El Código y la Medida (34 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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—El estandarte será el de Agion Pathwarden —agregó el caballero—. Un centauro rojo sobre una montaña negra.

El hombre rudo se arrebujó más en su capa.

—Y por tan generoso pago, lord…

—Grimbane —lo interrumpió—. Me conoces sólo como lord Grimbane.

—¡Ilusión! —gritó Sturm, obligándose a apartar los ojos de la visión.

Vertumnus se sentó en el yunque y lo contempló con curiosidad y cierta tristeza.

—¡Tiene que ser una ilusión!
¡Tiene
que…! —siguió el joven.

—¿Y si no lo es?

—Mi venganza será tal, que… —empezó Sturm.

—No. —Vertumnus se bajó del yunque con movimientos gráciles. En dos zancadas se situó junto a Sturm y su mano se cerró con fuerza en el hombro del chico.

Sturm se quedó boquiabierto. El dolor había desaparecido… La herida…

—No —repitió Vertumnus—. No es una ilusión. Yo era el otro caballero, Sturm Brightblade. Cabalgué bajo la nevada hasta aquel paso remoto, donde pergamino y pago fueron entregados a los malhechores. Así como también lo fueron los soldados de a pie que nos acompañaban. Y, cuando Agion cayó y el castillo quedó condenado a la destrucción, fue a mí a quien culpó Boniface.

Privado del habla, Sturm dejó caer la espada. Cegado por las lágrimas y la rabia, se agachó y buscó a tientas el arma en el suelo de la forja, en tanto que lord Silvestre continuaba el relato con voz serena.

—Lo seguí a las montañas bajo la ventisca, sustentado por mi amor hacia la Medida, complacido por el honor que lord Boniface me otorgaba al pedirme que lo acompañara. El amor y la complacencia se tornaron en desprecio y cólera cuando presencié la conspiración y el dinero pasando de caballero a bandido.

»
Pero no podía hacer nada. Regresé al castillo Brightblade, donde Boniface, volviendo sobre sus huellas en la nieve como un viejo zorro, se valió del Código y la Medida y toda la condenada maquinaria solámnica para declararme culpable de
su
traición. Cuando abandoné la tropa y me interné en la ventisca, no sabía nada de Acebeda y el cambio que me aguardaba. Pensé que caminaba hacia la muerte, a una progresiva debilidad hasta desplomarme en la nieve y caer en un sueño del que no despertaría, pero prefería esa forma de morir a la marcada por la Orden…, a que se derramara mi sangre y mi alegría a manos de una congregación exangüe y lúgubre.

»
Pero no te he traído hasta aquí para provocar una matanza. La venganza solámnica es algo enmarañado y dañino, tan abrasador y ponzoñoso como la cópula de arañas. Y tampoco por tu Cogido y Medida, ni por el orgullo que dimana de ellos. Porque la Medida puede ser una venganza legalizada por las reglas, pero sigue siendo venganza, intrincada y virulenta.

—Entonces…, entonces, ¿para qué? —preguntó Sturm casi gritando.

Vertumnus se agachó junto al joven.

—Quédate en el Bosque Sombrío —dijo—. Perdona a Boniface…, a la Orden…, a tu padre…, a todos ellos. Perdónalos y déjalos atrás. Perdónalos.

—¡Pero están el Código y la Medida! —insistió Sturm—. Mil años de ley…

—¡Que no ha servido para nada bueno! —lo interrumpió lord Silvestre con vehemencia—. Que ha hecho monstruos de los Crownguard y de los Jeoffrey. Que ha masacrado a incontables millares de seres. Que te arrebató un padre y te ha herido más allá de toda esperanza, sin remedio, a menos…

Espantado, enfurecido, el muchacho se apartó del hombre que estaba ante él y se golpeó el hombro contra las piedras del pozo. Tropezó en unos morillos desechados y por fin consiguió ponerse de pie, con los ojos transidos de dolor, desolación y rabia, y los nudillos blancos por la fuerza con que apretaba la empuñadura de la espada.

«Blasfemia. No lo aceptaré. ¡Por Huma, Vinas Solamnus y el propio Paladine, que no lo aceptaré!», clamó para sus adentros.

—¡La Orden es ahora mi padre! —gritó. Su voz sonó débil y angustiada en el silencioso patio—. ¡Mi familia es la Orden! ¡Regresa a tus bosques y déjame en paz!

* * *

Se despertó tendido sobre el yunque, con la funda de la espada en las manos. La forja había desaparecido, y con ella el establo. Una solitaria
Luin
pacía tranquilamente en un cercano huerto cuajado de enredaderas, y a lord Vertumnus no se lo veía por ninguna parte.

La música había cesado. Sturm se movió hacia un lado y luego hacia el otro, rodeando el yunque y mirando en todas direcciones, esperando que la canción se reanudara y lo guiara hasta Vertumnus. Pero toda la aldea estaba sumida en el silencio…, un silencio denso y opresivo.

Luin
levantó la cabeza y relinchó, pero Sturm no oyó nada.

Miró hacia arriba; el viento pasaba entre los árboles sin hacer ruido. Las hojas se agitaban calladamente y, en lo alto, una bandada de gansos volaba veloz hacia el sur, en su emigración anual a otras regiones más frías, pero sus aleteos y graznidos eran inaudibles.

—¿Qué? —preguntó Sturm en voz alta, hambriento de un sonido, aunque fuera el de su propia voz.

Gritó de nuevo, y una tercera vez. Era el único sonido en toda la creación, y resonó antes de perderse en la honda y persistente quietud que lo rodeaba. Entonces, rompió el silencio el redoble apagado y regular de un tambor en la distancia. Sturm aguzó el oído para localizar la procedencia del sonido, pero hacia dondequiera que se volviera, resultaba igualmente débil, y hacia dondequiera que se dirigiera —ya fuera hacia
Luin,
al yunque, o al centro de la ciudad—, el sonido era invariable, tenue.

Llegó a la plaza de la aldea antes de caer en la cuenta de que lo que escuchaba era el latido de su propio corazón. Se detuvo y desenvainó la espada. En la quietud que lo rodeaba, oyó el susurro de las hojas, el murmullo del viento entre las ramas.

Y de pronto, inexplicablemente para todas sus reglas, códigos de conducta y enseñanzas, tuvo la certeza de que jamás volvería a ver al Hombre Verde.

* * *

Vertumnus se recostó en la horquilla inferior de las ramas del vallenwood, mirando intensamente la superficie borrosa del estanque que tenía debajo. Al pie del árbol estaba sentada lady Acebeda, y a su lado se encontraba su hijo, Jack Derry.

Weyland el herrero estaba en cuclillas en medio de una docena de sus vecinos, y sus inmensas manos se afanaban en realizar un intrincado tejido con hilos de cobre y plata. Lo que hacía aún resultaba indescifrable, incluso para los más avispados del círculo, pero todos observaban anhelantes, esperando cualquier cosa sorprendente que su toque maestro extrajera del metal.

Se habían reunido allí todos, convocados por la druida, ansiosos por tener noticias de lord Silvestre mientras la mañana culminaba en un brillante mediodía. Circulaban rumores entre los aldeanos: que se tramaba una guerra con Solamnia; que lord Silvestre había sido secuestrado por una banda de elfos silvanestis; que cabalgaba solo hacia el norte buscando venganza por alguna ofensa ambigua. Por fin habían oído la música que traía un viento frío que venía de la dirección del pueblo, y habían comprendido que se encontraba cerca y se reuniría con ellos pronto. A última hora de la mañana, la música había cesado, y el capitán Duir, apostado en las afueras del bosque, había sido el primero en divisar a Vertumnus, que se acercaba abatido, caminando lentamente, con las hojas de su ropa y del cabello mustias y amarillentas.

Vertumnus no les había dicho nada, y se había limitado a hacer un gesto con la cabeza, abstraído, cuando Jack Derry le presentó a la doncella elfa, Mara. Hizo caso omiso de las palabras animosas de lady Acebeda y del parloteo de las ninfas, y se encaramó al sitio donde ahora estaba sentado, sumido en hondas reflexiones.

Pasado un tiempo, los aldeanos se olvidaron de lord Silvestre y regresaron a sus diversas tareas en el bosque, a la recogida de dedaleras y confervas, a la caza, y a la pesca en un caudaloso arroyo que corría a través de las profundidades del bosque. Mara continuó observándolo, desconcertada por su actitud desdichada y abstraída. Por fin la muchacha preguntó a lady Acebeda si el encuentro con Sturm había tenido lugar.

La druida asintió con un cabeceo, absorta en preparar una infusión de milenrama que, tal como Mara sabía de sus años como sirvienta en Silvanost, era un remedio para la melancolía.

—Claro que ha tenido lugar —dijo lady Acebeda.

—Entonces, deduzco por la expresión de lord Silvestre que el joven Sturm lo ha vencido —comentó Mara.

Acebeda alzó la vista al árbol, donde Vertumnus estaba inclinado hacia adelante, silencioso y estático, con una mirada afligida en sus oscuros ojos.

—Y yo deduzco por su actitud que el joven Sturm se ha derrotado a sí mismo —contestó la druida.

Pasaron horas antes de que Vertumnus hablara. El día llegaba a su fin, y las alondras ya se habían recogido en sus nidos. Por doquier, en torno al grupo, el bosque rebullía con la cháchara de las ardillas y el arrullo de las palomas silvestres que habían regresado al sur para instalarse en las ramas de olmos y arces.

—Se ha marchado —anunció Vertumnus. Al instante, doscientos pares de ojos se volvieron a la rama del vallenwood donde estaba sentado, mientras las hojas amarillentas se desprendían tristemente de su barba y de su túnica—. De regreso hacia Vingaard y, sin duda, hacia la Torre y todo lo que significa su ponderosa Orden.

—Donde podrías encontrarte tú mismo de no ser por un golpe de suerte, cierta noche de invierno —observó Acebeda.

Vertumnus le sonrió.

—Y a la bondad de las fuerzas que mantenían bajo asedio el castillo de lord Angriff —dijo.

Acebeda le devolvió la sonrisa, al tiempo que tendía una taza con la infusión de milenrama a su enramado y encaramado esposo.

Vertumnus contempló cariñosamente a Jack Derry, que estaba al pie del árbol, todavía maravillado por la rapidez con que maduraba este retoño que era hijo suyo y de Acebeda. Al fin y al cabo, tenía cinco años y ya era un muchacho crecido, con el brazo fuerte de un guerrero, la vista perspicaz y entrenada de un guardabosques, y…

Y un creciente interés por cierta doncella elfa desamparada.

Vertumnus sonrió, y enseguida recobró su seriedad. Había otras cosas de las que ocuparse, y algunas de ellas no podían esperar mucho.

—Tengo entendido que Mara la elfa es hábil en el conocimiento de la flauta y algunos de los modos antiguos —dijo lord Silvestre.

La muchacha se puso colorada, pero Acebeda posó su mano en el hombro de la chica en un gesto de ánimo.

—Yo… aprendí algunas tonadas hace tiempo, lord Silvestre —dijo, sin alzar los ojos del manto de hojas que alfombraba el suelo del bosque.

—Y muy bien, por cierto —dijo Vertumnus—. También tengo entendido que fue el amor y la ficción lo que te condujeron a ello.

—Me sentí muy defraudada cuando lo descubrí —respondió Mara amargamente, alzando los ojos hacia el Hombre Verde.

—Defraudada, tal vez —admitió él—. Pero no demasiado. El amor y la ficción sobreviven al mejor de nuestros sueños.

Mara frunció el entrecejo. Al parecer, había pasado de las incomprensibles reglas solámnicas a un mundo de hojas, sombras y parábolas. A saber lo que vendría a continuación.

—¿Qué quieres de mí o de mis conocimientos musicales? —inquirió.

—Acompañamiento —respondió Vertumnus, y de las ramas de un cercano arce salió un siseo rabioso y prolongado. Las ninfas asomaron la cabeza tras las hojas; sus ojos relucían enfurecidos.

—¡No te basta uncirte al carro con esta vieja druida! —dijo Diona.

—¡Ahora también subes en él a una elfa! —acusó Evanthe—. Sólo los dioses saben con qué siniestros propósitos.

—¡Largaos las dos de una vez! —rió Vertumnus, al tiempo que les arrojaba la taza. Saltó de la rama del vallenwood y aterrizó ágilmente en el suelo, espantando a unas cuantas palomas—. ¡O volveré a encerraros en los árboles donde os encontré!

—¡No nos asustamos con facilidad! —espetó Evanthe, toda salpicada de los posos de la milenrama—. ¡Has sido condescendiente cuando deberías haber matado a ese solámnico o… o… haberlo hechizado!

—Pero sabéis que no hay condescendencia en mí —declaró Acebeda con voz inexpresiva. Se cruzó de brazos y dirigió una sonrisa fiera a las ninfas—. Soy la saqueadora de pueblos, la arrasadora de castillos. Y sé hechizar tan bien como el que más.

Las ninfas chillaron cuando la rama del arce sobre la que se sentaban se partió con un chasquido y lanzó un chorro de savia. Malhumoradas y salpicadas del dulzón jarabe, se dieron a la fuga brincando de rama en rama; las hojas y el polvo se pegaron a sus ropas pringosas mientras se internaban a toda prisa en las profundidades del bosque. Su marcha fue acompañada por un estallido de risas.

—¡Ojalá hubiese tenido la magia que el joven Sturm precisaba! —dijo Acebeda, una vez dominada la algazara.

—Podía elegir entre admitir o no que la espina se transformara en música y esto a su vez lo cambiara a él —comentó Vertumnus—. Pero optó por que se la quitaras, por permanecer como es. Prefirió su espada y la Orden.

—Pero la herida estará siempre en él —insistió Ragnell—. Aunque llegue el día en que no la recuerde, la herida estará siempre ahí.

—Hasta el final de esto o de cualquier otra cosa —musitó Vertumnus mientras sacaba la flauta—, el chico pudo y podrá elegir. Pero aún queda algo que requiere mi intervención, mi hechicería…

Lord Silvestre puso un gesto ceñudo, y Jack Derry no pudo menos que reír la teatralidad de su padre.

—Mi amor y ficción —concluyó el Hombre Verde quedamente, con los ojos puestos en Mara—. Se ha preparado una emboscada en el vado del Vingaard. He de proteger al muchacho de una vieja enemistad heredada, de la carga de la querella del padre sobre los hombros del hijo. Y, para ello, necesito el acompañamiento de otra flauta, otra música.

Mara inclinó la cabeza con actitud nerviosa.

—Será un honor para mí ayudarte, señor —dijo la muchacha, que añadió de inmediato— … Y un honor ayudar a Sturm Brightblade.

Vertumnus asintió con expresión satisfecha. Era la mejor respuesta que podía darle. Impartió a la elfa unas breves instrucciones sobre el peculiar dúo. Ella tocaría un antiguo canto invernal qualinesti, reforzándolo con la música silenciosa del modo décimo, el matherino, la música de la meditación y el razonamiento, pues sólo una mente resuelta y clara podría ejecutar lo que lord Silvestre había planeado.

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