Boniface echó un vistazo en derredor y enseguida se abalanzó sobre su desventurado sobrino.
—¿Está todo preparado, Derek?
—¿T… todo? —tartamudeó el muchacho con nerviosismo.
—¡Sí, todo, pequeño necio consentido! ¡La trampa en el vado, la dolencia de la yegua, la emboscada, la sorpresa en la aldea, el…!
—¡T… tío Boniface, por favor! —instó Derek en un susurró, señalando frenético con la cabeza hacia Jack, que volcaba con calma el estiércol de la carretilla en un montón, al pie del jardín. El jardinero se limpió las manos y se metió con cuidado entre un macizo de flores, donde se arrodilló y examinó el capullo verde de una rosa.
—¡Olvídate de él! —ordenó el caballero, con un tono quedo y amenazador—. No es más que un criado simplón, pero quizás incluso él habría hecho mejor los preparativos para sorprender a ese estúpido de Brightblade.
—Por Paladine y todos los dioses del Bien, ten por seguro que todo lo que has planeado para Sturm Brightblade está dispuesto y a la espera de su… honorable presencia, señor —replicó fríamente Derek, sintiendo renacer su cólera y su amor propio.
Estas afirmaciones consiguieron que el gran espadachín solámnico se relajara y aflojara los dedos que cerraba en el brazo de su escudero. Esbozó una curiosa sonrisa mientras contemplaba al muchacho que tenía ante sí.
—Curiosa elección de deidades para hacer tu juramento, Derek Crownguard. Ciertamente curiosa.
* * *
Sturm estaba sorprendido de la precisión con que la franja verde de hierba seguía la ruta elegida y planeaba por él.
Avanzaba a través de las Alas de Habbakuk, bordeando el Bosque del Ciervo, esa pequeña fronda que albergaba, entre arces y abetos, los únicos vallenwoods existentes en las estribaciones de las Vingaard. Relucía en dirección sur, borrosa con la neblina matinal, pero dirigiéndose indudablemente hacia el río, a las provincias de Lemish que le extendían más allá, y al corazón de aquella turbulenta región donde se alzaba el Bosque Sombrío.
Era casi como si su curso hubiese sido trazado para él. Con todo, aunque el Hombre Verde hubiese proyectado su viaje, las Llanuras de Solamnia ya no permitían un tránsito seguro y fácil, pues los tiempos habían cambiado desde las grandes épocas heroicas de Vinas Solamnus, Bedal Brightblade y Huma Dragonbane; épocas en que reinaba la rectitud y la justicia en las tierras y el país estaba defendido de sus enemigos por fuertes lanzas y aún más fuertes creencias.
Ahora casi resultaba imposible imaginar aquellos tiempos remotos. El pueblo se había revuelto con violencia e ira contra los caballeros. Los campesinos se sublevaban, bandas de forajidos de Neraka atacaban las fronteras orientales, y se rumoreaba que criaturas aún más tenebrosas se habían instalado en las tierras centrales, seres escamosos, taimados, de aspecto de reptil y lenguaje incomprensible, que raptaban niños y mataban rebaños, que pasaban de noche por los pueblos como un viento gélido, manoseando la mampostería y los tejados de cañas, tamborileando en las puertas…
Sturm sintió un escalofrío. Ante él se extendían las llanuras hasta donde alcanzaba la vista, envueltas en la neblina y moteadas con el color herrumbroso del brezo agostado, y sobre ellas se prolongaba la franja verde de hierba como un brillante fajín de seda. Era un paisaje anónimo e inhóspito, donde podía extraviarse durante días si faltaba el camino o cometía la imprudencia de vagar sin rumbo fijo. Reinaba un peculiar silencio, como si el viento enmudeciera en este paraje.
Luin
relinchó serenamente y se detuvo para pastar en el brillante sendero de Vertumnus. Sturm se giró en la silla y volvió la vista hacia las montañas Vingaard, en donde la enorme aguja de la Torre del Sumo Sacerdote relucía bajo el sol de mediodía. Aunque apenas había recorrido una distancia de tres horas de viaje, la fortaleza parecía remota, como si estuviera firmemente asentada en el corazón de otra era.
Se volvió de nuevo hacia el verde sendero. Se extendía frente a él, sobre una ruta imaginada que de pronto parecía hostil, y que atravesaba la veloz corriente del río Vingaard, adentrándose en los territorios goblins de Throt… y todo esto era sólo un preludio del Bosque Sombrío y lo que quiera que Vertumnus tuviera planeado.
—Sólo llegar allí podría costarme la vida —susurró Sturm con inquietud.
Ciertamente el llegar allí había sido mortal para algunos. Las historias de peligro en las calzadas solámnicas eran abundantes y macabras. Estaba la de la caravana procedente de Caergoth, perdida durante días, cuyas carretas se encontraron rodando por la calzada al alcázar de Thelgaard, con los caballos atados aún a los tiros, pero los conductores y pasajeros habían desaparecido sin dejar rastro. También estaba la de una docena de peregrinos de Kayolin con destino a los santuarios de Palanthas, cuyos cuerpos, ahorcados y colgados de las ramas bajas de unos árboles, eran poco más que cáscaras vacías cuando la patrulla de búsqueda de lord Gunthar los encontró.
Sturm se frotó los ojos y se arrebujó más en su capa. En dos ocasiones le había parecido que alguien lo seguía, pero cuando miró atrás sólo vio la pálida luz del sol y la alta hierba que ondeaba por el viento.
Los enanos contaban historias aún más tenebrosas, pensó, mientras su imaginación corría desbocada. Contaban cómo, para atraer a víctimas de corazón sensible hacia un lugar solitario y traicionero, los goblins habían aprendido a imitar el llanto de un niño, de suerte que, una vez que entraban en el denso manto de un banco de niebla…
¡Niebla! Sturm se incorporó sobre los estribos. Mientras él estaba distraído, la yegua se había parado en la franja de hierba y pastaba tranquilamente.
Unos tentáculos de neblina, anormalmente pálida, se levantaban como fantasmas en las llanuras del entorno. Los rayos de sol eran oblicuos y mortecinos. El aire era blanco, y gris en lontananza, donde la espesa niebla ocultaba por completo el sol.
Sturm se inclinó hacia adelante y estrechó los ojos, al tiempo que se llevaba la mano a la espada. Así que no era que hubiese caído la tarde, sino que se había levantado niebla. Chasqueó la lengua para que la yegua echara a andar, y
Luin
empezó a moverse otra vez, despacio, poniendo una pata delante de otra con cautela, como si caminara a través de un pantano o al borde de un precipicio. La música surgió de la nada. Eran las notas de una antigua trompa. Sturm desenvainó la espada y giró sobre sí mismo en la silla, pero todo en derredor era niebla y música, y nada más. Al punto se sintió como un estúpido, como si hubiese sacado la espada para combatir contra el aire.
—¡Da la cara, Vertumnus! —refunfuñó, con una voz vibrante por la rabia—. Deja de esconderte tras tu niebla y tus zarandajas, y zanjemos este asunto de una vez. ¡Espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre!
Pero la música continuó serena, incansable; la melodía variaba y volvía sobre sí misma, siempre reconocible y, sin embargo, nunca igual. La neblina empezó a bailar con la tonada, girando y rebullendo en una enloquecida y envolvente contradanza. Ahora Sturm ya no veía el suelo. Era como si
Luin
vadeara unas aguas someras y vaporosas.
Con precaución, el muchacho desmontó y caminó junto a la yegua, tanteando cada paso. Ya no sentía bajo los pies la fresca hierba recién brotada, y empezó a preguntarse si el propio suelo no se habría tornado niebla.
—El alcázar… ¿Está el alcázar de Vingaard a la izquierda? El sol poniente… —musitó Sturm.
Había perdido todo sentido de la orientación; aunque pudiese recordar la dirección que llevaba antes, no le serviría de nada en medio de esta niebla y esta infernal y confusa melodía. Las reglas del camino estaban cambiando con rapidez, y se odió a sí mismo por encontrarse ya perdido.
Durante una hora, más o menos, Sturm caminó penosamente a través de la espesa niebla. Su avance era desalentadoramente incierto y zigzagueante, y sus pensamientos pasaban del desconcierto a la alarma.
La música cesó de manera repentina. El silencio que siguió era de nuevo intenso y hostil, como si las propias llanuras aguardaran expectantes algún crimen terrible. Sturm sintió que la espada temblaba en su mano.
Siguió deambulando unos cuantos minutos, con más precaución si cabe. El ulular de un búho en un roble seco sonó como un toque de llamada desde la tierra de los muertos, y en un par de ocasiones al muchacho le pareció oír el cercano llanto de un niño. Los sonidos lo llevaron de manera peligrosa al borde del pánico. Dos veces puso un pie en el estribo, pero en ambas ocasiones recobró la presencia de ánimo y cambió de idea.
—¡Es lo único que te faltaba! —susurró iracundo—. ¡Una mala caída de la yegua en medio de una espesa niebla! ¡Romperte la cabeza y quedarte sin el poco seso que te queda!
Por fin, acosado por la duda de que incluso podría estar dirigiéndose de vuelta a la Torre, Sturm decidió detenerse y esperar a que se disipara la niebla.
—A Derek Crownguard le encantaría que saliera de la bruma justo ante las puertas sur, inducido por el terror a volver sobre mis pasos, ¿no te parece? —preguntó a
Luin.
Apretó los dientes—. ¡Por Huma! ¡Antes la muerte que dar tal satisfacción a ese bellaco!
La yegua pasó el hocico sobre el hombro del muchacho y le mordisqueó el cabello.
Los dos aguardaron pegados el uno al otro, la vieja yegua y el joven jinete. Se quedaron dormidos, aunque despertaron sobresaltados varias veces por el aleteo de las codornices, o la escandalosa cháchara de las ardillas en los árboles distantes. Por fin cayó la noche, y los campos se sumieron en el silencio y el reposo a su alrededor.
Sturm se despertó con un sobresalto. Por un instante, pensó que estaba de regreso en la Torre del Sumo Sacerdote, a salvo en los barracones de los escuderos. Pero llevaba puesta armadura y capa, y su lecho era el campo abierto. Giró sobre sí mismo y parpadeó tontamente, recordando al punto dónde se encontraba.
—¡Luin! —
llamó en un susurro.
La yegua se había alejado, pero estaba cerca, en alguna parte. La oía en la oscuridad de la noche, resoplando y pateando la tierra. Sturm se esforzó por levantarse, entorpecido por la armadura, que con su peso hacía difícil mantener el equilibrio. Con un último giro, el muchacho consiguió ponerse derecho y echó a andar en dirección al Sonido.
De repente sopló una ráfaga de viento, un sonido que recordaría de golpe cuando lo oyera años más tarde en las ruinas de Xak Tsaroth. Al principio pensó que era un viento tormentoso que agitaba las hojas de los árboles, pero el aire estaba en calma. Sturm pensó en Vertumnus, en el antinatural cambio de estaciones…
Se tambaleó cuando una cálida brisa pasó sobre él llevando consigo un olor a sulfuro, ceniza y cólera. Al principio pareció que las llanuras estuvieran ardiendo, que la niebla se encendiera a su alrededor. Estaba ahogándose.
Sturm se volvió al tiempo que lanzaba un silbido frenético llamando a
Luin.
La yegua emergió calmosa entre la niebla y las volutas de humo, y se detuvo a pacer unas matas de trébol. El joven se acercó a trompicones al animal y se aupó a su lomo.
Sin acabar de montar, tuvo que sujetarse con todas sus fuerzas cuando
Luin
captó algo en el penetrante olor del aire, un terror más grande, más siniestro. Coceó de repente, llena de nerviosismo, y salió al galope en medio de la niebla.
Sturm se agarró a las riendas; el tobillo se le había enredado en el estribo. Trató en vano de encaramarse a la silla, pero la carrera enloquecida y precipitada de
Luin
los condujo a ambos sobre un terreno irregular, y todo cuanto pudo hacer fue evitar la caída. A sus espaldas, el sonido chirriante se amortiguó y luego resurgió, esta vez mucho más alto. El muchacho nunca había oído un sonido semejante. Pensó en ciclones, en el fiero viento ábrego que sopla en los pasos de montaña, derribando árboles y casas mientras se precipita en las llanuras.
Luin
cabalgó más rápido, y su pelaje se puso resbaladizo de sudor y de los salpicones de espuma, pero el espantoso ruido seguía aproximándose, más fuerte, más veloz, más apremiante.
Sturm pensó en coger su espada, en volver y hacer frente a lo que quiera que Vertumnus había lanzado en su persecución. Pero
Luin
seguía galopando por las Llanuras de Solamnia como si fuera el propio viento. Soltar una mano de las riendas sería arriesgarse a romperse la cabeza o la espalda, a que el animal lo arrastrara sobre el duro suelo. Por tanto, aguantó, echando una y otra vez la pierna por encima de la silla, pero la velocidad de la yegua y el peso de su armadura impidieron que lograra su propósito y siguió colgando y esforzándose por recuperar, sin éxito, el equilibrio. La niebla a sus espaldas empezó a emitir un amenazador brillo rojizo, y, desde el centro del resplandor, una forma intensa y oscura suspendida de unas alas correosas semejantes a las de los murciélagos se zambulló sobre él; el aire se tornó más y más caliente, hasta hacerse intolerable.
De pronto, inesperadamente, la música retornó, la niebla se cerró en torno a ellos, y la luz trazó un ángulo que la alejó, llevándose con ella el ruido y el asfixiante calor. Tosiendo, jadeando, medio colgado de la yegua, Sturm vio abrirse la niebla y tragarse la inmensa y coriácea forma de su perseguidor. El calor y el estruendo remitieron.
Y la música levantó ecos a su alrededor. Esta vez era una melodía diferente, un pasacalle rebosante de picardía y comicidad, tan contagioso que los ruiseñores posados en las ramas de robles y vallenwoods empezaron a trinar imitando la música.
Luin
frenó la carrera hasta ir al trote y después al paso; Sturm, sin aliento y desconcertado, consiguió por fin encaramarse a su lomo.
—¡Por Branchala que ha sido algo muy extraño! —musitó el joven.
Miró en derredor a medida que la niebla se dispersaba y caía sobre la dura y seca tierra como una llovizna. Sobre su cabeza, las estrellas aparecieron en el cielo nocturno; primero fueron las lunas, y a continuación Sirrion y Reorx. Por su posición, calculó que se encontraba varios kilómetros más al sur de donde estaba antes.
—¿Qué…, qué fue eso,
Luin? —
preguntó—. ¿Y dónde estamos ahora?
La niebla había desaparecido por completo y desde el lomo de la yegua Sturm veía una extensión considerable de las abiertas llanuras. Se divisaba un pueblo a lo lejos, por el oeste, con sus tenues luces parpadeando en la clara noche invernal. Era una perspectiva invitadora: calor y refugio para las horas, pocas o muchas, que quedaran hasta la salida del sol.