vivía con alguien. Pero no he podido descubrir dónde o con quién.

—Claro, no debe ser fácil.

—Bueno, espero que lo averiguaré a su tiempo. Lo que sí sé es por dónde andaba Malm cuando estaba aquí. Solía vivir en fon- duchas de mala muerte en la parte oeste. Alrededor de Västergatan y Mäster Johansgatan, ya sabes.

Martin Beck no conocía demasiado bien Malmö y estos nombres no le decían nada.

—Bien —dijo, a falta de algo mejor que decir.

—Oh, eso fue fácil —prosiguió Månsson—. No creo que sea importante. Lo otro, en cambio...

Martin Beck empezaba a sentirse ligeramente irritado.

—¿A qué otra cosa te refieres?

—Bueno, al lugar donde vivía Olofsson.

—Quizás estaba sólo unas horas de vez en cuando, de paso, o para encontrarse con Malm.

—Mira —dijo Månsson—, yo no lo creo. Tenía una guarida en algún sitio. Pero, ¿dónde?

—¿Cómo diablos voy a saberlo? Y por cierto, ¿cómo lo sabes tú?

—Tenía una amiga aquí —dijo Månsson.

—¿Cómo? ¿Una chica?

—Sí, eso es. Le vieron con ella varias veces, en ocasiones muy diferentes. La primera vez, hace por lo menos dieciocho meses, y la última, que yo sepa, poco antes de Navidad.

—Tenemos que encontrarla.

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo ahora —aseguró Månsson—. Sé algo de ella, qué aspecto tiene y cosas por el estilo, pero no sé su nombre ni dónde vive. —Se calló durante un momento. Luego dijo—: Es extraño.

—¿Qué es lo extraño?

—Que no puedo encontrarla. Si está en la ciudad, tendría que poder dar con ella.

—Se me ocurren muchas explicaciones— dijo Martin Beck—. Quizá no sea de Malmö. Puede ser una chica de Estocolmo, por ejemplo. Y posiblemente, ni siquiera es sueca.

—No —aseguró Månsson—. Creo que es de aquí. Bueno, veremos. Ya la encontraré.

—¿Tú crees?

—Sí, estoy seguro. Pero quizá tarde algún tiempo. Por cierto, me voy de vacaciones en junio.

—Ah, ya —dijo Martin Beck.

—Sí. Pero después seguiré buscándola, claro está —concluyó Månsson tranquilamente—. Cuando la encuentre, te informaré. Eso es todo por ahora.

—Adiós —dijo Martin Beck.

Se quedó sentado con el teléfono en la mano bastante rato, aunque el otro había colgado ya. Suspiró y se sonó la nariz.

Evidentemente, Månsson era persona a la que era preferible dejarle resolver las cosas a su manera.

26

El sábado, primero de junio, Månsson se fue a Rumania en avión con su mujer. Había planeado sus tres semanas de vacaciones cuidadosamente y no regresó hasta después de la fecha prevista, a mediados de verano, un lunes, día veinticuatro, para ser más exactos.

Debió llevarse consigo todos sus conocimientos del caso del hombre ahogado, junto con sus pensamientos y posibles teorías sobre la vida de Olofsson y sus deplorables actividades, porque en general no se oyó apenas nada de Malmö, y literalmente nada de interés llegó a oídos de Martin Beck.

Månsson no era en absoluto la única persona que estaba de vacaciones en junio. A pesar de las diversas y constantes insinuaciones sobre el deber de la policía de no tomarse vacaciones hasta pasadas las elecciones, el cuerpo policíaco había disminuido considerablemente, o por lo menos sus dirigentes habían desaparecido con una asombrosa rapidez. Las elecciones generales tenían que celebrarse en septiembre, por lo que julio y agosto iban a ser probablemente meses difíciles, y la mayoría de los policías intentaron transformar sus teóricas vacaciones reglamentarias en unas auténticas. Melander se retiró a su casa de campo en Varmdö, y Gunvald Larsson y Rönn desaparecieron discretamente en Arjeplog, donde pudieron gozar del sol de medianoche y pasar las espléndidas noches de verano pescando.

Hablaron principalmente de truchas asalmonadas y de las diferentes clases de moscas y de anzuelos. De vez en cuando, el rostro de Rönn se ensombrecía y no contestaba cuando le hablaban. En estas ocasiones pensaba en el coche de bomberos desaparecido, pero nunca hablaba de ello.

Hammar sólo pensaba en su próximo retiro y deseaba que nada importante se interfiriese durante el tiempo que le quedaba.

Martin Beck meditaba sobre su estado de indiferencia, que le llevaba incluso a no importarle el tener o no vacaciones. En Västerberga se llenaba el día con ocupaciones rutinarias y dedicaba el tiempo libre a pensar en cómo arreglárselas para no verse obligado a celebrar la fiesta de San Juan con su mujer y su cuñado.

Kollberg era inspector jefe y le habían trasladado a la Sección de Homicidios de Estocolmo, y se sentía a disgusto en ambas situaciones. Odiaba la oficina de Kungsholmsgatan, parecida a un horno, y sudaba, juraba y añoraba en los momentos libres estar en casa con su mujer, que era lo único que le gustaba en realidad.

Melander se dedicaba a cortar leña y a pensar cariñosamente en su poco atractiva mujer, mientras ella, desnuda sobre una manta detrás de la casa, tomaba el sol.

En Euphoria, junto al mar Negro, Månsson contemplaba aburrido el horizonte de un color gris paloma de la avenida Potemkin, y se preguntaba cómo en un país donde la temperatura era de 40 grados a la sombra y en el que no existía el zumo de uva se había conseguido establecer el socialismo y llevar a término su plan quinquenal en tres años.

Casi tres mil kilómetros más al norte, Gunvald Larsson se calzaba las botas y se ponía su chaqueta de sport, mientras miraba despectivamente el horrible jersey de Rönn, de lana, tejido a máquina y de color rojo, azul y verde con dibujos de alces en la parte delantera.

Rönn permanecía impasible; en aquel momento estaba pensando en el coche de bomberos.

Benny Skacke, sentado en su despacho, revisaba un informe que acababa de redactar. Se preguntaba cuánto tardaría en llegar a ser jefe de policía y dónde estaría cuando llegase a serlo.

Todos estaban pensando en sus cosas.

Nadie pensaba en Malmö en Olofsson, ni en la niña de catorce años que se había abrasado viva en el ático de la casa de Sköldgatan. Al menos, eso parecía.

En esta víspera de San Juan, viernes, veintitrés de junio, Martin Beck tomó una decisión que le hizo sentirse realmente culpable por primera vez, desde la época en que a sus quince años había falsificado la firma de su madre en una nota de excusa por enfermedad para la escuela; se trataba de escaparse para ir a contemplar el buque particular de guerra de Hitler que en aquellos días visitaba Estocolmo.

Lo de Martin Beck era algo insignificante y a la mayoría de la gente le hubiera parecido completamente natural. En realidad, no podía considerarse como un delito, ya que decir una mentira, si no se ha colocado antes la mano sobre la Biblia y no se ha jurado decir la verdad, no lo es.

Simplemente, le había dicho a su mujer que no podía ir con ella y con su hijo Rolf porque le habían encargado un trabajo que le obligaba a estar de servicio durante los días de fiesta.

Era una mentira directa, que él había dicho en voz alta y clara mirando a su mujer directamente a los ojos. Durante uno de los días más largos y hermosos del año y bajo el sol de verano. Y además, la mentira era el resultado de una conspiración y de un plan, por lo que había otra persona implicada en el asunto, que había prometido no decir nada si surgían preguntas inoportunas.

Esta persona era el inspector jefe en funciones.

Su nombre era Sten Lennart Kollberg, y su función como investigador era demasiado evidente para que pudiera considerarse dudosa.

El fondo del asunto podía dividirse en dos partes: en primer lugar, la profunda repugnancia de Martin Beck ante la perspectiva de dos o, en el peor de los casos, tres días odiosos, en compañía de su mujer y de su cuñado, aficionado a la bebida, días que se hacían aún más intolerables porque su hija Ingrid estaba en Leningrado siguiendo un curso de idiomas y no estaría por tanto cerca para aliviar su malhumor. En segundo lugar, Kollberg podía disponer libremente de la casa de verano de sus suegros en Sörenland y ya había trasladado allí cantidades considerables de alimento y de bebidas.

Pero, a pesar de tener buenas o, en todo caso, suficientes razones para justificar su conducta, Martin Beck se tomó muy en serio su mentira. Se dio cuenta de que no solía comportarse mal y como consecuencia esta situación le resultaba especialmente extraña. Años después, sabría también que en este momento estaba implícito el origen de un cambio tardío en su vida entera. Esto no tenía nada que ver con el hecho de ser policía, ya que no existen indicios de que los policías en general mientan menos que el resto de los mortales, ni de que los policías suecos lo hagan con menor frecuencia que los de otros países. Datos comprobados, en efecto, apuntan a que lo cierto es precisamente lo contrario.

Para Martin Beck se trataba de una cuestión de ética personal; había adoptado una actitud y trataba de justificarla ante sí mismo y como consecuencia había alterado ciertos valores personales, fundamentales. Si esto iba a significar una ganancia o una pérdida en el balance de su vida privada, sólo el futuro podría decirlo.

En todo caso, por primera vez durante largos años disfrutó de un fin de semana agradable y casi exento de problemas. La única cosa que le preocupaba era su mentira, pero sin demasiada dificultad dejaba que de momento se esfumase en lo íntimo de su conciencia.

Kollberg era un magnífico organizador y conspirador, y su compañía resultó una elección muy afortunada. La palabra policía se mencionaba muy raramente y el trabajo habitual, el detestable y ensombrecedor servicio desapareció casi por completo de la escena.

Ocurrió sólo en cierta ocasión, mientras Martin Beck estaba sentado sobre la hierba en un suave y lento atardecer, en compañía de Åsa Torell, de Kollberg y de algunas personas más, contemplando la vara de mayo que habían plantado y alrededor de la cual habían bailado. En aquel momento estaban ya bastante fatigados y llenos de picaduras de mosquitos, y Martin Beck dejaba vagar sus pensamientos.

—¿Creéis que llegaremos a descubrir algún día quién era realmente el individuo de Sundbyberg? —dijo.

Y Kollberg, muy contundente, contestó:

—No.

Y Åsa Torell:

—¿A qué individuo de Sundbyberg os referís?

Era una mujer joven, vivaz, con aptitudes diversas y con un espíritu especialmente inquisitivo.

Y Kollberg dijo de pronto:

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