Read El coche de bomberos que desapareció Online
Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö
Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra
Se inclinó hacia adelante y le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.
—Ahora estoy bien, madre. La mayor parte del tiempo lo paso sentado a mi mesa de trabajo. Pero, claro está, también yo me he hecho a menudo la misma pregunta.
Era cierto. Más de una vez se había preguntado qué motivo le había impulsado a convertirse en policía. Hubiera podido contestar, naturalmente, que en aquellos años de guerra era una buena manera de evadirse del servicio militar. Después de dos años de baja a causa de una dolencia pulmonar, le habían declarado apto para el servicio. Esta era una razón de peso. En 1944 no se toleraba a los objetores de conciencia. Muchos de los que escaparon del servicio militar por el mismo procedimiento que él, habían cambiado luego de profesión, pero él había continuado en el cuerpo y al cabo de unos años había ascendido al cargo de inspector jefe. Esto parecía indicar que era un buen policía, pero no estaba seguro del todo. Conocía varios ejemplos de altos cargos en la policía desempeñados por policías mediocres. Y además, tampoco estaba seguro de querer ser un buen policía si el serlo implicaba una conducta rigurosa que le impidiera desviarse ni un ápice del reglamento estricto. Recordaba lo que Lennart Kollberg había dicho en cierta ocasión, hacía ya tiempo: «Tenemos cantidad de buenos polis entre nosotros. Chicos algo tontos, que son buenos agentes: inflexibles, obtusos, duros, satisfechos de sí mismos, pero buenos agentes. Sería preferible que tuviéramos algunos que, además de buenos policías, fueran buenos chicos. »
Su madre salió fuera con él y dieron una vuelta por el parque. La nieve blanda y fangosa hacía difícil andar y el aire helado silbaba entre las ramas de los altos árboles desnudos. Después de deslizarse de un lado a otro con cierta dificultad durante unos diez minutos, la acompañó de nuevo a la entrada y le dio un beso en la mejilla. Se volvió a mirarla mientras descendía por el camino y la vio de pie, diciéndole adiós desde la puerta. Pequeña, encogida y gris.
Tomó el metro de regreso a la comisaría Sur, en Västberga Alle. De camino hacia su despacho echó una ojeada a la habitación de Kollberg. Kollberg era inspector y al mismo tiempo su ayudante y uno de sus mejores amigos. La habitación estaba vacía. Miró su reloj de pulsera. Era la una y media de un jueves. No era necesario pensar mucho para adivinar dónde podía estar Kollberg. Por un momento Martin Beck pensó en reunirse con él y compartir su sopa de guisantes, pero después se acordó de su estómago y desistió. Ya lo tenía bastante revuelto a causa de las repetidas tazas de café que su madre le había instado a tomar.
En su bloc de notas había un breve mensaje sobre el hombre que se había suicidado aquella misma mañana.
Su nombre era Ernst Sigurd Karlsson y tenía cuarenta años. Era soltero y su familiar más próximo era una tía anciana que vivía en Boras. Trabajaba en una compañía de seguros y faltaba a su trabajo desde el lunes. Una gripe, se creía. Según sus compañeros de trabajo era un solitario, y por lo que sabían de él, no creían que tuviera amigos íntimos. Sus vecinos decían que era tranquilo e inofensivo, iba y venía con regularidad y recibía muy pocas visitas. Los tests que se habían hecho de su escritura demostraron que era él, en efecto, quien había escrito el nombre de Martin Beck en el bloc del teléfono. El hecho de su suicidio no ofrecía dudas.
No quedaba, pues, nada que añadir sobre el caso. Ernst Sigurd Karlsson se había quitado la vida y, como el suicidio no se consideraba un delito en Suecia, a la policía no le quedaba gran cosa que hacer. Todas las preguntas habían sido resueltas. Excepto una. Quienquiera que hubiese escrito el informe había formulado también una pregunta: ¿tenía el inspector jefe alguna relación con el hombre en cuestión y podía añadir algo más? Martin Beck, de hecho, no podía. Nunca había oído hablar de Ernst Sigurd Karlsson.
Cuando Gunvald Larsson dejó su despacho de la comisaría de Kungsholmsgatan eran las diez y media de la noche y no abrigaba la más ligera intención de convertirse en un héroe, si no se considera como una hazaña ir a su casa de Bollmora, tomar una ducha, ponerse el pijama y meterse en la cama. Gunvald Larsson pensó en su pijama con verdadero placer. Era nuevo, comprado aquel mismo día, y la mayoría de sus colegas no habrían dado crédito a sus oídos si hubieran oído lo que le había costado. Camino de su casa tenía que cumplir un deber de poca importancia que no le retrasaría más de cinco minutos, a más tardar. Mientras iba pensando en su pijama, se puso, forcejeando, el chaquetón búlgaro de piel de cordero, apagó la luz, cerró la puerta de golpe y se fue. El viejo ascensor que subía hasta su departamento funcionaba mal como de costumbre y tuvo que dar dos patadas en el suelo antes de que se decidiera a ponerse en marcha. Gunvald Larsson era un hombre fornido, que medía un metro ochenta y ocho y pesaba más de noventa kilos, así que cuando golpeaba el suelo con sus pies era imposible dejar de oírlo.
Fuera, hacía frío y viento, con ráfagas de nieve seca y arremolinada, pero sólo le separaban de su coche unos pocos pasos, de modo que no tenía por qué preocuparse del tiempo.
Gunvald Larsson condujo a través del puente de Väster mientras miraba con indiferencia a su izquierda. Vio el Ayuntamiento con la luz amarilla reflejándose en las tres coronas doradas de la aguja de la torre y miles y miles de luces que no podía identificar. Desde el puente continuó directamente hasta Hornsplan, y después hacia la derecha, junto a la estación del metro en Zinkensdamm. Recorrió unos quinientos metros en dirección sur a lo largo de Ringvägen, luego frenó y se detuvo.
En esta zona, a pesar de hallarse en el centro de Estocolmo, apenas hay edificios. En la parte oeste de la calle se extiende Tantolunden, un parque de pequeñas colinas; hacia el este hay un montículo rocoso, un parking y un puesto de gasolina. Se llama Sköldgatan, y en realidad no es una calle sino más bien un trozo de carretera que por alguna absurda razón se ha quedado así, desde que los planificadores urbanos, con un celo dudoso, devastaron este distrito de la ciudad del mismo modo que muchos otros, privándolos de su valor original y destruyendo su carácter peculiar.
Sköldgatan es un trozo de carretera de unos trescientos metros de longitud que enlaza Ringvägen y Rosenlundsgatan, y que sólo utilizan algunos taxistas o, a veces, coches de policía perdidos. En verano, es una especie de oasis con una vegetación exuberante junto a la carretera, y a pesar del abundante tráfico de Ringvägen y del ruido atronador de los trenes que pasan a una distancia de sólo cincuenta metros, la generación mayor de los infelices niños del distrito, con botellas de vino, trozos de embutido y una baraja grasienta de cartas, pueden instalarse con relativa tranquilidad entre los matorrales. En invierno nadie suele ir allí voluntariamente.
En este concreto anochecer, sin embargo, 7 de marzo de 1968, un hombre se hallaba allí, helándose, entre los arbustos de la parte sur de la carretera. No prestaba toda la atención necesaria; la dirigía sólo en parte hacia la única vivienda de la calle, un viejo edificio de madera, de dos pisos. Poco antes, las luces de dos de las ventanas del segundo piso estaban encendidas y de vez en cuando se oía música, gritos y risotadas. Pero ahora todas las luces de la casa estaban apagadas y lo único que se oía era el viento y el zumbido lejano del tráfico. El hombre que estaba entre los matorrales no se encontraba allí por propia decisión. Era un policía llamado Zachrisson y lo que más deseaba en aquel momento era poder marcharse cuanto antes.
Gunvald Larsson bajó del coche, se subió el cuello del abrigo y se encasquetó el gorro de piel hasta cubrirse las orejas. Luego atravesó a grandes zancadas la carretera más allá de la estación de gasolina y siguió avanzando con esfuerzo a través de la nieve fangosa. Era evidente que las autoridades encargadas del cuidado de las carreteras no consideraban necesario gastar sal para carreteras como aquélla, pequeñas e inútiles. La casa estaba situada a una distancia de unos 75 metros aproximadamente, a un nivel ligeramente más alto que la carretera y en ángulo recto con ella. Se detuvo frente a la casa, miró alrededor y dijo en voz baja:
—¿Zachrisson?
El hombre escondido entre los matorrales se estremeció y se dirigió hacia él.
—Malas noticias —anunció Gunvald Larsson—. Tienes que quedarte dos horas más aquí. Isaksson está enfermo.
—¡Diablos! —exclamó Zachrisson.
Gunvald Larsson inspeccionó el panorama. Luego hizo una mueca de disgusto y dijo:
—Sería mejor que te situaras en lo alto de la loma.
—Sí, si quiero que se me hiele el trasero —replicó con tono resentido Zachrisson.
—Si quieres tener un buen punto de observación. ¿Ha ocurrido algo?
El otro sacudió la cabeza.
—¡Nada, maldita sea! —exclamó—. Debían de estar celebrando alguna fiesta allá arriba hace un rato. Ahora parece que están tumbados durmiendo la mona.
—¿Y Malm?
—También él hace tres horas que apagó la luz.
—¿Ha estado solo durante todo este tiempo?
—Han entrado tres personas desde que llegué. Un chico y dos chicas. Vinieron en taxi. Creo que iban también a esa fiesta.
—¿Crees? —dijo Gunvald Larsson en tono inquisitivo.
—Bueno, qué demonios va a pensar uno. Yo no tengo...
Los dientes de Zachrisson castañeteaban de frío y le impedían hablar claro. Gunvald Larsson le examinó críticamente y le preguntó:
—¿Qué es lo que no tienes?
—Ojos con rayos equis —contestó Zachrisson desalentado.
Gunvald Larsson tendía a ser severo y poco comprensivo con las debilidades humanas. Como oficial de policía no era muy popular y mucha gente le temía. Si Zachrisson le hubiera conocido mejor, no se hubiera atrevido a comportarse como lo había hecho, es decir, con naturalidad, pero ni siquiera Gunvald Larsson podía dejar de ver que estaba exhausto y helado, y que su condición y su capacidad de observador difícilmente iban a mejorar durante las próximas horas.
Se percataba de lo que debía hacerse, pero no por eso pensó en abandonar la cuestión. Con un gruñido de irritación dijo:
—¿Tienes frío?
Zachrisson soltó una falsa carcajada y trató de arrancarse los carámbanos de las pestañas.
—¿Frío? —dijo con una ironía torpe—. Me siento como los tres mártires metidos en el horno ardiente.
—No estás aquí para hacer bromas —le señaló Gunvald Larsson—. Estás aquí para hacer tu trabajo.
—Sí, lo siento, pero...
—Y parte de este trabajo consiste en mantenerte caliente, bien abrigado y mover tus pies planos de vez en cuando. Y ten cuidado, pues quizás esto no sea tan divertido... más adelante.
Zachrisson empezó a sospechar algo. Reprimió a medias un escalofrío y dijo en tono de disculpa:
—Sí, claro, eso está muy bien, pero...
—No está muy bien —le atajó Gunvald Larsson irritado—. Ocurre que tengo la responsabilidad de este asunto y prefiero que no lo estropee un torpe policía novato.
Zachrisson sólo tenía veintitrés años y era un simple policía. En aquel momento pertenecía a la Sección de Protección en el Distrito Segundo. Gunvald Larsson tenía veinte años más, y era inspector en el Departamento de Homicidios de Estocolmo. Cuando Zachrisson abrió la boca para replicar, Gunvald Larsson levantó su manaza derecha y dijo con aspereza:
—No más charla, gracias. Vete a la estación de Rosenlunsgatan y toma una taza de café o alguna cosa. Dentro de media hora en punto tienes que estar de vuelta, fresco y alerta, así que lárgate de prisa.
Zachrisson se fue. Gunvald miró su reloj de pulsera, suspiró y rezongó para sí: «Novato».
Luego se volvió, anduvo a través de los matorrales y empezó a subir la cuesta, murmurando y diciendo tacos por lo bajo; pues las suelas de goma de sus zapatos italianos de invierno resbalaban en las piedras heladas.
Zachrisson tenía razón al decir que el promontorio no ofrecía ninguna protección contra el helado y cortante viento del norte, y también él la tenía cuando le contestó que éste era el mejor punto de observación. La casa estaba situada directamente enfrente y ligeramente más abajo del lugar que él ocupaba. Nada le impedía observar todo lo que ocurría en el edificio y en sus alrededores inmediatos. Las ventanas estaban completa o parcialmente cubiertas de hielo y no se veían luces tras ellas. La única señal de vida era el humo de la chimenea que apenas tenía tiempo de colorearse con el frío antes de deshacerse en jirones empujados por el viento y alejarse en grandes volutas algodonosas por el cielo sin estrellas.
El hombre situado en lo alto del montículo movió automáticamente los pies de un lado a otro y flexionó los dedos metidos en sus guantes forrados de piel de cordero. Antes de ser policía, Gunvald Larsson había sido marino, primero como simple marinero de la armada, y más tarde en buques de carga en el Atlántico Norte; las frecuentes guardias sobre los puentes descubiertos le habían enseñado el arte de mantenerse caliente. Era también un experto en esta clase de tareas, aunque ahora prefería organizarlas y de hecho solía limitarse a ello. Al cabo de un rato de estar en su puesto de vigilancia discernió una luz temblorosa, como si alguien hubiera prendido una cerilla para encender un cigarrillo o mirar la hora. Automáticamente echó una ojeada a su reloj. Eran las once y once minutos. Diecisiete minutos desde que Zachrisson había dejado su puesto. Probablemente ahora debía de estar sentado en la cantina de la comisaría de policía de Maria, hartándose de café y lamentándose ante los policías libres de servicio; un placer muy breve, ya que dentro de siete minutos tenía que estar otra vez de regreso en su puesto, si no quería recibir una reprimenda de las que hacen época.
Luego se puso a pensar durante unos minutos en el número de personas que en aquel momento podría haber en la casa. El viejo edificio constaba de cuatro apartamentos; dos en la planta baja y otros dos en el primer piso. En el piso de arriba, a la izquierda, vivía una mujer soltera de unos treinta años, con tres niños, todos ellos de padres diferentes. Esto era todo lo que sabía de la mujer y le parecía suficiente. En la planta baja, debajo de ella y a la izquierda, vivía un matrimonio anciano. Tenían alrededor de setenta años y habían vivido allí casi medio siglo, en contraste con los apartamentos del piso superior, en el que los inquilinos cambiaban continuamente. El marido bebía, y a pesar de su venerable edad era un cliente habitual de las celdas de la comisaría de Maria. En el primer piso, a la derecha, vivía un hombre también conocido, pero más bien por razones criminales que por simples borracheras de sábado por la noche. Tenía veintisiete años y arrastraba tras él seis sentencias de diferente duración. Sus delitos variaban desde el de allanamiento de morada hasta verdaderos atracos. Se llamaba Roth y era él quien había organizado la fiesta para sus tres compinches, uno masculino y dos femeninos. Ahora habían parado el tocadiscos y apagado la luz, bien para dormir o bien para continuar sus diversiones de otra manera. Y era en este apartamento donde alguien había encendido una cerilla.