¿Por qué le había dicho a Hauser que lo hiciera? ¿Por qué había permitido que lo intimidara? Trató de decirse que Hauser lo habría hecho de todos modos, que él personalmente no había causado la muerte de nadie, que tal vez había sido una fanfarronada. A ciertas personas les gustaba hablar de violencia, alardear de sus armas, esa clase de cosas. Personas enfermas. Hauser podía ser una de ellas, que hablaban mucho pero no hacían nada.
Sonó el interfono y apretó con una mano temblorosa el botón.
—El señor Fenner, de Administración de Activos Dixon, para su cita de las dos.
Skiba tragó saliva. Era la única reunión que no podía eludir.
—Hágale pasar.
Fenner, como la mayoría de los analistas de la Bolsa que conocía, era un tipo menudo y seco que manifestaba una seguridad en sí mismo desmesurada. Ese era el secreto de su éxito: era el tipo a quien uno quería creer. Skiba le había hecho un montón de pequeños favores, le había dado varios chivatazos sobre ofertas públicas iniciales, había ayudado a matricular a sus hijos en un selecto colegio privado de Manhattan, había donado un par de veces cien mil dólares a la organización benéfica preferida de su esposa. A cambio Fenner había seguido recomendando «comprar» acciones Lampe durante todo su descenso, conduciendo a sus desafortunados clientes de cabeza a la quiebra, sin dejar en ningún momento de ganar millones él mismo. En pocas palabras, era el típico analista triunfador.
—¿Cómo estás, Lewis? —preguntó Fenner, sentándose junto al fuego—. Esto no puede ser muy divertido.
—No lo es, Stan.
—Me ahorraré las palabras de cortesía en un momento como este. Hace demasiado que nos conocemos. Quiero que me des una sola razón por la que debería aconsejar a mis clientes mantener sus Lampe. Solo necesito una buena razón.
Skiba tragó saliva.
—¿Puedo ofrecerte algo, Stan? ¿Agua mineral? ¿Jerez?
Fenner sacudió la cabeza.
—El comité de inversión va a desautorizarme. Es el momento de liquidar. Están asustados y, con franqueza, yo también lo estoy. Confiaba en ti, Skiba.
¡Qué estupidez! Fenner llevaba meses al corriente de la situación real de la compañía. Sencillamente se había sentido demasiado tentado por todos los regalos que Skiba había arrojado en su camino, así como por el negocio de banca de inversión que Lampe había ofrecido a Dixon. Cabrón codicioso. Por otra parte, si Dixon recomendaba «mantener» o «vender» en lugar de «comprar», Lampe estaría acabada. Sería la quiebra.
Tosió, carraspeó. Era incapaz de pronunciar una palabra y volvió a toser para disimular su parálisis.
Fenner esperó.
Skiba habló por fin.
—Stan, hay algo que puedo darte.
Fenner ladeó ligeramente la cabeza.
—Es secreto, confidencial, y si actuaras en consecuencia sería un caso claro de abuso de información privilegiada.
—Solo es abuso de información privilegiada cuando abusas de ella. Yo estoy buscando una razón para no hacerlo. Tengo clientes que están hasta arriba de acciones Lampe y necesito darles una razón para aguantar.
Skiba respiró hondo.
—Lampe va a anunciar dentro de unas semanas la adquisición de un manuscrito de dos mil páginas, un ejemplar único, compilado por los indios mayas antiguos. Ese manuscrito enumera cada planta y animal de la selva tropical que tiene propiedades terapéuticas, junto con recetas sobre cómo extraer los componentes activos, posología y efectos secundarios. El manuscrito es un compendio de los conocimientos médicos mayas antiguos, perfeccionado tras miles de años de vivir en la zona de mayor biodiversidad del planeta. Todo estará en poder de Lampe, absolutamente todo. Nos llegará limpiamente, sin derechos de autor, ni sociedades, ni pleitos ni gravámenes. —Se interrumpió.
La expresión de Fenner no había cambiado. Si pensaba algo, no se reflejó en su cara.
—¿Cuándo se hará este anuncio? ¿Puedes darme una fecha?
—No.
—¿Es seguro?
—Prácticamente.
Mentir era fácil. El códice era su única esperanza, y si fracasaba ya no importaría nada de todos modos.
Un largo silencio. Fenner permitió que en las finas y adustas facciones de su rostro se dibujara lo que podría haber sido una sonrisa. Cogió su maletín y se levantó.
—Gracias, Lewis. Me has dejado anonadado.
Skiba asintió y observó cómo Fenner salía discretamente de la oficina.
Si él supiera…
A medida que bajaban de las montañas la selva cambió. El terreno era sumamente escarpado, un paisaje cortado por barrancos profundos y ríos torrenciales, con altas crestas entre ellos. Continuaron por el sendero de cabras, pero la vegetación había crecido tanto que tuvieron que turnarse para abrirse paso a machetazos. Se resbalaban y caían tanto al subir los senderos lodosos y empinados como al bajarlos.
Durante días avanzaron con dificultad. No había un solo lugar llano para acampar y se vieron obligados a dormir en las laderas, colgando las hamacas entre los árboles, durmiendo toda la noche bajo la lluvia. Por las mañanas la selva estaba oscura y brumosa. En un día duro podían recorrer ocho kilómetros y al final de cada jornada estaban todos totalmente exhaustos. Apenas cazaban nada. Nunca tenían comida suficiente. Tom no había pasado más hambre en toda su vida. De noche soñaba en chuletas y patatas fritas, por el día pensaba en helados y langostas untadas con mantequilla, y al caer la tarde de lo único que hablaban alrededor de la hoguera era de comida.
Los días empezaban a confundirse unos con otros. No dejó ni un solo momento de llover ni se disipó la niebla. Las hamacas se pudrieron y tuvieron que tejer otras nuevas, la ropa empezó a caérseles a pedazos, los gusanos aradores la infestaron y se introdujeron por debajo de su piel, las costuras de su calzado se deshicieron. No tenían otra muda, y la selva no tardó en reducirlos a la desnudez. Tenían el cuerpo cubierto de picaduras, mordeduras, arañazos, cortes, costras y llagas. Al subir un barranco Vernon resbaló y se agarró a un arbusto para detener la caída, haciendo que una lluvia de hormigas bravas cayera sobre él; le mordieron con tal virulencia que estuvo veinticuatro horas febril y sin poder apenas caminar.
Lo único que redimía la selva era la vida vegetal. Sally encontró una profusión de plantas medicinales y preparó con ellas un ungüento que obraba milagros con las picaduras, sarpullidos e infecciones de hongos. Y bebían una infusión de hierbas que ella había preparado y que afirmaba que era antidepresiva, aunque no impidió que se deprimieran.
Y siempre, por la noche e incluso de día, oían rugir y merodear al jaguar hembra. Nadie hablaba de ella —don Alfonso lo había prohibido—, pero Tom no se la sacaba de la cabeza. Seguro que había otras presas que comer en la selva. ¿Qué quería? ¿Por qué los seguía y nunca atacaba?
La cuarta o quinta noche —Tom había empezado a perder la cuenta— acamparon en lo alto de una cresta, entre enormes troncos de árboles medio podridos. Había llovido y se elevaba vaho del suelo. Comieron pronto: lagarto hervido con raíz de
matta.
Después de comer Sally se levantó con el rifle.
—Jaguar o no, me voy a cazar.
—Te acompaño —dijo Tom.
Siguieron un arroyuelo que bajaba desde el campamento a través de un barranco. Era un día gris, el bosque que los rodeaba era enclenque y enfermizo, y de la vegetación se elevaba vaho. El ruido de gotas de agua se mezclaba con los gritos apagados de los pájaros.
Durante media hora bajaron por el barranco, entre rocas cubiertas de musgo y troncos de árboles, hasta que llegaron a un riachuelo rápido. Caminaron a lo largo de él en fila india a través de la niebla que se arremolinaba. La misma Sally se movía un poco como un gato, pensó Tom viéndola abrirse paso con sigilo entre la maleza.
Sally se detuvo y alzó una mano. Levantó despacio el arma, apuntó y disparó.
Un animal se sacudió y gritó en la maleza, pero los ruidos dejaron de oírse rápidamente.
—No sé qué era, solo que era robusto y peludo. —Entre la maleza encontraron al animal, tendido de costado con las cuatro patas estiradas.
—Una especie de pécari —dijo Tom bajando la vista con desagrado. Nunca se acostumbraría a matar animales.
—Tu turno —dijo Sally sonriéndole.
Él sacó su machete y empezó a limpiar el animal mientras Sally lo observaba. De los órganos internos se elevaba vaho.
—Si le damos un hervor en el campamento, podremos arrancarle el pelo —dijo Sally.
—Estoy impaciente —dijo Tom. Terminó de destriparlo, cortó un palo y ató las patas juntas. Lo colgaron de él y se lo pusieron al hombro. No pesaba más de doce kilos, pero serviría para cenar y todavía sobraría carne para ahumarla. Echaron a andar a lo largo del barranco, volviendo por donde habían venido.
No habían dado ni veinte pasos cuando el jaguar les hizo detenerse, de pie en mitad del sendero, justo frente a ellos. Los miró con sus ojos verdes, agitando la punta de la cola de un lado para otro.
—Retrocede —dijo Tom—. Poco a poco. —Pero a medida que ellos retrocedían, el jaguar dio un paso hacia delante, y otro, avanzando con sigilo.
—¿Recuerdas lo que dijo don Alfonso?
—No puedo hacerlo —susurró ella.
—Dispárale por encima de la cabeza.
Sally levantó la boca del arma y disparó.
El estallido quedó curiosamente amortiguado por la niebla y la tupida vegetación. El jaguar se estremeció ligeramente pero no dio más muestras de haberlo oído, se limitó a seguir mirándolos, retorciendo la punta de la cola tan rítmicamente como un metrónomo.
—Lo rodearemos —dijo Sally.
Abandonaron al animal y se adentraron más en la selva. El felino no hizo ademán de seguirlos salvo con sus ojos verdes, y no tardó en desaparecer. Al cabo de unos cien metros Tom empezó a retroceder hacia la cresta. Oyeron al felino rugir un par de veces a su izquierda y siguieron bajando de la cresta. Avanzaron casi medio kilómetro y se detuvieron. Ya deberían haber encontrado el barranco y el arroyo, pero no estaban allí.
—Deberíamos dirigirnos más a la izquierda —dijo Tom.
Torcieron a la izquierda. La selva se volvió más densa, más oscura, los árboles eran más pequeños y estaban más pegados unos a otros.
—No recuerdo haber pasado por aquí antes.
Se detuvieron para escuchar. Parecía haber descendido sobre la selva un silencio inquietante. No se oía ningún arroyo, solo las gotas de agua que caían de las ramas.
A sus espaldas se oyó un rugido profundo y resonante.
Sally se volvió enfadada.
—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Fuera!
Siguieron andando, apretando el paso, Tom abriendo el camino a machetazos a través de la maleza. De vez en cuando oían a su izquierda al felino siguiéndoles el paso, ronroneando de vez en cuando. No era un sonido amistoso, sino profundo y sonoro, y parecía más bien un gruñido. Tom sabía que se estaban perdiendo, que no iban en la dirección que debían. Casi corrían.
Y de pronto pareció materializarse ante ellos en la niebla un destello dorado. Estaba de pie sobre una rama baja, tenso.
Se detuvieron y retrocedieron despacio mientras el animal los observaba. Luego, con un movimiento fluido, saltó a un lado de ellos, y en tres brincos se situó en una rama a sus espaldas, impidiéndoles retroceder.
Sally lo apuntaba con el rifle, pero no disparó. Se quedaron mirando al animal y este les sostuvo la mirada.
—Creo que tal vez ha llegado el momento de matarlo —susurró Tom.
—No puedo.
Por alguna razón era la respuesta que Tom quería oír. Nunca había visto un animal tan lleno de vitalidad, tan ágil, tan magnífico.
De repente el jaguar se volvió y se alejó saltando con ligereza de rama en rama hasta desaparecer en la selva.
Se quedaron allí en silencio y Sally sonrió.
—Ya te dije que solo tenía curiosidad.
—Eso es lo que se llama curiosidad, seguirnos ochenta kilómetros. —Tom miró alrededor. Volvió a meterse el machete en la cintura y recogió el palo del que colgaba el pécari muerto. Estaba inquieto, nervioso. No había terminado.
No habían dado ni cinco pasos cuando el jaguar cayó con un grito ensordecedor sobre ellos, como una lluvia dorada, y aterrizó en la espalda de Sally con ruido sordo. El arma se disparó inútilmente. Sally se retorció al caer; aterrizaron juntos en el suelo, y la fuerza del golpe derribó al jaguar, no sin antes rasgar por la mitad la camisa de Sally.
Tom se abalanzó sobre el lomo del animal y lo sujetó entre sus piernas como si fuera un potro salvaje, al tiempo que le buscaba los ojos con los pulgares para arrancárselos; pero antes de que pudiera hacerlo sintió cómo el enorme cuerpo se flexionaba y saltaba como un muelle debajo de él. El animal volvió a rugir, saltó y se retorció en el aire mientras Tom desenfundaba el machete. Y de pronto tuvo al animal sobre él, una asfixiante masa de pelo caliente y hediondo que hacía presión sobre él y el machete, que apuntaba hacia arriba; Tom sintió cómo la hoja se hundía en el jaguar y un fuerte chorro de sangre caliente le caía a la cara. El jaguar rugió y se retorció, y Tom deslizó con toda sus fuerzas el machete hacia un lado. El cuchillo debía de haber penetrado los pulmones del animal, porque soltó un aullido que sonó como un gorgoteo ahogado y se relajó. Tom se lo quitó de encima y le arrancó el machete. El jaguar dio una última patada y se quedó inmóvil.
Se acercó corriendo a Sally, que trataba de levantarse. Al verlo ella gritó.
—Dios mío, Tom, ¿estás bien?
—¿Y tú?
—¿Qué te ha hecho? —Ella trató de tocarle la cara y él comprendió de pronto.
—No es mi sangre sino la de ella —dijo él débilmente, inclinándose sobre ella—. Deja que eche un vistazo a tu espalda.
Ella se tumbó boca abajo. Tenía la camisa hecha trizas y cuatro arañazos le recorrían el hombro. El le quitó el resto de la camisa.
—Eh, estoy bien —dijo ella con voz ahogada.
—Calla. —Tom se quitó la camisa a su vez y empapó un extremo en un charco de agua—. Esto te va a doler.
Ella gruñó de dolor mientras él le limpiaba las heridas. No eran profundas; el mayor peligro era que se le infectaran. Tom arrancó un poco de musgo e hizo una gasa que sujetó sobre la herida con su camisa. Le ayudó a ponerse de nuevo la camisa y se sentó.
Ella lo miró de nuevo e hizo una mueca.
—Cielos, estás cubierto de sangre. —Miró hacia el animal, tumbado en todo su esplendor dorado en el suelo con los ojos entreabiertos—. ¿La has matado con el machete?