Tom se puso de pie con cuidado y ayudó a levantar a Sally, que tenía la mejilla ensangrentada por los cortes que le habían hecho las astillas.
—¿Estás bien?
Ella asintió anonadada.
La canoa avanzaba a lo largo del alto terraplén de piedras y broza, casi por debajo de los arbustos que sobresalían. Él se irguió y, volviéndose hacia la canoa de detrás, llamó a gritos a su hermano.
—¡Vernon! ¡Vernon! ¿Estás herido? —Alcanzó a ver en ella una mano ensangrentada aferrada al timón—. ¡Vernon! —gritó.
Vernon se levantó tembloroso en el centro del barco. Parecía aturdido.
—¡Vernon! Dios mío, ¿estás bien?
—Pingo está herido.
—¿Es grave?
—Sí.
Río arriba resonaron las toses y los rugidos de un motor, y a continuación de otro. Tom oyó gritos lejanos.
Don Alfonso acercó la canoa todo lo posible al terraplén. Vernon había tomado el timón de la suya y lo seguía de cerca.
—No conseguiremos dejarlos atrás —dijo Tom.
Sally se volvió hacia Chori.
—Dame tu rifle.
Chori la miró sin comprender.
Sin esperar, ella cogió el arma, comprobó que estaba cargada, echó hacia atrás la palanca del cerrojo y se acuclilló en la popa.
—No podrás detenerlos con eso —gritó Tom—. Tienen armas automáticas.
—Pierde cuidado, que les haré reducir la velocidad.
Tom vio las dos canoas tomar la curva del río y a los soldados apuntándolos con sus armas.
—¡Al suelo!
Oyó un solo disparo del arma de Sally en el preciso momento en que una ráfaga barría la vegetación colgante haciendo llover hojas sobre ellos. El disparo había tenido el efecto deseado: las dos embarcaciones viraron despavoridas hacia la orilla para ponerse a cubierto. Sally se tumbó al lado de Tom.
Don Alfonso conducía la canoa cerca del terraplén, con la hélice chirriando y golpeando las rocas. Silbaron más balas por encima de sus cabezas y se oyó un ruido metálico, como si una de las balas hubiera alcanzado el motor. Este resopló, y a continuación se oyó como un rugido cuando empezó a arder, mientras el bote giraba de costado hacia la corriente aletargada. El fuego se extendió a una velocidad asombrosa; las llamas salían de los tubos de la gasolina, que se derretían. La proa de la canoa de Pingo y Vernon chocó contra el casco de la suya por detrás y se pegó a él mientras la gasolina en llamas empezaba a extenderse por el suelo y alrededor de los depósitos.
—¡Bajad! —gritó Tom—. Van a explotar. ¡Coged lo que podáis!
Se tiraron por ambos lados al agua poco profunda. Vernon y Chori cogieron a Pingo y lo subieron al terraplén. Otra ráfaga de disparos alcanzó la orilla, arrojando tierra y guijarros sobre ellos, pero el tiro de Sally había puesto sobre aviso a los soldados y se mantenían a cierta distancia. Los fugitivos subieron con dificultad el terraplén y se refugiaron bajo una masa de vegetación que sobresalía para recobrar el aliento.
—Tenemos que continuar —gritó Tom.
En lo alto del terraplén miró atrás una sola vez y vio cómo sus canoas se precipitaban corriente abajo, envueltas en llamas. Se oyó una explosión amortiguada cuando estalló el depósito de gasolina de una de ellas, lanzando una bola de fuego hacia el cielo. Más allá, las embarcaciones de los soldados se aproximaban con cautela a la orilla. Sally, todavía con el arma de Chori, se arrodilló y disparó otro tiro a través del manto de vegetación.
Se adentraron aún más en la selva, turnándose para llevar a Pingo y abriéndose paso a través de la tupida vegetación. Tom oyó más gritos a sus espaldas, seguidos de varias balas perdidas y de la amortiguada explosión de otro depósito de gasolina. Era evidente que los hombres habían dejado las canoas y los perseguían sin demasiado entusiasmo. Pero a medida que se adentraban en la selva, los disparos esporádicos se hicieron más débiles hasta que dejaron de oírse del todo.
Se detuvieron en un pequeño claro cubierto de hierba. Tom y Vernon dejaron a Pingo en el suelo; Tom se inclinó sobre él y le buscó el pulso desesperado. No lo encontró. Localizó la herida. Era horrible. Una bala expansiva lo había alcanzado en la espalda, entre los omóplatos, y había salido con fuerza explosiva del pecho dejando un enorme agujero de más de quince centímetros de ancho. Le había traspasado el corazón. Era asombroso que hubiera vivido unos segundos siquiera después de semejante herida.
Miró a Chori. Tenía una expresión absolutamente fría.
—Lo siento.
—No hay tiempo para sentirlo —dijo don Alfonso—. Debemos irnos.
—¿Y dejar el cuerpo aquí?
—Chori se quedará con él.
—Pero los soldados vendrán…
—Sí —lo interrumpió don Alfonso—. Y Chori debe cumplir con su deber. —Se volvió hacia Sally—. Quédese con su arma y la munición. No volveremos a ver a Chori. Vámonos.
—¡No podemos dejarlo aquí! —protestó Tom.
Don Alfonso lo sujetó por los hombros. Tenía unas manos sorprendentemente fuertes, como abrazaderas de acero. Habló en voz baja pero con intensidad.
—Chori tiene un asunto pendiente con los asesinos de su hermano.
—¿Sin rifle? —preguntó Sally mientras Chori sacaba de su bolsa de cuero una abollada caja de munición y se la daba.
—Las flechas silenciosas son más efectivas en la selva. Matará a suficientes hombres para morir con honor. Así es como hacemos nosotros las cosas. No se metan. —Sin mirar atrás, don Alfonso se volvió, clavó el machete en un muro de vegetación para abrir una brecha y se precipitó a través de ella. Ellos lo siguieron, tratando de no perder de vista al anciano, que se movía con la celeridad y el sigilo de un murciélago. Tom no tenía ni idea de adonde se dirigían. Caminaron durante unas horas, subiendo y bajando barrancos, cruzando corrientes rápidas, a veces abriéndose paso a través de densos grupos de helechos o cañas de bambú. Sobre ellos llovían hormigas mordedoras que correteaban por sus camisas, y varias veces don Alfonso cercenó con su machete una serpiente pequeña y la arrojó a un lado. Llovió durante un rato y quedaron empapados. Luego salió el sol y se elevó vaho de ellos. Los perseguían nubes de insectos que los mordían con furia. Ninguno habló. No podían. Todo lo que podían hacer era seguir avanzando.
Horas después, cuando empezó a extinguirse la luz en las copas de los árboles, don Alfonso se detuvo. Sin decir nada se sentó en un tronco caído, sacó su pipa y la encendió. Tom observó la llama de la cerilla y se preguntó cuántas le quedaban. Habían perdido casi todo en el incendio de las canoas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Vernon.
—Acamparemos —dijo don Alfonso. Señaló con el machete—. Haremos un fuego. Allí.
Vernon se puso manos a la obra y Tom lo ayudó.
Don Alfonso señaló a Sally con el machete.
—Usted. Vaya a cazar. Puede que sea mujer, pero dispara como un hombre y tiene las agallas de un hombre.
Tom miró a Sally. Tenía la cara manchada, el pelo largo y rubio enmarañado, el rifle en bandolera. Vio en la cara de ella todo lo que él sentía: conmoción y asombro ante el ataque, horror por la muerte de Pingo, terror ante la pérdida de sus suministros, determinación de sobrevivir. Ella asintió y se internó en la selva.
Don Alfonso miró a Tom.
—Usted y yo construiremos una cabaña.
Una hora después se había hecho de noche. Estaban sentados alrededor del fuego, comiendo los restos de un guiso hecho con carne de un gran roedor que había cazado Sally. Cerca había una pequeña cabaña con techo de paja, y don Alfonso estaba sentado frente a un montón de hojas de palmera que pelaba y entrelazaba para hacer hamacas. Había estado callado salvo para dar órdenes escuetas.
—¿Quiénes eran esos soldados? —preguntó Tom.
Don Alfonso siguió ocupado en las hamacas.
—Eran los soldados que han venido con su otro hermano, Philip.
—Philip jamás permitiría que nos atacaran —dijo Vernon.
—No —dijo Tom.
Sintió que se le caía el alma a los pies. Debía de haber habido un motín en la expedición de Philip o había sucedido algo. En cualquier caso, Philip debía de correr peligro; si no estaba muerto ya. El enemigo desconocido, por tanto, tenía que ser Hauser. Era él quien había matado a los dos policías de Santa Fe, quien había organizado su arresto en Brus, quien estaba detrás del último ataque.
—La cuestión es —dijo Sally— si continuamos o regresamos.
Tom asintió.
—Sería suicida continuar —dijo Vernon—. No tenemos ni comida, ni ropa, ni tiendas, ni sacos de dormir.
—Philip está más adelante —dijo Tom—. Y en apuros. Es evidente que es Hauser quien está detrás del asesinato de los dos policías de Santa Fe.
Se produjo un silencio.
—Tal vez deberíamos volver, conseguir provisiones y regresar de nuevo. No podremos ayudarlo en estas condiciones, Tom.
Tom miró a don Alfonso, que trenzaba con habilidad. Percibió en su estudiada expresión neutral que tenía una opinión al respecto. Siempre ponía esa expresión cuando estaba a punto de llevar la contraria.
—¿Don Alfonso?
—¿Sí?
—¿Cuál es su opinión?
Don Alfonso dejó la hamaca en el suelo y se frotó las manos. Miró a Tom a los ojos.
—No es una opinión, sino una exposición de los hechos.
—¿Cuál es?
—Detrás de nosotros hay un pantano mortal cuya agua desciende cada día. No tenemos canoas. Tardaremos al menos una semana en construir una. Pero no podemos quedarnos una semana en ningún sitio, porque los soldados nos encontrarán, y al fabricar una canoa se hacen nubes de humo que estarán a la vista de todos. Debemos continuar a pie a través de la selva hasta la Sierra Azul. Regresar equivale a morir. Esta es mi exposición de los hechos.
Marcus Hauser estaba sentado sobre un leño junto al fuego, con un Churchill en la boca, desmontando el Steyr AUG para limpiarlo. El arma no lo necesitaba, pero era un acto físico repetitivo que equivalía casi a una forma de meditación. El rifle estaba hecho en su mayor parte de plástico bien acabado y eso le gustaba. Levantó la pieza deslizante del percutor, asió la empuñadura del cañón y, con el pulgar izquierdo, echó hacia atrás la palanca del cerrojo. Luego dio vueltas al cañón en el sentido de las agujas del reloj y tiró de él. Se desprendió con una suavidad que lo llenó de satisfacción.
De vez en cuando miraba hacia el bosque donde Philip estaba encadenado, pero no se oía nada. Había oído rugir un jaguar poco antes, un rugido de frustración y hambre, y no quería que se comiera a su prisionero, por lo menos antes de haber averiguado adonde había ido el viejo Max. Arrojó más leña al fuego para ahuyentar la oscuridad y al jaguar que merodeaba por allí. A su derecha corría el río Macaturi, salpicando y borboteando a medida que el agua se arremolinaba y fluía. Hacía una noche bonita, para variar, y el cielo aterciopelado estaba tachonado de estrellas que se reflejaban como débiles luces danzantes en la superficie del río. Eran cerca de las dos de la madrugada, pero Hauser era una de esas personas afortunadas que solo necesitaban dormir cuatro horas.
Tiró otro leño al fuego para aumentar la luz y desprendió la palanca de montar del armazón. Acarició las piezas lisas de plástico y metal —una caliente y la otra fría—, y disfrutó del olor del aceite para engrasar y de los chasquidos de las piezas bien acabadas a medida que las desmontaba. Unos cuantos movimientos estudiados más y el rifle que tenía ante sí quedó reducido a sus seis partes básicas. Levantó cada pieza, la examinó, la limpió y deslizó una mano por ella antes de encajarla de nuevo. Trabajaba despacio, hasta ensimismado; allí no había las prisas de un campamento de instrucción de reclutas.
Oyó un ruido débil, el gemido del motor de una canoa que regresaba. Se detuvo para escuchar con atención. La operación había concluido y los hombres regresaban puntuales. Hauser estaba satisfecho. Ni siquiera un grupo de soldados hondureños de pocas luces podía estropear una operación tan sencilla.
¿O sí? Vio cómo se materializaba la canoa en el río oscuro, pero con tres soldados a bordo en lugar de cinco. Atracó junto a la gran roca que hacía las veces de embarcadero. Bajaron de un salto dos hombres, formas iluminadas por el fuego que se movían contra la oscuridad, y ayudaron a bajar al tercero. Este caminaba rígidamente y Hauser oyó un gemido de dolor. Tres hombres… y había enviado a cinco.
Encajó de nuevo la cantonera, deslizó la palanca de montar en su sitio y colocó de nuevo el cerrojo a la izquierda, trabajando a tientas, con la vista clavada en las figuras que se movían hacia el fuego. Los hombres se acercaban tímidamente, nerviosos, y uno de ellos sostenía a su compañero herido. Una flecha de noventa centímetros de longitud le había atravesado el muslo, y el extremo emplumado sobresalía por detrás y la punta metálica con púas por delante. Tenía la pernera del pantalón rasgada y rígida de sangre reseca.
Los hombres se detuvieron sin decir nada, prácticamente mirando al suelo y moviendo los pies avergonzados. Hauser esperó. Era evidente el gran error que había cometido al confiar en que esos hombres llevaran a cabo la más sencilla de las operaciones.
Continuó montando el arma, girando el cañón hasta encajarlo en su sitio y colocando de nuevo el cargador, encajándolo en la culata con un clic. Luego esperó, con el arma en las rodillas, una sensación glacial en el corazón.
El silencio era insoportable. Uno de ellos tendría que hablar.
—
Jefe…
—empezó a decir el teniente.
Él esperó las excusas.
—Matamos a dos de ellos,
jefe,
y prendimos fuego a las embarcaciones y los suministros. Sus cuerpos están en la canoa.
—¿Qué dos hombres? —preguntó Hauser después de una pausa.
Se produjo un silencio lleno de tensión.
—Los dos indios tawahka.
Hauser guardó silencio. Eso era desastroso.
—El anciano que los acompaña vio la trampa antes de que pudiéramos abrir fuego —prosiguió el teniente—. Dieron la vuelta. Los seguimos corriente abajo, pero lograron desembarcar y escapar por la selva. Prendimos fuego a las canoas y los suministros. Luego, mientras los perseguíamos por la selva, uno de los tawahka nos tendió una emboscada. Tenía un arco y una flecha, lo peor para nosotros. No pudimos localizarlo hasta que alcanzó a dos de nosotros e hirió al tercero. Ya sabe cómo son esos indios de la selva,
jefe,
silenciosos como jaguares… —Se interrumpió con aire pesaroso. Cambió de postura nervioso, y el hombre con la flecha en el muslo dejó escapar sin querer un gemido—. Así que ya ve,
jefe,
matamos a dos y obligamos a los demás a adentrarse en la selva sin provisiones ni comida ni nada, donde seguro que morirán…