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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (11 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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Martin Beck se sonó ruidosamente.

—Todo encaja —dijo Kollberg en tono definitivo—. Y no me vengas diciendo que encaja demasiado bien. O que tu famosa intuición... —Se calló y miró a Martin Beck con aire a la vez inquisitivo y crítico—. Demonios, pareces deprimido por algo diría yo.

Martin Beck se encogió de hombros y Kollberg asintió como dándose la razón.

Se conocían muy bien hacía ya mucho tiempo, y Kollberg sabía exactamente por qué Martin Beck estaba deprimido. Pero éste era un tema que no quería sacar a relucir sin que se lo pidieran, así que dijo en tono ligero:

—Al diablo con ese incendio. Yo ya lo he olvidado. ¿Qué te parece si te vienes conmigo esta noche? Gun tiene que ir a una de sus clases y nosotros podríamos beber algo juntos y jugar una partida de ajedrez.

—Sí, ¿por qué no? —dijo Martin Beck.

De este modo, al menos podría demorar el regreso a su casa durante algunas horas.

11

Gunvald Larsson fue dado de alta, en efecto, después de la visita del doctor la mañana del quince de marzo. El médico le dijo que no se apresurase y que no empezase a trabajar antes de diez días, hasta el lunes veinticinco de marzo.

Media hora después, salió del hospital al viento frío, y frente a la entrada principal del Hospital del Sur hizo señas a un taxi y se dirigió directamente a la comisaría de Kungsholmen. No trató de ver a ninguno de sus colegas y se encaminó sin perder tiempo a su despacho sin que nadie le viera, excepto el policía que estaba de guardia en el vestíbulo. Una vez allí, se encerró e hizo una serie de llamadas telefónicas, de las cuales al menos una le hubiera valido una severa reprimenda si alguno de sus superiores le hubiera oído.

Mientras telefoneaba, anotó una serie de datos en una hoja de papel y gradualmente esas notas se convirtieron en una lista de varias personas.

De todos los policías que de una u otra manera habían intervenido en el caso del incendio de Sköldgatan, Gunvald Larsson era el único que procedía de un medio social acomodado. Su padre había sido considerado un hombre rico, aun cuando sus bienes hubiesen quedado muy mermados por los impuestos fiscales. El había vivido en un barrio elegante de Estocolmo, en el distrito de Ostermalm, y había ido a los mejores colegios, pero muy pronto se convirtió en la oveja negra de la familia. Sus ideas no concordaban con las de sus familiares, lo que creaba una situación incómoda, y además él tenía la costumbre de manifestarlas tanto en momentos oportunos como en los más inoportunos. Por último, su padre no vio otra salida que permitirle seguir la carrera de oficial de la Armada.

A Gunvald Larsson no le gustó la Armada y fue trasladado a la marina mercante. Allí se dio cuenta muy pronto de que lo que había aprendido en la escuela naval, y a bordo de dragaminas y barcos de guerra antediluvianos, no le servía de mucho.

Todos sus hermanos y hermanas habían seguido su propio camino a su debido tiempo y todos estaban bien situados cuando sus padres murieron. Él apenas tenía relación con ellos, hasta el punto de que podía decirse que había olvidado su existencia.

Como no tenía intención de seguir el resto de su vida como marino, tuvo que buscarse otra profesión, con preferencia una que no fuese demasiado sedentaria y en la que su formación poco usual pudiera, en alguna medida, serle útil. Así que se hizo policía, con la consiguiente sorpresa y horror de sus parientes de Lindigö y Upper Ostermalm.

Las opiniones sobre sus cualidades de policía estaban muy divididas y, por añadidura, no gozaba de muchas simpatías.

Hacía las cosas a su manera y sus métodos eran habitualmente poco ortodoxos, para decirlo de la manera más suave.

Como lo era la lista que tenía ahora ante él sobre la mesa.

Göran Malm, 42, ladrón, muerto (¿suicidio?) 

Kenneth Roth, 27, ladrón, muerto, enterrado. 

Kristina Modig, 14, joven prostituta, muerta, enterrada. 

Madeleine Olsen, 24, prostituta pelirroja, muerta. 

Kenr Modig, 5, niño (casa de infancia). 

Clary Modig, 7 meses (casa de infancia). 

Agnes Söderberg, 68, senil, Asilo de Ancianos Roselund. 

Herman Söderberg, 67, borracho senil. 

Max Carlsson, 23, gángster, Timmermansgatan, 12. 

Anna-Kajsa Modig, 30, prostituta, Hospital del Sur (psiquiatría). 

Carla Berggren, ?, prostituta, Götgatan, 25.

Gunvald Larsson leyó toda la lista y vio que sólo valía la pena hablar con los tres últimos. De los otros, cuatro estaban muertos, dos eran niños pequeños, completamente ignorantes, y dos eran irremediablemente seniles.

Dobló el pedazo de papel, se lo metió en el bolsillo y se fue. Ni siquiera saludó con la cabeza al agente que estaba de servicio en el vestíbulo. Buscó su coche aparcado en el garaje y se dirigió hacia su casa.

Durante el sábado y el domingo no salió para nada y se entretuvo sólo en leer una novela de Sax Rohner.

No pensó ni una sola vez en el incendio.

El lunes por la mañana, dieciocho de marzo, se levantó temprano, se quitó los últimos vendajes, se duchó, se afeitó y se dedicó con calma a escoger su ropa. Luego cogió el coche y fue a la dirección de Götgatan donde vivía Carla Berggren. Tuvo que subir dos tramos de escaleras, luego atravesar un patio de asfalto, volver a subir otros tres tramos sucios y desconchados, pintados de color marrón, y con unas barandillas tambaleantes, antes de llegar frente a una puerta agrietada con un buzón metálico para las cartas, y un trozo de cartón cortado descuidadamente, donde escrito a mano podía leerse el nombre de Carla Berggren, Modelo.

No parecía haber timbre, así que dio un golpe ligero con el pie en la puerta, la abrió y entró sin esperar respuesta.

El apartamento consistía en una única habitación. La persiana, rota, tapaba media ventana, y el interior estaba bastante oscuro, era caluroso y se respiraba en él un ambiente enrarecido, rancio. El calor procedía de dos estufas antiguas, eléctricas, con filamentos en espiral. Ropas y varios objetos estaban esparcidos en el suelo y por todas partes. La única cosa de la habitación que no parecía destinada al cubo de la basura era la cama. Era bastante grande y las ropas que la cubrían parecían bastante limpias.

Carla Berggren se hallaba sola en casa. Estaba despierta, pero no se había levantado. Como la última vez que la vio, iba completamente desnuda y tenía el mismo aspecto, aparte de que no tenía piel de gallina y no estaba temblando, histérica y llorando. Por el contrario, parecía muy tranquila.

Tenía unas piernas bonitas y era muy delgada, teñida de rubio, de pechos pequeños y fláccidos a los que probablemente favorecía la posición en la que estaba en aquel momento, echada de espaldas; tenía vello color ratón entre las piernas. Se desperezó indolentemente, bostezó y dijo:

—Me temo que llegas demasiado temprano para mí, pero no vamos a dejarlo por eso.

Gunvald Larsson no contestó, y aparentemente ella interpretó mal su silencio.

—Primero el dinero, claro está. Ponlo encima de aquella mesa. Supongo que conoces el precio establecido. ¿O quieres algo extra? ¿Qué te parece un masaje sueco, un trabajo manual?

Gunvald tuvo que inclinarse para pasar por la puerta y la habitación era tan pequeña que la ocupaba casi por completo. Apestaba a sexo y otros olores corporales, a humo de tabaco impregnado y a cosméticos baratos. Se dirigió hacia la ventana e intentó subir la persiana, pero el cordón se había salido y el único resultado fue que la persiana bajó casi por completo. La chica, desde la cama, le seguía con los ojos. De pronto le reconoció.

—¡Ah! —exclamó—. Ahora te reconozco. Fuiste tú quien me salvó la vida, ¿no es verdad?

—Sí.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Se quedó pensativa, separó un poco las piernas y se acarició los genitales con la mano derecha.

—Eso cambia las cosas —dijo—. Para ti, naturalmente, todo es gratis.

—Ponte algo encima —ordenó Gunvald Larsson.

—Casi todo el mundo dice que soy bonita —dijo ella, con coquetería.

—Yo no.

—Y sé hacerlo muy bien. Todo el mundo lo dice.

—Además, va contra mis principios interrogar a personas... desnudas.

Dudó un momento al emplear la palabra personas, como si no estuviera seguro en qué categoría situarla.

—¿Interrogar? ¡Claro, tú eres de la poli! —Y después de un momento de vacilación—: Yo no he hecho nada.

—Tú eres una prostituta.

—¡Vaya, no seas injusto ahora! No hay nada malo en el sexo, ¿no es cierto?

—Vístete.

Ella suspiró y buscó entre las ropas de la cama, encontró un albornoz y se lo puso sin atarse el cinturón.

—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Qué quieres?

—Quiero preguntarte algunas cosas.

—¿Acerca de qué? ¿De mí?

—Entre otras cosas. Por ejemplo, ¿qué estabas haciendo en aquella casa?

—Nada ilegal —dijo ella—. Es la pura verdad.

Gunvald Larsson sacó su bolígrafo y unas páginas que arrancó de su cuaderno de notas.

—¿Cómo te llamas?

—Carla Berggren. Pero realmente...

—¿Realmente? Vamos, no mientas.

—No —dijo con dignidad infantil—. No voy a mentirte. En realidad, mi nombre es Karin Sofia Peterson. Berggren es el nombre de mi madre, y Carla suena mejor.

—¿Dónde vivías?

—En Skillingaryd. Está hacia el sur, en Smäland.

—¿Cuánto tiempo has vivido en Estocolmo?

—Alrededor de un año. Casi dieciocho meses.

—¿Has tenido algún trabajo fijo aquí?

—Bueno, depende de a lo que te refieras. Hago de modelo de vez en cuando. Algunas veces es un trabajo muy duro.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete... casi.

—¿Dieciséis entonces?

Ella asintió.

—Bueno, ¿qué hacías en ese apartamento?

—Sólo habíamos organizado una pequeña fiesta.

—Quieres decir que habíais preparado una comida y todo eso.

—No, era una fiesta sexy.

—¿Una fiesta sexy?

—Sí, eso es. ¿No has oído hablar de ellas? A veces son muy divertidas.

—Ah, sí —dijo Gunvald Larsson con indiferencia, volviendo una hoja—. ¿Conocías mucho a esa gente?

—Al chico que vivía allí, Kent o como se llame, no lo conocía.

—Kenneth Roth.

—Ah, ¿era ése su nombre? Pues no había oído hablar de él antes de ahora. Y en cuanto a Madeleine, la conocía muy poco. Ahora los dos están muertos, ¿no es así?

—Sí. Entonces, ¿qué me dices de ese Max Karlsson?

—Le conocía. Acostumbrábamos a salir juntos de vez en cuando, sólo para divertirnos. Eran unas relaciones puramente sexuales. Fue él quien me llevó allí.

—¿Es tu macarra?

Ella sacudió la cabeza y dijo con ingenua solemnidad:

—No, no necesito ninguno. No vale la pena. Esos tipos sólo quieren dinero. Porcentajes y toda esa porquería.

—¿Conocías a Göran Malm?

—¿El tipo que se suicidó y prendió fuego a la casa? ¿El que vivía debajo del apartamento?

—Exactamente.

—Nunca había oído hablar de él. ¡Vaya manera tan horrible de comportarse!

—¿Lo conocían los otros?

—Creo que no. En todo caso, Max y Madeleine no. Quizás ese Kent, o Kenneth, porque él vivía allí, ¿no es verdad?

—Bueno, ¿y tú qué hiciste?

—Joder.

Gunvald Larsson la miró con fijeza. Luego dijo lentamente:

—Quizás podríamos saber lo que pasó con mayor detalle. ¿A qué hora llegaste y por qué fuiste?

—Max vino a buscarme. Dijo que íbamos a pasarlo bien. Y fuimos a recoger a Madeleine de camino.

—¿Fuisteis andando?

—¿Andando con este tiempo? Cogimos un taxi.

—¿A qué hora llegaste?

—Alrededor de las nueve, diría yo. Aproximadamente a esa hora.

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Aquel chico que vivía allí tenía dos botellas de vino y las bebimos entre los cuatro. Luego tocamos unos cuantos discos y todo eso.

—¿No notaste nada especial?

Ella meneó la cabeza de nuevo.

—¿Qué quieres decir con eso de «especial»?

—Continúa —ordenó Gunvald Larsson.

—Bueno, al cabo de un rato Madeleine se desnudó. No vale gran cosa. Y luego yo hice lo mismo. Los chicos también. Después bailamos.

—¿Desnudos?

—Sí, es estupendo.

—Desde luego. Continúa.

—Seguimos así durante un rato. Luego nos sentamos y fumamos un poco.

—¿Fumasteis?

—Sí, hachís. Para seguir en forma. Va muy bien.

—¿Quién te ofreció el hachís?

—Max. El suele...

—¿Sí? ¿Qué es lo que suele hacer?

—¡Bueno! Prometí decirte la verdad, ¿no es así? Y yo no he hecho nada. Y además, tú me salvaste la vida.

—¿Qué es lo que Max solía hacer?

—Solía vender yerba; a los jovencitos especialmente, y todo eso.

Gunvald Larsson anotó algo en su papel.

—¿Y luego?

—Bueno, los chicos se nos jugaron a cara o cruz. Estábamos en forma entonces, aunque algo bebidas. Un poco excitadas. Una se pone así, ya sabes.

—¿Jugaron con una moneda?

—Sí. Max se quedó con Madeleine y se fueron a la otra habitación. Yo y ese Kenneth nos quedamos en la cocina. Queríamos...

—¿Sí?

—Oh, bien has debido estar tú alguna vez en ese tipo de fiesta. Pensábamos hacerlo primero solos, y luego unirnos al resto del grupo, si los chicos eran capaces. Eso es lo más divertido, en realidad.

—¿Apagasteis la luz entonces?

—Sí. Aquel chico y yo estábamos tumbados en el suelo de la cocina. Aunque...

—¿Aunque qué?

—Bueno, pasó algo divertido. Me desvanecí. Y Madeleine me despertó cuando entró en la cocina, me sacudió y me dijo que Max estaba extrañado de que yo no fuese. Y en aquel momento yo estaba echada, echada sobre aquel tipo.

—¿Estaba cerrada la puerta entre la cocina y la habitación?

—Sí, y ese Kenneth también estaba dormido. Madeleine empezó a sacudirlo. Encendí mi encendedor y miré la hora y entonces vi que había estado en la cocina con él más de una hora —Gunvald Larsson asintió—. Bueno, me sentía terriblemente soñolienta. Pero me levanté de todos modos, fui a la habitación y Max estaba como si nada. Me agarró, me echó al suelo y dijo...

—Bueno, ¿qué fue lo que dijo?

—Vamos, muévete ahora, dijo. Esa tía pelirroja no valía la pena. Y entonces...

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