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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida (13 page)

BOOK: El Código y la Medida
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Al principio de la historia, sir Robert escuchó con atención, pero su entusiasmo no duró mucho. Su expresión interesada dio paso a otra de cortés indiferencia, luego a otra abstraída y soñolienta y por último empezó a dar cabezadas, a punto de quedarse dormido.

—¿Eso es todo? —preguntó—. ¿Te has puesto en camino para enfrentarte a un oponente sin duda superior a ti en fuerza y habilidad, y ya te las has ingeniado para quedarte encerrado en mi feudo antes de recorrer la mitad de la distancia que te separa de tu punto de destino?

Sturm enrojeció y asintió con la cabeza, en tanto que sir Robert soltaba una socarrona risita.

—¿Y bien? —inquirió el fantasma, mientras se ponía de pie y flotaba a menos de seis metros del muchacho.

—¿Señor?

—¡Cuenta con tu fantasmal linaje, chico! ¿Qué venganza he exigido?

—Ninguna, señor.

—¿Y qué asuntos pendientes te he pedido que ultimes?

—Ciertamente, ninguno.

—Eso es, ninguno. En mi opinión, ya tienes suficientes asuntos pendientes para que te ocupen toda una vida. ¿Qué tesoros tengo?

—¿Señor?

—¡Qué tesoros tengo, maldita sea! Has registrado a fondo el edificio, desde las almenas a las bodegas. ¿Qué escondo?

—Nada, señor. —El muchacho estaba harto del interrogatorio. Se sentía hambriento y agotado.

—¿Qué me queda entonces? —lo apremió sir Robert.

—¿Señor?

—¿Qué más hacemos los fantasmas?

Sturm guardó silencio. Sir Robert se aproximó a él, verde, azul y rojo.

—Damos respuestas. He vuelto para responder una pregunta. No, contestaré
dos
preguntas.

Con los brazos extendidos, el fantasma de sir Robert di Caela flotó a menos de medio metro del sillón ocupado por Sturm. A pesar de que el hambre lo consumía como una fiebre alta, el joven miró con atención al fantasma.

—Siempre creí que había algo de mágico y preciso en responder
tres
preguntas —aventuró por fin el muchacho.

—¡No quieras regatear conmigo, chico! —espetó sir Robert—. Serán dos preguntas o ninguna. Aquí no seguimos las normas de tradiciones idiotas. Dos preguntas.

Fueron miles los interrogantes que acudieron a la mente de Sturm mientras observaba fijamente al fantasma; preguntas históricas, metafísicos, teológicas…

¿Pero
cuál
plantear?

—¿Por qué tú, entre tantos fantasmas que podrían haberme visitado?

—¿Es ésa tu primera pregunta?

—Lo es. —Sturm miró con cautela a sir Robert. Este se cernió casi un metro por encima del suelo, como si flotara en agua.

—¿Por qué yo?

—Eso es lo que he preguntado.

—Maldito si lo sé —contestó Robert—. Siguiente pregunta.

—¿Esa
es tu respuesta? —exclamó Sturm.

—¿Ésa es tu segunda pregunta? —inquirió sir Robert.

—¿Qué? Bueno… no… —balbució Sturm. Guardó silencio, y la luz verde del gran salón se movió y se intensificó.

Ahora las sombras del banco, el trono y los escombros se alargaban sobre el polvoriento suelo hasta dar la impresión de que los muebles habían adquirido unas proporciones desmesuradas.

—N… no sé bien qué preguntar —dijo por último Sturm.

Su mente estaba repleta de viejas historias acerca de magos capturados y obligados a conceder deseos: de cómo embaucaban a sus aprehensores para hacerles pedir un desayuno con salchichas en lugar de la inmortalidad o una sabiduría infinita. Fuera cual fuera la naturaleza y el propósito del fantasma que tenía delante, Sturm no estaba dispuesto a dejarse engañar por él.

—Creo que la pregunta es evidente —repuso sir Robert con una extraña sonrisa.

El joven miró boquiabierto al fantasma y se recostó en el respaldo del sillón. Sir Robert flotaba sobre él, con los delgados brazos cruzados sobre su etéreo pectoral y la mirada prendida en una fantasmal lontananza. Despacio, bajó la vista al trono y al joven, desconcertado y tembloroso, sentado en él.

—La pregunta es evidente —repitió sir Robert—. Creo que necesitas saber cómo salir de aquí.

8

Encuentro a la luz de la luna

—De acuerdo. ¿Cómo salgo de aquí? —inquirió Sturm.

—Creí que nunca lo ibas a preguntar —dijo sir Robert con una risita.

«Debería haber imaginado desde el principio que éste era el motivo de su aparición», se dijo Sturm. El fantasma se giró veloz en el aire. Al hacerlo, soltó una rociada de gotitas luminosas desprendidas de su cabello y vestimenta, verdes e iridiscentes, que dejaron un rastro mientas cruzaba el salón, pasaba entre las puertas y salía al vestíbulo. Sturm fue en pos de él, con la espada desenvainada y dispuesta.

Para su sorpresa, sir Robert lo condujo de vuelta a las bodegas del castillo Di Caela y una vez allí se metió, veloz y etéreo, debajo de la escalera.

—Es un trabajo del ingeniero Bradley —musitó—. Así pudimos sacar el vino cuando la chusma irrumpió en las bodegas.

El fantasma pasó a través de un barril tumbado y de la pared del fondo, donde desapareció por completo, dejando la pétrea superficie reluciente con luz verdosa.

—¡Sígueme! —instó una voz desde el otro lado de la pared.

Cuando Sturm puso una mano sobre las brillantes piedras, una sección del muro giró sobre su eje, y de pronto el muchacho se encontró en el patio del castillo, bañado por la plateada luz de Solinari y el fresco aire nocturno.

Sturm miró a sus espaldas. Sir Robert había desaparecído. De nuevo se preguntó por qué se le había presentado
este
fantasma entre todos los posibles que debía de albergar un castillo largo tiempo abandonado, un lugar, sin duda, muy frecuentado por espíritus.

Luin
cruzó al trote el patio, desde el establo. Al parecer, no había sufrido menoscabo en el tiempo en que había estado sola. Daba la impresión de que alguien se había ocupado de ella y que incluso la había tenido bien alimentada, aunque todavía estaba ensillada y con el bocado puesto, como la había dejado cuando entró en la torre, pensando que su estancia en el castillo sería breve.

Sturm rebuscó en las alforjas, y encontró una tira de tasajo, un poco de quithpa y un trozo de pan duro, todo lo cual devoró con el apetito de un lobo famélico, sin tener en cuenta los buenos modales o la salud. Mientras comía,
Luin
le rozaba el hombro con el hocico, satisfecha. Al cabo de unos momentos, Sturm le acarició la larga testuz y le habló, avergonzado de haber olvidado al animal durante tanto tiempo.

—¿Cómo te has mantenido tan bien durante estos días, vieja amiga? ¿Cómo te…?

Fue entonces cuando miró a su alrededor y vio que los jardines del castillo estaban verdes, que la hierba crecía fresca y abundante entre las piedras del patio. El animal había tenido pasto de sobra. El follaje era de un verde brillante, no la tonalidad pálida de los brotes nuevos.

¿Habría pasado una semana dentro del castillo? Estaba casi seguro. Sin duda, el primer día de primavera había llegado o, en el mejor de los casos, faltaba un día o dos para esa fecha. Sturm rememoró el banquete de Yule, la severa advertencia del Hombre Verde de que acudiera a la cita en el plazo señalado, y sus pensamientos giraron tumultuosos con las terribles consecuencias.

No llegaría a tiempo. Las noticias sobre su padre, que lord Silvestre había prometido darle, serían una incógnita que quedaría sin revelar… quizá para siempre.

Cuando pensó «para siempre», un dolor sordo le recorrió el hombro, y con él llegó un súbito pánico. ¿Acaso no había prometido Vertumnus cosas aún peores si Sturm no cumplía con la cita acordada?

«La herida florecerá, y sus flores serán mortales.»

Sin dedicar más pensamientos a su bienestar o al de
Luin,
Sturm Brightblade se encaramó de un salto a la silla de montar y cruzó el patio dirigiendo con las riendas a la yegua hacia la campiña solámnica, donde la luna hacía engañoso el paisaje y los hitos se tornaban confusos para los viajeros.

El muchacho echó una última ojeada por encima del hombro al castillo Di Caela, el hogar materno de su linaje. De algún modo parecía insustancial, como si fuera parte de la niebla que lo había conducido hasta sus puertas. Mientras se alejaba cabalgando, divisó los dos grandes torreones. El más alto alojaba el alcázar, el gran vestíbulo y el fantasma de sir Robert di Caela; esta construcción ya no despertaba su curiosidad. Pero detrás de aquella torre se alzaba la otra, la Torre de los Gatos, en la que la familia de su bisabuela había albergado sus excentricidades… y a veces su demencia.

Una luz brilló en la ventana más alta de la Torre de los Gatos; sostenía la antorcha la mano pálida de un hombre anciano, vestido con armadura ceremonial. Incluso desde esta distancia, Sturm pudo divisar el emblema que adornaba su pectoral:

Una flor roja de lis sobre una nube blanca en un campo azul.

* * *

Boniface lo seguía de cerca. La escapada de Sturm lo había cogido por sorpresa en el momento en que daba una cabezada, mientras vigilaba en la torreta suroccidental de la almena, con los ojos fijos en la pálida luna. Soltó un denuesto en voz baja, y después se imprecó por haber maldecido, en tanto que el muchacho se subía a la silla de montar y salía al galope por el portón norte, antes de que él tuviera tiempo de descender de la muralla y llegar al establo.

No había esperado tanto ingenio por parte del muchacho, quien debía de tener la inventiva de los Brightblade, pues ¿de qué otro modo, si no, habría podido escapar de un castillo cerrado a cal y canto?

Lord Boniface Crownguard sonrió para sus adentros mientras sacaba su caballo del establo al patio. Montó con agilidad, con la habilidad de un oficial de caballería, y salió disparado en pos de Sturm y
Luin
sobre el poderoso semental, una forma oscura de movimientos gráciles en la llanura bañada por la luz lunar.

Pronto, no obstante, redujo el veloz galope del caballo a un medio galope. Era cuestión de tiempo. Después de todo, había tomado medidas en previsión de cualquier contingencia. Desde aquí al Bosque Sombrío había una sucesión de trampas. De hecho, la próxima sorpresa se acercaba a pasos agigantados.

* * *

Sturm y
Luin
avanzaron hacia el norte a galope tendido y después al este —o, al menos, a lo que el muchacho pensaba que era el norte y el este—, a través de las Llanuras de Solamnia. Las esperanzas de Sturm se tornaron más remotas a medida que aparecían las ondulaciones o irregularidades en el horizonte. ¿Quién habría imaginado que Solamnia era tan extensa, tan increíblemente vasta?

Sturm entrecerró los ojos para resguardarlos contra el viento. Ahora jamás entraría en la Orden.

Abatido, superado por fin el pánico, hizo que
Luin
frenara a un medio galope. Fue entonces cuando un soplo de brisa pasó sobre ellos procedente del flanco izquierdo, llevando el débil y húmedo olor del río.

El tropiezo del castillo había alterado por completo su sentido de la orientación. Había estado viajando hacia el sur, alejándose del vado y de la calzada a Lemish. El creciente verdor de las praderas solámnicas había engullido el sendero herboso de Vertumnus, y el muchacho había cabalgado sin rumbo durante una hora a través de una llanura que no ofrecía orientación.

Rápidamente Sturm tiró de las riendas y frenó a la yegua. Se incorporó sobre los estribos y miró descorazonado el paisaje que se abría ante él, desolado y monótono en todas direcciones salvo por un parvo soto de coníferas acá, un solitario vallenwood allá.

En este lugar yermo, pensó cómo decepcionaría a lord Gunthar y lord Boniface con su fracaso, su retraso y, tal vez, su muerte. Pensó en la mezquina alegría de Derek Crownguard refocilándose con su derrota. Los otros pajes y escuderos graznarían y gritarían como una bandada de cuervos…

«¿Y los pájaros? No los oigo. ¡Eso es! ¿Dónde están los pájaros?»

Sturm giró sobre sí mismo mirando en derredor mientras su desconcierto daba paso a una creciente y extraña esperanza, ya que esta primavera solámnica, a despecho de su calidez y verdor, estaba vacía de los cantos de pájaros. Las llanuras estaban sumidas en el silencio, la quietud característica del inanimado invierno.

Sturm se alzó de nuevo sobre los estribos. En el límite visual, hacia el este, en la dirección de donde procedía el olor del río, divisó un panorama más invernal y, curiosamente, más prometedor. El verde de la pradera se tornaba pardo de repente, y la niebla cernida sobre la tierra era una bruma propia del invierno, que la luz del sol no podía dispersar.

—¡Es…, es invierno todavía! —exclamó Sturm, dejándose caer sobre la silla de montar. De pronto, la música se alzó frente a él, juguetona, incitante, atrayéndolo hacia las invernales llanuras. Rebosante de gozo, espoleó a la yegua y ambos salieron a galope tendido hacia el este.

Sonrió para sus adentros. La aventura estaba sólo en sus comienzos.

Luin
salvó de un salto una vieja valla medio desmoronada mientras cruzaba al galope granjas y pastizales en barbecho. La música los precedía en todo momento, incitándolos a seguir, y a sus espaldas el verdor primaveral se tornaba súbitamente en el paisaje pardo de la tierra endurecida por la helada invernal.

Sturm se echó a reír. Desde aquí el camino era fácil. Así pensaba cuando sintió que la yegua se tambaleaba y se hundía bajo él.

* * *

Tuvieron suerte de no herirse, o incluso matarse. Fue la pronta reacción de Sturm lo que lo impulsó a tirar de las riendas rápidamente, con tal autoridad que la yegua se frenó de inmediato. El muchacho desmontó y, levantándole la pata delantera derecha, examinó el daño sufrido en el casco.

No había sido un accidente. Su experiencia, superior a la de un muchacho de su edad, le hizo comprender al punto que alguien había aflojado un clavo de la herradura, quizá más de uno, de manera que cualquier galopada sostenida hiciera que se soltara la herradura.

—¿Por qué no ha pasado antes? —se preguntó en voz alta mientras conducía al animal hacia un soto de coníferas, buscando refugiarse del viento, que de nuevo se había tornado fuerte y gélido—. Hemos cabalgado a través de la niebla, escapando de…, de lo que fuera. Y era un terreno más accidentado que éste. ¿Por qué no se soltó tu herradura entonces,
Luin

A no ser…

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