Ella seguía allí, con una mano en su mejilla. Lo miró largo rato. Tenía la cara sucia, llena de arañazos y picaduras; el pelo enmarañado y apagado, los ojos hundidos. Todo parecido con la chica que había galopado a pelo detrás de él en Utah se había desvanecido…, salvo por el intenso turquesa de sus ojos y la manera en que sacaba ligeramente el labio inferior.
—No tenemos mucho tiempo —dijo ella por fin. Hizo una pausa, mirándolo fijamente. —Necesito decirte algo, Tom.
—¿Qué?
—Parece ser que me he enamorado de ti.
La realidad volvió con repentina claridad. Tom no podía hablar.
Ella continuó bruscamente.
—En fin…, ya lo he dicho.
—Pero ¿qué hay de…?
—¿Julián? Es el hombre perfecto con el que sueñan todas las mujeres, guapo, brillante y con las ideas apropiadas. Es el chico con el que tus padres querrían que te casaras. Era mi Sarah. ¿Quién quiere eso? Lo que sentía por él no se parece nada a lo que siento por ti, con todas tus… —Vaciló y sonrió—. ¿Imperfecciones?
Con esas palabras todas las complicaciones se desvanecieron, y todo se volvió claro y simple. Él trató de hablar y por fin logró decir con voz ronca:
—Yo también te quiero.
Ella sonrió, y recuperó un destello de su anterior resplandor.
—Lo sé, y me alegro. Siento haber estado irritable contigo. Era porque no quería admitirlo.
Guardaron silencio unos momentos.
—Supongo que te quise desde el momento en que me robaste el caballo y viniste a buscarme a Utah —dijo Tom—. Pero lo supe realmente cuando no quisiste disparar al jaguar. Siempre te querré por eso.
—Cuando me llamaste para mirar ese bosque resplandeciente —dijo Sally— fue cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de ti.
—No dijiste nada.
—Tardé un poco en comprenderlo. Como habrás notado, soy tozuda. No quería admitir que estaba equivocada.
Él tragó saliva. La cabeza le empezó a dar vueltas.
—Pero yo soy un tipo normal. No fui a Stanford a los dieciséis…
—¿Normal? ¿Un hombre que combate cuerpo a cuerpo con jaguares y anacondas? ¿Que encabeza una expedición al corazón de las tinieblas con coraje y buen humor?
—Solo hice esas cosas porque me vi obligado.
—Esa es una de tus cualidades: eres modesto. Estando contigo he empezado a comprender la clase de persona que es Julián. No quiso venir conmigo porque le pareció que sería un trastorno. Interrumpiría su trabajo. Y creo que, debajo de todo ello, había miedo. Julián, me he dado cuenta, es la clase de persona que no intenta nada a menos que esté completamente seguro de que va a tener éxito. Tú en cambio intentarías lo imposible.
A Tom empezó a darle vueltas la cabeza de nuevo. Luchó por mantenerla inmóvil. Le encantaba lo que estaba escuchando.
Ella sonrió con tristeza y apoyó la cabeza en su pecho.
—Siento que a los dos se nos haya acabado el tiempo.
El le puso una mano en el pelo.
—Es un lugar horrible para enamorarse.
—Ya lo creo.
—Tal vez en otra vida… —Tom luchó por mantenerse aferrado a la realidad—. Tendremos otra oportunidad, de alguna manera…, en alguna parte… —La
cabeza
seguía dándole vueltas. ¿Qué trataba de decir? Cerró los ojos intentando combatir el vértigo, pero solo logró hacerlo empeorar. Trató de abrirlos, pero no vio más que un remolino verde y marrón, y se preguntó brevemente si solo había sido un sueño, todo, el cáncer de su padre, el viaje, la selva, Sally, su hermano moribundo. Sí,
había
sido un sueño, largo y extraño, e iba a despertar en su cama, siendo niño de nuevo, con su padre gritándoles en el piso de arriba: «¡Buenos días, buenos días, otro día más!».
Pensando eso se sumió en la inconsciencia, feliz.
Marcus Hauser estaba sentado en un taburete de campaña junto a la puerta del templo en ruinas, empapándose de la mañana. Un tucán chilló y dio saltitos en un árbol cercano, agitando su enorme pico. Hacía un día espléndido, el cielo era de un azul nítido, la selva verde apagado. En esas montañas el clima era más frío y seco, y el aire parecía más fresco. Le llegó la fragancia de una flor desconocida. Sintió cómo recuperaba algo semejante a la paz. Había sido una noche larga, y se sentía exhausto, vacío y decepcionado.
Oyó pasos haciendo crujir las hojas caídas. Uno de los soldados le traía el desayuno —huevos con beicon, café, plátano frito— en una bandeja esmaltada con un ramillete de alguna hierba de adorno. Se colocó la bandeja sobre las rodillas. El adorno le irritó y lo tiró, luego cogió el tenedor y empezó a comer, reflexionando sobre lo ocurrido la noche anterior. Había llegado el momento de hacer hablar al jefe. No habían pasado ni cinco minutos cuando había sabido que el viejo jefe no iba a derrumbarse, pero había seguido la formalidad de todos modos. Era como ver una película porno: era incapaz de apagarla, y sin embargo al final maldecía la pérdida de tiempo y de energía. Lo había intentado. Había hecho todo lo posible. Ahora tenía que pensar en otra solución.
Aparecieron en la puerta dos soldados sosteniendo el cuerpo entre ellos.
—¿Qué hacemos con él, jefe?
Hauser señaló con el tenedor, con la boca llena de huevo.
—Tirarlo por el barranco.
Salieron y él terminó de desayunar. La Ciudad Blanca era un lugar extenso cubierto de vegetación. Max podía estar enterrado prácticamente en cualquier parte. El problema era que el pueblo estaba tan agitado que había pocas probabilidades de tomar otro rehén para tratar de sonsacarle dónde se encontraba la tumba. Por otra parte, no le hacía ni pizca de gracia pasar las dos próximas semanas hurgando en esas ruinas infestadas de ratas.
Terminó, se palpó los bolsillos y sacó un delgado tubo de aluminio. En un minuto terminó el ritual y el puro estaba encendido. Dio una profunda chupada, sintiendo los efectos tranquilizadores de la nicotina al extenderse de sus pulmones a su cuerpo. Todos los problemas podían dividirse en opciones y sub opciones. Había dos: podía encontrar él solo la tumba o bien dejar que otro lo hiciera por él. Si dejaba que otro la encontrara, ¿quién podía ser esa persona?
—
¿Teniente?
El teniente, que había estado esperando fuera las órdenes de esa mañana, entró e hizo el saludo.
—¿Sí, señor?
—Quiero volver a enviar a un hombre a comprobar el estado de los hermanos Broadbent.
—Sí, señor.
—Que no los moleste ni permita que se enteren de su presencia. Quiero saber en qué estado se encuentran, si siguen avanzando o han dado media vuelta…, todo lo que pueda averiguar.
—Sí, señor.
—Vamos a empezar por la pirámide esta mañana. Volaremos este extremo con dinamita y trabajaremos sobre la marcha. Organice los explosivos y los hombres, y téngalos listos para dentro de una hora. —Dejó el plato en el suelo y se levantó, y se llevó al hombro su Steyr AUG. Salió a la luz del sol y levantó la vista hacia la pirámide, calculando ya cómo colocar los explosivos. Tanto si encontraba a Max en la pirámide como si no, eso por lo menos tendría a los soldados ocupados… y entretenidos. A todo el mundo le gustaba presenciar una gran explosión.
Sol. Era el primer día que lo veía en semanas. Sería agradable trabajar al sol para variar.
La Muerte fue a buscar a Tom Broadbent, aunque no envuelta en una capa negra y empuñando una guadaña. Llegó en forma de una cara salvaje y espeluznante pintada a rayas rojas y amarillas, y rodeada de plumas verdes, que lo miraba con ojos verdes, pelo negro y dientes blancos y puntiagudos al tiempo que le daba unos golpecitos. Pero la muerte que Tom esperaba no llegó. En lugar de ello, la figura aterradora le obligó a tragar un líquido caliente, una y otra vez. Él forcejeó débilmente, luego lo aceptó y se durmió.
Se despertó con la garganta seca y un fuerte dolor de cabeza. Estaba en una cabaña cubierta de paja, tendido en una hamaca seca. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos nuevos. El sol brillaba fuera de la cabaña y llegaban los sonidos de la selva. Durante largo rato no pudo recordar quién era o qué hacía allí, luego acudió todo a su memoria, fragmento por fragmento: la desaparición de su padre, el extraño testamento, el viaje río arriba, las bromas y dichos de don Alfonso, el pequeño claro con vistas a la Sierra Azul, agonizando al cobijo del tronco podrido bajo la lluvia.
Todo parecía haber ocurrido hacía muchísimo tiempo. Se sentía renovado, como si hubiera vuelto a nacer, débil como un bebé.
Levantó con cautela la cabeza todo lo que se lo permitía la fuerte jaqueca. La hamaca de a su lado estaba vacía. Le dio un vuelco el corazón. ¿Quién había estado en ella? ¿Sally? ¿Vernon? ¿Quién había muerto?
—¿Hola? —preguntó débilmente, tratando de incorporarse—. ¿Hay alguien aquí?
Oyó un ruido fuera y Sally entró, levantando la portezuela. Fue como un repentino estallido de oro.
—¡Tom! Me alegro tanto de que estés mejor.
—Oh, Sally, he visto esa hamaca vacía y he pensado…
Sally se acercó y le cogió la mano.
—Estamos todos aquí.
—¿Philip?
—Sigue enfermo, pero está mucho mejor. Vernon debería estar mejor mañana.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
—Seguimos en el mismo lugar. Puedes dar las gracias a Borabay cuando vuelva. Ha salido a cazar.
—Borabay.
—Un indio de la montaña. Nos encontró y nos salvó. Nos ha cuidado a todos hasta devolvernos la salud.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Cuánto tiempo llevo enfermo?
—Hemos estado todos enfermos cerca de una semana. Tenemos una fiebre que él llama
bisi.
Es
curandero.
No como yo, sino un
curandero
de verdad. Nos preparó una medicina, nos dio de comer, nos salvó la vida. Hasta habla un inglés divertido.
Tom trató de incorporarse.
—Aún no. —Ella lo hizo recostar—. Bebe un poco de esto.
Le ofreció una taza llena de un brebaje dulce. Él lo bebió y sintió cómo le aumentaba el apetito.
—Huelo algo cocinándose que seguro que está delicioso.
—Guiso de tortuga al estilo Borabay. Te traeré un poco. —Ella le puso una mano en la mejilla.
Él levantó la vista hacia ella, recordando todo de pronto.
Ella se inclinó sobre él y lo besó.
—Nos queda un largo camino por recorrer antes de que todo esto termine.
—Sí.
—Cada cosa a su tiempo.
Él asintió. Ella le trajo sopa de tortuga. Tom comió y luego se quedó profundamente dormido. Cuando despertó, el dolor de cabeza había desaparecido y fue capaz de levantarse de la hamaca y salir tambaleándose de la cabaña. Sentía las piernas como de goma. Estaban en el mismo claro bajo el mismo tronco caído, pero de un frío y húmedo bosquecillo se había convertido en un alegre campamento abierto. Habían cortado helechos y los habían utilizado para pavimentar el suelo embarrado, formando una agradable alfombra mullida. Había dos cabañas limpias con el tejado de hojas de palmera y una hoguera con troncos alrededor para sentarse. El sol entraba a raudales por la abertura entre las copas de los árboles. Por ella se alzaba la Sierra Azul, de un violáceo profundo contra el cielo azul. Sally estaba sentada junto al fuego, y cuando él salió, se levantó de un salto y le cogió del brazo, y lo ayudó a sentarse.
—¿Qué hora es?
—Las diez de la mañana —dijo Sally.
—¿Cómo está Philip?
—Está descansando en su hamaca. Sigue débil, pero se pondrá bien. Vernon está durmiendo para recobrarse de la última fase de la fiebre. Come un poco más de guiso. Borabay nos ha estado sermoneando que tenemos que comer todo lo que podamos.
—¿Dónde está el misterioso Borabay?
—Cazando.
Tom comió más guiso de tortuga; había una olla enorme borboteando sobre el fuego, llena no solo de trozos de carne sino también de diversas raíces y verduras extrañas. Cuando terminó fue a la otra cabaña para ver a Philip. Abrió la puerta de paja y hojas de palmera, se inclinó y entró.
Philip estaba tumbado en la hamaca, fumando. Seguía sorprendentemente delgado, pero las llagas se habían convertido en costras y los ojos ya no parecían hundidos.
—Me alegro de verte en pie, Tom —dijo.
—¿Cómo te encuentras?
—Me flojean las piernas, pero por lo demás estoy estupendo. Casi tengo los pies curados. Andaré dentro de un par de días.
—¿Has conocido a ese tipo, Borabay?
—Oh, sí. Un tipo raro, todo pintado, con discos en las orejas, tatuajes, todo. Sally lo haría canonizar si no fuera porque dudo que sea católico.
—Pareces un hombre nuevo, Philip.
—Lo mismo digo, Tom.
Se produjo un silencio incómodo, interrumpido por un grito que llegó de fuera.
—¡Hola! ¡Hermanos!
—Ah, Borabay ha vuelto —dijo Philip.
Tom salió rápidamente de la cabaña y vio cruzar el prado a un indio menudo de lo más asombroso. Tenía la cara y la parte superior del cuerpo pintados de rojo, unos círculos negros le delineaban los ojos y unas rayas de un amarillo intenso le recorrían diagonalmente el pecho. De las bandas que le rodeaban los antebrazos salían plumas, e iba desnudo salvo por un taparrabos. Llevaba dos enormes discos insertados en sus lóbulos agrandados que se balanceaban a cada paso. Un intrincado dibujo de cicatrices le recorría la barriga, y sus dientes delanteros estaban afilados y acabados en punta. Tenía el pelo negro, cortado recto, los ojos de un color castaño de lo más insólito, casi verde, el rostro asombrosamente hermoso y bien cincelado, el cuerpo terso y escultural.
Se acercó al fuego, menudo y digno, con una cerbatana en una mano y un animal muerto —de una especie desconocida— en la otra.
—Hermano, traigo carne —dijo en inglés, y sonrió. Luego tiró el animal al suelo y pasó por encima de él. Abrazó a Tom dos veces, besándolo a cada lado del cuello, una especie de saludo indio ritualizado. Luego retrocedió y le puso una mano en el pecho.
—Mi nombre Borabay, hermano.
—Yo soy Tom.
—Yo, Jane —dijo Sally.
Borabay se volvió.
—¿Jane? ¿Sally no?
Sally se rió.
—Era una broma.
—Tú, yo, él, hermanos —concluyó Borabay dando a Tom otra serie formal de abrazos y besándolo de nuevo a ambos lados del cuello.
—Gracias por salvarnos la vida —dijo Tom. Sonó poco convincente, pero Borabay pareció complacido.