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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (30 page)

BOOK: El Código y la Medida
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—Entonces ¿por qué traerlo entre nosotros, por qué tirar de él mediante la herida? —inquirió, exasperado, Jack—. No tienes noticias de su padre, y…

—Pero sí las tengo de lo que causó la perdición de su padre —replicó Vertumnus—. El por qué Agion Pathwarden y las tropas de refuerzo no llegaron nunca al castillo Brightblade es una vieja historia para los solámnicos, pero nadie sabe quién fue el que organizó la emboscada…

Y, con cada palabra, la edad desapareció del rostro de la cantante, y recuperó una incomparable belleza perdida: ojos almendrados, piel tostada y cabello oscuro, brillante como un cielo invernal.

Lenta y dolorosamente, él había empezado a moverse, primero un dedo, después una mano. Aferró un manojo de hierba que tenía debajo y arrancó una brizna, y a continuación otra. Pero estaba todavía demasiado débil, no podía levantar la mano. Así que cerró los ojos y descansó, sintiéndose seguro en la canción y el cuidado de la mujer. Sólo veía verde, verde, y se durmió y soñó con hojas, y primavera, y raíces hundidas profundamente en la tierra. Parecía que hubieran pasado cien años. Parecía un tiempo inmemorial. Y, sin embargo, aquí estaba, en el Bosque Sombrío, compañero de ninfas y búhos, y de esa hermosa, maravillosa mujer. Le había dado vida, lo había hecho florecer. Le había dado la flauta y el conocimiento de los modos. Y ahora había otros… Otros que amenazaban su vida y su reino. Había llegado a conocerlos a todos, y había llegado a perdonarlos. Pero perdonar no implicaba rendirse: el Bosque Sombrío latía en su sangre y era irrevocablemente suyo.

* * *

Su canción había terminado, elevándose entre las ramas de los vallenwoods bañadas por la luz de luna. Despacio, casi amorosamente, Vertumnus se inclinó sobre el muchacho tendido en el lecho de la carreta, y susurró algo a Sturm que nadie, ni siquiera las ninfas, oyó.

Años más tarde —en la que sería su última batalla, acaecida en la Torre del Sumo Sacerdote, bajo el frío de los días últimos de invierno—, aquellas palabras retornarían a Sturm mientras dormía. Aunque al despertar fue incapaz de sacarlas a la superficie del oscuro mundo de los sueños, ni tampoco pudo detenerse mucho a intentar recordarlas, pues en la víspera el comandante Derek había conducido a su tropa de caballeros a una masacre, y las horas que le quedaban estarían dedicadas a los preparativos para una defensa desesperada.

Pero las palabras fueron sencillas…

—Puedes elegir —dijo Vertumnus—. Hasta el final de esto y de cualquier cosa, puedes elegir.

* * *

—Vivirá, ¿verdad, padre? —preguntó Jack anhelante.

Evanthe enlazó su brazo al del joven y lo besó, traviesa.

»
¿Vas a ayudar a Sturm en sus planes de venganza? —exclamó Jack.

—Nada más lejos de mi intención, no —respondió gravemente lord Silvestre. Luego se llevó la flauta a los labios, tocó y recordó.

A medida que Vertumnus tocaba, el agua se agitó frente a él. Perdido en sus pensamientos y recuerdos, evocó un lejano invierno, un tiempo de llegadas, cuando lady Acebeda lo había hecho volver de un lóbrego sueño.

Nunca había estado muy seguro de lo ocurrido. Recordaba la cita a medianoche que lord Boniface y él habían tenido con los bandidos; recordaba su espanto cuando dinero y conspiración habían pasado del caballero a los malhechores. Recordaba las consecuencias, el ser acusado de traicionar a la Orden, el escabullirse por la noche de los guardias que lo custodiaban, y el invierno y la caminata. La seguridad de las murallas quedó atrás y la nieve era una cortina al frente; estúpida y ciegamente, buscó un camino hacia el este, una calzada despejada a Lemish y a casa.

El frío era intenso, la nevada incesante, y el viento tan fuerte que pronto perdió todo sentido de orientación, la visibilidad y el razonamiento.

Recordaba las luces de antorchas en el lejano campamento, y cómo aquella luz creció en la oscuridad y la nieve hasta parecer que había una luna o un sol ante él, en lugar de la muerte que temía que fuera. Recordaba haber entrado en la luz, y los harapientos hombres a su alrededor, las maldiciones y los golpes en la cabeza, acompañados por las vehementes vocales de su lenguaje nativo. Intentó responder en medio de la demoledora lluvia de palos, garrotes y puños crispados, y entonces había llegado el repentino golpe en su hombro izquierdo, la aguzada y negra daga de dolor, un poco más arriba del corazón. El mundo se tornó súbitamente blanco, después oscuro. Y luego desapareció.

Por último, recordaba este sitio. Se despertó con una vieja bruja junto a él, que cantaba unos largos versos curativos. Recordaba cada una de las muchas palabras, pues cada una de ellas, tal como la mujer las cantaba, propagaba calor por sus extremidades y aliento por su paralizado cuerpo, posando sus pequeños labios en la parte posterior de su oreja.

—De un modo u otro, vivirá —declaró Vertumnus—. Si todo va bien, al cuidado de la señora. Ahora, canta, Evanthe. Diona, canta con tu hermana. Mientras llevamos al muchacho a Acebeda, cantad la canción del bosque. —Se volvió hacia su hijo con una expresión vehemente y picara—. Canta tú también, Jack. Tienes la bonita voz de tenor de tu padre, además de su habilidad con la espada. O deberías tenerlas, pues las suyas ya están declinando.

Jack sonrió y se encaramó al pescante de la carreta, dejando sus preocupaciones al pie del abrasado roble. En verdad fue una hermosa voz de tenor con la que comenzó la canción. La carreta se puso en marcha, con Jack a las riendas, y las ninfas, cada una montada a horcajadas en el cuello de los caballos, sumaron sus voces, dulce y sosegadamente, dejando que Jack llevara el peso de la canción.

Jack Derry cantó, y su padre lo acompañó con la flauta, que retozaba veloz sobre las notas y sobre los silencios entre las notas. Si Mara hubiese estado allí, habría reconocido de inmediato el modo de tocar de Vertumnus, pues la magia estaba en la compleja técnica que llenaba las pausas de la música, los espacios entre palabras. La carreta salió del claro, la fronda se cerró a su alrededor, y pronto todo fue silencio en el calvero y el estanque, a medida que el canto y el alegre e imaginativo sonido de la flauta se apagaban en la distancia.

En uno de los silencios entre versos, la espada de Sturm se soltó del árbol y cayó al suelo. La cicatriz que había hecho en la madera se cerró al instante, y las hojas brotaron en una maravillosa profusión en sus ramas. Cuando la música se reanudó, esta vez tenue, apenas audible, dos nudos del tronco se oscurecieron; luego se humedecieron y brillaron cuando el treant despertó y abrió de nuevo sus intemporales ojos.

19

El sueño de la alondra

Sturm pasó del sueño al duermevela de manera intermitente mientras la carreta se internaba más y más en el bosque. Abrió los ojos a un oscuro dosel verde y supuso que era de noche, que había estado durmiendo todo el día mientras viajaban.

¿Pero hacia dónde? ¿Y desde dónde? Recordaba los acontecimientos de aquella mañana sólo vagamente; algo acerca de un árbol que caminaba, un adversario armado. Vertumnus también estaba en su evocación, y, a despecho de sí mismo, su mente volvía una y otra vez a un recuerdo, borroso y febril, de Jack Derry conduciendo un carro de mimbre por el interior del claro. Arropado por el verdor, la fiebre y el aturdimiento, se quedó dormido, pero su sueño se vio interrumpido por fragmentos de una canción que sonaba en alguna parte; un canto sin ecos, apagado, como si saliera del fondo de un fanal o una botella.

Cerrando los ojos, escuchó a ratos, muy brevemente. De manera esporádica, la figura de una araña cobriza pasaba ante sus párpados cerrados, como una de esas imágenes fugaces que quedan impresas en la retina tras el deslumbramiento de un fuerte destello. Pensó en Cyren, después ten Mara, pero los pensamientos se deslizaban de regreso a la oscuridad y el adormecimiento, y la tarde transcurrió en sueños que nunca recordaría.

* * *

De repente, la luz inundó el lecho de la carreta. Sturm parpadeó y dio un respingo; intentó incorporarse, pero cayó en un estupor febril. Unas manos fuertes lo movían, de eso estaba seguro. La luz se avivó sobre él, esquivando hojas y agujas, y el aire se tornó súbitamente fresco y con aroma a pinos.

Creyó ver a Jack Derry una vez, de pie a su lado, pero la luminosidad del aire era tan verde e insoportable que no habría podido asegurarlo. En dos ocasiones oyó por casualidad fragmentos de una conversación que supuso que sostenían las ninfas, pues las voces eran agudas, puras y musicales, como el repique de campanillas de cristal.

—¿Se muere? —preguntó una de ellas.

—No tanto —respondió la otra.

Entonces se asustó e intentó moverse, pero fue en vano, pues inclinado sobre él estaba el arrugado rostro de Ragnell la Druida, oliendo a hierbas y a turba.

«Me han llevado de vuelta a Rolde de Cerros Pardos», pensó Sturm, mientras su miedo y su rabia crecían con la fiebre. Pero, sobre él, el rostro se tornó borroso y oscilante, como si lo viera reflejado en aguas agitadas, y cuando reapareció era hermoso, moreno y con ojos verdes: la faz de una mujer no mayor de cuarenta años, cuyo negro cabello estaba coronado por una satinada guirnalda de acebo.

Sturm vio a su madre en el fondo de sus ojos, pero no era lady Ilys. Aunque febril, estaba seguro de eso.

—Que empiece —susurró ella, y a sus espaldas estalló el canto de los pájaros.

* * *

El remansado estanque que Sturm tenía delante se onduló con una suave brisa, y los lados del árbol se abrieron a su alrededor formando una especie de sillón rústico en el que descansó, con un sueño insondable y tranquilo.

Murmurando, recogiendo sus faldas por encima de las rodillas, las ninfas se internaron en el bosque bailando, y dejaron al herido solámnico con los otros tres. El éxito o el fracaso de las artes curativas de lady Acebeda no era de su incumbencia, una vez que la gran representación de combate entre caballero y treant había llegado al punto culminante y espectacular de su conclusión.

Además, despreciaban a lady Acebeda, la vieja druida sarmentosa a la que en Rolde de Cerros Pardos se conocía como Ragnell, y que se había convertido en una celebridad de segunda fila por sus asaltos a castillos solámnicos seis años atrás. Por alguna razón inexplicable, lord Silvestre se había casado con ella.

Diona, que nunca podía creer del todo que la estupidez de los hombres fuera tanta, se volvió otra vez antes de perder de vista a Vertumnus tras un denso matorral de plantas perennes. Metió la mano en el arbusto, apartó las ramas y echó un vistazo al claro. Durante un instante angustioso, tuvo la impresión de que la druida parecía mucho más joven, que su cabello era oscuro y su espalda recta y flexible.

Evanthe la llamó, y la ninfa más pequeña se giró con movimientos airosos y corrió hacia el bosque; las ramas del arbusto que había tocado se cuajaron con capullos blancos y dorados.

De pie, flanqueando a la druida que atendía al herido, estaban Vertumnus y Jack Derry; huelga decir que ni el uno ni el otro veían signo alguno de vejez en la mujer que estaba ante ellos. Acebeda se arrodilló grácilmente junto a Sturm, con una expresión preocupada en sus intachables rasgos.

—¿Puedes salvarlo, madre? —preguntó Jack.

La mujer alzó la vista hacia el muchacho.

—Estuviste muy acertado al traérmelo tan deprisa —observó—. Has cumplido bien con tu parte, hijo. Ahora nos ha llegado el turno a tu padre y a mí.

—Entonces ¿has encontrado paz con el rayo? —preguntó Jack, en cuya voz se advertía la preocupación.

—Hay ocasiones en que la ley se somete al espíritu y al corazón —contestó la druida—. El treant se recobrará y la ley sobrevivirá.

Sonrió a su hijo y luego se volvió hacia el joven herido. Se inclinó sobre él y extendió los brazos de manera que envolvió a Sturm con su manto.

—Que se adelante el búho primero —susurró.

El ave parpadeó y saltó cómicamente del hombro de Vertumnus; extendió las alas y planeó silenciosamente por el claro para posarse por último en las ramas situadas sobre el inconsciente joven.

—Ahora —susurró Acebeda, y Vertumnus se llevó la flauta a los labios.

Cauto al principio, y después con creciente alegría y fogosidad, acompañó el canto del búho con una tonada propia, dejando que sus dedos volaran sobre los orificios de la flauta. Acebeda acercó un trozo de esponjoso liquen amarillo a la nariz del muchacho dormido, y en el aire, por encima de Vertumnus, un extraño remolino de niebla y luz se resolvió en el símbolo azul de infinito, al tiempo que el primero de los tres sueños se apoderaba de Sturm y la curación daba comienzo.

~ ~ ~

Soñó que estaba tumbado en las ramas de un roble, envueltas en neblina. Inhaló hondo y frunció el entrecejo. Miró en derredor buscando a Vertumnus, a Ragnell, a Mara o a Jack Derry. Pero estaba a solas, e incluso desde su ventajosa posición en lo alto, a más de doce metros sobre el suelo del bosque, sólo veía follaje y niebla.

Vestía de verde, con una túnica de hojas y hierba tejidas.

Algo le dijo que no estaba en el Bosque Sombrío.

—Lo que es más —musitó—, algo me dice que no estoy despierto.

Recitó con premura las Oraciones Undécima y Duodécima, aquellas que guardaban de emboscadas en el país de los sueños a quien las decía, y empezó a bajar del árbol con cautela, sin apartar los ojos del variable suelo. A mitad del descenso, a una altura segura pero inquietante, se colgó de una rama gruesa y sólida, y se dejó caer, confiando en la extraña inmunidad física de los sueños.

Tenía razón. Sostenido por un viento cálido, flotó hasta posarse sobre hierba y agujas perennes, como si hubiese descendido a través de agua. Para su desconcierto, ahora vestía de nuevo su armadura e iba equipado con el escudo y la espada.

—¿Cuál es la enseñanza de esto? —preguntó en voz alta.

Los antiguos filósofos decían que los sueños respondían interrogantes, y Sturm buscó enseguida alguna señal de augurio: el martín pescador que presagia un ascenso en la Orden, o la Espada o la Corona.

—Verde —concluyó mientras se sentaba pesadamente al pie de un roble—. Sólo verde, sobre verde, sobre verde.

Apoyó la barbilla en las manos; de pronto, un caballo relinchó detrás de un denso enebral. Alerta al instante, con su espada desenvainada contra monstruos y adversarios y contra todos los ladrones de sueños, Sturm corrió como el viento hacia el sonido…, y las plantas y las ramas pasaron a su lado y a través de él, y no las sintió.

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