El coche de bomberos que desapareció (5 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¡Eh, ustedes dos! ¿Qué buscan por aquí? —les interrogó uno de los policías con aire importante.

—¿No se dan cuenta de que no pueden aparcar aquí de este modo? —dijo el otro.

Martin Beck estaba a punto de enseñar su carnet de identificación, pero Kollberg le apartó y dijo:

—Discúlpeme, oficial, ¿le molestaría darme su nombre?

—¿Y a usted qué le importa? —replicó el primer policía.

—Márchense —dijo el otro—, si no habrá jaleo.

—De eso estoy seguro —asintió Kollberg—. La cuestión es saber quién va a tenerlo.

El mal genio de Kollberg se reflejaba claramente en su aspecto. Su gabardina azul marino, sin abrochar, flotaba al viento; no se había preocupado de abotonarse el cuello, su corbata colgaba del bolsillo derecho de la americana y llevaba su viejo sombrero inclinado hacia atrás. Los dos policías se miraron significativamente. Uno de ellos dio un paso adelante. Los dos tenían las mejillas sonrosadas y los ojos redondos y azules. Martin Beck se dio cuenta de que creían que Kollberg estaba bebido y de que iban a ponerle las manos encima. Martin sabía que Kollberg estaba en un estado de ánimo capaz de hacerlos añicos, física y mentalmente, en menos de sesenta segundos y de que ambos agentes tenían considerables posibilidades de despertarse a la mañana siguiente sin empleo. No deseaba hacer daño a nadie aquel día, así que rápidamente sacó su carnet y lo colocó ante las narices del más agresivo de los dos policías.

—No deberías haber hecho eso —exclamó Kollberg, furioso.

—Tenéis mucho que aprender todavía. Vámonos ya, Lennart.

Las ruinas del incendio tenían un aspecto desolador. A primera vista, lo único que se distinguía de la casa eran los cimientos, el tubo de una chimenea y un enorme montón de tablones carbonizados, ladrillos ennegrecidos y tejas desprendidas. Sobre todo ello flotaba el olor acre de materia quemada. Media docena de expertos con guardapolvos grises se movían de un lado a otro, hurgando cuidadosamente en las cenizas con palos y palas cortas. En el patio se habían colocado dos grandes cribas. Algunas mangueras todavía serpenteaban por el suelo y más abajo, en la carretera, había un coche de bomberos. En el asiento delantero dos bomberos sentados jugaban a
piedra, papel y tijeras
.

Diez metros más allá, de pie, se veía la larga silueta desgarbada de un hombre con una pipa en la boca y las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Era Frederick Melander, del Departamento de Homicidios en Estocolmo, un veterano que había intervenido en cientos de investigaciones difíciles. Generalmente, era conocido por su mente lógica, su excelente memoria y su calma imperturbable. En un círculo más reducido, era famoso por su extraordinaria capacidad de encontrarse siempre en el retrete cuando alguien lo buscaba. No carecía de sentido del humor, aunque fuera un humor simple; era parsimonioso y aburrido, y no destacaba por sus ideas brillantes o por inspiraciones repentinas. En resumen, era un policía de primera clase.

—¡Hum! —dijo, sin quitarse la pipa de la boca.

—¿Cómo va? —preguntó Martin Beck.

—Lento.

—¿Algún resultado?

—No exactamente. Tenemos que andar con cuidado. Requerirá tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Kollberg.

—Cuando por fin llegó el coche de bomberos, la casa se había derrumbado, y antes de que comenzase el trabajo de extinción estaba ya casi quemada por completo. Utilizaron tanques de agua y apagaron el fuego con bastante rapidez. Luego, durante la noche, bajó la temperatura y todo quedó congelado en una gran masa.

—Suena muy divertido —dijo Kollberg.

—Si lo he entendido bien, van a tener que deshacer todo ese montón capa por capa.

Martin Beck tosió y dijo:

—¿Y los cuerpos? ¿Han encontrado ya alguno?

—Uno —contestó Melander. Se sacó la pipa de la boca y señaló con la boquilla la parte derecha de la casa quemada—. Hacia allí —dijo—. La niña de catorce años, creo; la que dormía en el ático.

—¿Kristina Modig?

—Sí, ése es su nombre. Van a dejarla allí durante la noche. Pronto será oscuro y sólo quieren trabajar con luz del día.

Melander sacó su bolsa de tabaco, llenó cuidadosamente la pipa y la encendió. Después preguntó:

—¿Cómo os van las cosas?

—Maravillosamente —contestó Kollberg.

—Sí —asintió Martin Beck—. Especialmente para Lennart. Primero casi tiene una pelea con Rönn...

—Vaya —dijo Melander, levantando ligeramente las cejas.

—Sí. Y después estuvo a punto de ser detenido por dos policías que creyeron que estaba bebido.

—Ya veo —dijo Melander tranquilamente—. ¿Cómo está Gunvald?

—En el hospital. Sufre una conmoción.

—Hizo un buen trabajo anoche —dijo Melander.

Kollberg miró los restos de la casa, se estremeció y replicó:

—Sí, tengo que admitirlo. Diablos, ¡qué frío hace!

—No tuvo mucho tiempo —observó Melander.

—No, desde luego —admitió Martin Beck—. ¿Cómo pudo la casa quemarse hasta ese extremo en tan poco tiempo?

—El departamento de incendios reconoce que es inexplicable.

—Hum —dijo Kollberg. Echó una ojeada al coche de bomberos, aparcado a corta distancia, y siguió otra línea de pensamiento—. ¿Por qué están esos tipos todavía aquí? Lo único que puede quemarse ahora es su coche, ¿no es cierto?

—Están apagando las cenizas —dijo Melander—. Pura rutina.

—Cuando yo era pequeño ocurrió una vez una cosa curiosa —explicó Kollberg—. La estación de bomberos se incendió y se quemó totalmente; todos los coches extintores quedaron destruidos en el interior, mientras los bomberos lo contemplaban desde fuera. No recuerdo dónde ocurrió.

—Bueno, no fue exactamente así. Ocurrió en Uddevalla —aclaró Melander—. Para ser más exacto, el diez de...

—¡Oh! ¿No puede uno siquiera conservar los recuerdos de su infancia en paz? —exclamó Kollberg con irritación.

—¿Cómo explican entonces el incendio? —preguntó Martin Beck.

—No lo explican en absoluto —contestó Melander—. Esperan los resultados de la investigación técnica. Igual que nosotros.

Kollberg miró a su alrededor despreciativamente.

—Demonios, hace frío y este lugar huele como una tumba abierta.

—Es una tumba abierta —proclamó Melander solemnemente.

—Vámonos, marchémonos de una vez —dijo Kollberg a Martin Beck.

—¿Adónde?

—A casa. ¿Qué estamos haciendo aquí, a fin de cuentas?

Cinco minutos después estaban sentados en el coche y éste corría en dirección sur.

—¿Crees que ese zoquete no sabía realmente por qué estaba vigilando a Malm?

—¿Te refieres a Gunvald?

—Sí, claro, ¿a quién si no?

—No creo que lo supiese. Pero uno nunca puede estar seguro.

—El señor Larsson no es lo que suele llamarse un talento, pero...

—Es un hombre de acción —dijo Martin Beck—. Eso tiene también sus ventajas.

—Sí, claro, pero se necesita bastante estómago para tragarse eso de que no supiera de lo que se trataba.

—Sabía que vigilaba a un hombre y quizás eso era suficiente para él.

—¿Cómo empezó todo?

—Es muy sencillo. Ese Göran Malm no tenía nada que ver con el Departamento de Homicidios. Alguien le había detenido por algún motivo, se intentó retenerle en custodia, pero no fue posible. Así que se le dejó en libertad, pero no querían perderle de vista. Como estaban cargados de trabajo, pidieron ayuda a Hammar. Y él encargó a Gunvald organizar la vigilancia como un trabajo extra.

—¿Y por qué precisamente él?

—Desde que Strenström murió, a Gunvald se le considera como el mejor en esta clase de trabajos. Sea como sea, ha resultado una actuación genial.

—¿Por qué motivo?

—Porque consiguió salvar la vida de ocho personas. ¿Cuántas crees que hubieran sacado de esa trampa mortal Rönn o Melander?

—Tienes razón, desde luego —dijo Kollberg a pesar suyo—. Quizá debería ofrecer excusas a Rönn.

—Creo que deberías hacerlo.

Las filas de coches que se dirigían al sur se movían muy lentamente. Al cabo de un rato, Kollberg dijo:

—¿Quién era el que quería que se le vigilara?

—No lo sé. El departamento de robos, supongo. Con trescientos mil casos de atracos y robos al año, y otras cosas por el estilo, esos chicos apenas tienen tiempo de ir a comer. Tendremos que averiguar todo eso el lunes. No costará mucho.

Kollberg asintió y dejó que el coche avanzara lentamente unos diez metros. Luego tuvieron que detenerse otra vez.

—Supongo que Hammar tiene razón —dijo—. Es, sencillamente, un fuego corriente.

—No sé, empezó a arder con una rapidez sospechosa —replicó Martin Beck—. Y Gunvald dijo que...

—Gunvald es un loco —le atajó Kollberg—. Y siempre está imaginando cosas. Puede haber muchas explicaciones naturales.

—¿Como cuáles?

—Algún tipo de explosión. Algunos de los habitantes eran ladrones y podían tener una reserva de explosivos en la casa. O latas de gasolina en el guardarropa. O bombonas de gas. Ese Malm no podía haber hecho nada tan importante si le dejaron en libertad. Parece absurdo que alguien arriesgara la vida de once personas para librarse de él.

—Si resulta ser un caso de incendio intencionado, entonces no hay nada que pruebe que era Malm a quien perseguían —dijo Martin Beck.

—No. Eso es verdad —admitió Kollberg—. Hoy no es uno de mis mejores días, ¿no crees?

—No especialmente —dijo Martin Beck.

—Oh, bueno, ya veremos lo que pasa el lunes.

En este punto la conversación cesó.

En Skärmarbrink, Martin Beck bajó del coche y tomó el metro. No sabía qué odiaba más, si el metro atiborrado de gente o el lento desfile por la carretera. Pero el metro tenía una ventaja. Era más rápido. Aunque no tenía ninguna prisa en llegar a casa.

Pero Lennart Kollberg sí la tenía. Vivía en Palandergatan y tenía una mujer bonita llamada Gun, y una hija de seis meses. Su mujer estaba echada boca abajo en la alfombra del «living», estudiando un curso por correspondencia. Tenía un lápiz amarillo en la boca y junto a sus papeles había una goma roja. Llevaba sólo la chaqueta de un viejo pijama y movía perezosamente sus largas piernas desnudas. Le miró con sus grandes ojos castaños y dijo:

—Jesús, qué cara tan seria.

El se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla.

—¿Está Bodil dormida?

Ella asintió.

—Ha sido un día de lo más terrible —dijo Kollberg—. Y todo el mundo se mete conmigo. Primero Rönn, precisamente, y luego dos polis imbéciles en Maria.

Los ojos de ella brillaron.

—¿Y tú no tuviste ninguna culpa?

—De todos modos, ahora estoy libre hasta el lunes.

—No voy a regañarte —dijo ella—. ¿Qué quieres hacer?

—Quiero salir y comer algo bueno de verdad, y beberme cinco dobles.

—¿Podemos permitirnos todo eso?

—Sí. Demonios, sólo estamos a día ocho. ¿Podemos contratar una canguro?

—Supongo que Åsa vendrá.

Åsa Torell era la viuda de un policía, aunque sólo tenía veinticinco años. Había vivido con un colega de Kollberg llamado Ake Stenström, al que habían matado de un tiro en un autobús hacía sólo cuatro meses.

La mujer echada en el suelo bajó sus espesas y oscuras pestañas y borró con energía algo en sus papeles.

—Hay una alternativa —dijo—. Podemos irnos a la cama. Es más barato y más divertido.

—Una langosta a la Vanderbilt tampoco está mal —repuso Kollberg.

—Piensas más en la comida que en el amor —se lamentó ella—. A pesar de que sólo hace dos años que estamos casados.

—Te equivocas. De todos modos, tengo una idea todavía mejor —dijo él—. Salgamos a comer primero y a bebemos los cinco dobles, y luego nos vamos a la cama. Llama a Åsa ahora.

El teléfono tenía un cable de extensión de seis metros y estaba sobre la alfombra. Gun alargó la mano y lo arrastró hacia ella, marcó un número y le contestaron.

Mientras hablaba se volvió de espaldas, levantó las rodillas y apoyó las plantas de los pies en el suelo. El pijama resbaló ligeramente hacia arriba.

Kollberg miró a su mujer, contemplando pensativamente el ancho parche de pelo negro y espeso que se extendía desde la mitad inferior de su abdomen y se reducía gradualmente hasta las ingles. Al cabo de un momento, levantó la pierna derecha y se rascó el tobillo.

—¡Muy bien! —dijo ella, colocando el aparato en su sitio—. Va a venir. Tardará alrededor de una hora en llegar, ¿no crees? Y por cierto, ¿has oído las últimas noticias?

—No, ¿cuáles?

—Åsa va a entrenarse para ser policía.

—Cristo —exclamó él, con aire ausente—. Oye, Gun...

—Sí.

—He pensado en otra solución todavía mejor. Primero nos vamos a la cama, luego salimos a comer y a beber los cinco dobles, y después nos vamos a la cama otra vez.

—Pero eso es una idea casi brillante —aplaudió ella—. ¿Aquí, en la alfombra?

—Sí, llama a Operakällaren y encarga una mesa.

—Busca el número entonces.

Kollberg hojeó las páginas de la guía telefónica mientras se desabrochaba la camisa y se aflojaba el cinturón; encontró el número, se lo dijo, y oyó cómo ella lo marcaba.

Entonces la mujer se sentó, se sacó la chaqueta del pijama por encima de la cabeza y la arrojó lejos...

—¿Qué persigues? ¿Mi desaparecida castidad?

—Exactamente.

—¿Desde atrás?

—Como prefieras.

Ella se echó a reír y empezó a dar vueltas, lenta y flexible, a cuatro patas, con las piernas entreabiertas y la morena cabeza agachada, con la frente apoyada en el antebrazo.

Tres horas después, mientras bebían el sorbete de jengibre, ella le recordó algo en lo que Kollberg no había vuelto a pensar desde que vio a Martin Beck desaparecer en dirección a la estación del metro.

—Ese horrible fuego —dijo ella—, ¿crees que fue provocado?

—No —contestó él—. No puedo creerlo. Todo tiene un límite.

Había sido policía durante más de veinte años, y hubiera debido conocer mejor las cosas.

6

El sábado amaneció con sol y una luz clara y brillante.

Martin Beck se despertó lentamente, con una desacostumbrada sensación de bienestar. Se quedó quieto, con la cara hundida en la almohada, y trató de captar si era tarde o temprano. Oyó un mirlo entre los árboles que se veían a través de la ventana y gruesas gotas que caían salpicando irregularmente la nieve derretida y fangosa del balcón. Coches que pasaban y el metro que frenaba en una estación algo lejana. Un golpe en la puerta de su vecino. El gorgoteo del agua en las cañerías, y de pronto, en la cocina, al otro lado de la pared, un estallido que le hizo abrir los ojos inmediatamente. Y la voz de Rolf:

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