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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El Código y la Medida

BOOK: El Código y la Medida
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Desoyendo los consejos de Raistlin y Carmon, Sturm Brightblade acude a una ceremonia anual solámnica que es interrumpida por un reto extraño y escarnecedor… pistas del pasado. Muerte.

Una vez aceptado el misterioso desafío, el joven Sturm debe emprender un peligroso viaje en el que lo acompañan unos curiosos amigos. En su aventura, intentará rescatar a una bella, aunque melindrosa, doncella, derrotar a un caballero traidor y descubrir el enigmático destino que corrió su padre, desaparecido largo tiempo atrás. Además, Sturm tendrá que aprender lo que significa el concepto de «honor».

Michael Williams

El Código y la Medida

Dragonlance: Compañeros de la Dragonlance - 4

ePUB v1.0

OZN
02.09.12

Título original:
The Oath and the Measure

Michael Williams, enero de 1992.

Traducción: Mila López Diaz-Guerra

Ilustraciones: Clyde Cadwell

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

1

Un banquete asombroso

Lord Alfred Markenin, de pie ante su sitio en la mesa, empezó a ponerse nervioso. Sintió un escalofrío y se frotó las manos para hacerlas entrar en calor, en tanto que su mirada recorría el salón de consejos, que esta noche estaba adornado con un mar de banderas.

La parpadeante luz de las antorchas otorgaba un aspecto extraño y fantasmagórico a los estandartes de las grandes casas solámnicas. Los otrora brillantes y fuertes tejidos, ahora viejos y desgastados, flotaban al impulso de las corrientes de aire que se colaban en el salón. La enseña de los Markenin estaba presente, por supuesto; y los estrafalarios emblemas de Kar-thon y MarThasal, con los dibujos entretejidos de soles, martines pescadores y estrellas. Entre ellos colgaban orgullosamente las rosas entrelazadas de Uth Wistan y el fénix de la Casa Peres. Las casas de menor raigambre —Inverno, Crownguard, Ledyard y Jeoffrey— también estaban representadas, y sus colores ondeaban suavemente. Se habían cumplido las primeras ceremonias rituales, y ahora trescientos Caballeros de Solamnia tomaron asiento para esperar la muerte del año.

«¿Pues no es ése el origen y el fin del Yuletide? ¿La muerte del año?», se preguntó lord Alfred, mientras el simplón Jack, un joven jardinero trasladado, encendía las velas de la mesa con torpeza.

El poderoso caballero, Juez Supremo de la Orden Solamnica, rebulló incómodo en el sillón de caoba de respaldo alto, a la cabecera de la mesa más larga. Lo horrorizaba lo inexplicable, e indudablemente lo inexplicable se estaba avecinando mientras la luz de las velas aumentaba de intensidad. Miró en derredor, a los rostros de sus subordinados y lugartenientes. Eran numerosos y tan variados como piedras preciosas, y en sus ojos vio sus opiniones sobre esta noche ceremonial.

Lord Gunthar Uth Wistan se hallaba sentado a su izquierda; era un hombre corpulento, de unos treinta años, aunque su cabello tenía ya un color gris acerado. Después de lord Boniface Crownguard, cuya fama era legendaria, Gunthar era el espadachín más diestro de los asistentes al banquete. Este tipo de hombres se impacientaba siempre con ceremonias como la presente, ya que las consideraban en cierto modo demasiado agradables y bonitas. Lord Alfred comprendía su punto de vista y siguió observando a su amigo. Resultaba evidente que Gunthar ansiaba que todo acabara de una vez; desde la cena, pasando por el ritual y terminando con las grandes desavenencias. Incómodo, dirigió una mirada penetrante más allá de la vasta colección de estandartes, hacia donde la oscuridad engullía la seda, el lino y el damasco, al lugar donde lord Boniface, su rival, al margen de la amistad, estaba sentado con un corrillo de jóvenes admiradores, escuderos que imitaban su actitud y envidiaban la maestría del gran hombre de armas.

Sin duda, una impaciencia similar crecía en aquellas sombras. Aunque Gunthar afirmaba que Boniface soportaba la espera con más elegancia, merced a su pasión por el Código y la Medida, había algo más en la impaciencia y el silencio del caballero, pensó Alfred. Según Gunthar, toda ceremonia era una demora entre batalla y batalla; pero para Boniface era la batalla propiamente dicha.

A la derecha de lord Alfred se encontraba lord Stephan Peres, un viejo veterano de piernas artríticas pero todavía resistentes, que se agitaba en medio de crujidos de huesos y quedos gruñidos. Alfred se recostó, tamborileó con los dedos enguantados sobre los oscuros brazos del sillón y después levantó la mano derecha. A esta señal comenzó la música. Era una marcha grave, lenta y melancólica, un adecuado canto fúnebre por el año que moría, el trescientos cuarenta y uno desde el Cataclismo.

Al lado del Juez Supremo, el anciano lord Stephan esbozó una débil sonrisa enmarcada por la maraña de su barba. Era un hombre alto y magro, que había sabido evitar la tendencia de los caballeros más viejos a hundirse en el abatimiento y el desvarío. Se decía que era su comportamiento excéntrico lo que lo mantenía en forma; eso, y el don natural de encontrar divertido casi cualquier cosa que ocurriera en la Torre y en la Orden.

Esta noche, sin embargo, el buen humor del anciano era forzado. Se aproximaba el final de sus ochenta y cinco años, y con él llegaba, como siempre, esta ceremonia conmemorativa en la que los salones estaban engalanados con banderas. Estaba harto de todo ello: la pompa y los toques de trompetas, el interminable invierno, los mordientes vientos de diciembre en las montañas Vingaard.

Lord Stephan alzó su copa, y Jack se la volvió a llenar con el ambarino vino kharoliano. A través del brillo dorado del caldo, Stephan observó la mesa de los escuderos, la más cercana a la de lord Boniface, y enfocó la vista en una solitaria vela que ardía parpadeante en la ceremonial oscuridad.

Junto a la vela se hallaba sentado un joven perdido en reflexiones. Era Sturm Brightblade, un sureño de Solace, aunque su familia era oriunda del norte y de raigambre en la Orden.

«La viva imagen de Angriff Brightblade», pensó lord Stephan. De Angriff Brightblade y de Emelin, antes que él, y de Bayard y Helmar y todos los Brightblade hasta remontarse a Bertel, el fundador del linaje en la Era del Poder.

A Sturm le habrían complacido los pensamientos de Stephan, ya que, después de todo, encontrar su puesto en esa cadena era lo que lo había hecho regresar a la atormentada Solamnia tras seis años de exilio. Sacado a escondidas del castillo Brightblade una noche de invierno, a los once años de edad, recordaba a su padre en imágenes y episodios, más como una serie de eventos que como a un ser vivo. Desde el principio, Angriff Brightblade se había volcado en sus deberes de caballero, dejando al muchacho al cuidado de su madre y de sirvientes.

No obstante, Sturm había inventado un padre mitificado con algunos recuerdos dispersos, con las historias contadas por su madre, y, sin duda, con pura y simple imaginación. Cuanto más soñaba el muchacho, más bondadoso y valiente se volvía Angriff; y esos sueños fueron su refugio en Abanasinia, lejos de las cortes solámnicas, entre los indiferentes sureños de un oscuro villorrio llamado Solace. Allí, su madre, lady Ilys, lo educó con rigidez y sin apenas amigos, instruyéndolo en las reglas de cortesía y en el saber tradicional de su pueblo y de su estirpe.

«E incapacitándolo para cualquier otra cosa que no fuera ser un Caballero de Solamnia», pensó lord Stephan con una sonrisa.

La plaga había acabado con la vida de lady Ilys. Se decía que el muchacho había despachado a sus escasos amigos y había llorado su pérdida a solas, en silencio y cumpliendo la vigilia prescrita. Aquel otoño, los caballeros Gunthar y Boniface, que habían sido los mejores amigos de Angriff Brightblade, hicieron las gestiones oportunas para traer de regreso a Sturm al alcázar de Thelgaard, donde podría ser instruido más a fondo en las reglas de la caballería.

Sturm no se había adaptado al norte al principio. Era listo, de eso no cabía duda, y los años de estrecheces lo habían endurecido en ciertos aspectos que los jóvenes norteños envidiaban en secreto: era un entendido en bosques y sabía cabalgar como un experimentado caballero. Pero sus modales sureños y el viejo encanto solámnico eran considerados reliquias de la anterior generación por los hombres más jóvenes y cortesanos, escuderos y caballeros de las prominentes familias solámnicas. Lo llamaban «abuelo Sturm» y se burlaban de su acento, su repertorio de versos memorizados, sus esfuerzos por dejarse crecer el bigote.

«También hubo un tiempo en que se rieron de su padre —reflexionó Stephan—. Algunos se estuvieron riendo justo hasta la noche del asedio.»

Esta noche, como todas, había mal ambiente en la mesa de Sturm.

—¿Dónde está
tu
estandarte, Brightblade? —llegó un siseo desde el otro lado de la mesa.

La pulla la había lanzado Derek Crownguard. Era el sobrino de Boniface y estaba muy pagado de su relación familiar, a pesar de que todavía no había probado si compartía algo más que la sangre y el nombre de su legendario tío.

Derek resopló con desdén, y sus jactanciosos compañeros —todos parásitos de los Crownguard de Foghaven— soltaron risitas sofocadas. Dos de ellos dirigieron miradas nerviosas a la mesa principal, donde se hallaban los caballeros, perdidos en recuerdos y rituales, desde el más anciano maestro del saber tradicional y consejero hasta los más jóvenes líderes en la batalla, tales como Gunthar y Boniface. Una vez seguros de que las miradas de sus maestros estaban puestas en otra parte, los escuderos se volvieron como hienas, enseñando los dientes y ansiosas del festín.

—¡Cállate, Derek! —rezongó Sturm Brightblade, sin levantar la vista.

El muchacho sabía que era una pobre réplica, pero era todo cuanto podía hacer contra las malintencionadas pullas de los otros escuderos. Derek era el peor, tan hinchado y orgulloso de haber sido elegido escudero de lord Boniface; pero todos eran desagradables, todos desdeñosos y arrogantes. Sus amigos, Caramon y Raistlin, le habían advertido, en las largas conversaciones mantenidas entre cerveza y cerveza junto a la chimenea, que el lenguaje en la Torre del Sumo Sacerdote era agudo y mordaz y a menudo astuto. Cuando los compañeros de Sturm volvían contra él sus palabras afiladas y sus pullas sobre su desaparecido padre, el joven se sentía zafio, torpe y desheredado.

Y, de hecho, ¿no era todas esas cosas?

La furia le enrojeció las mejillas, y apretó los puños bajo la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Derek, victorioso, soltó otro resoplido y giró la cabeza hacia el centro del salón, donde las ceremonias proseguían, del mismo modo que lo habían hecho durante mil años en esta misma estancia. El arpista, un elfo de cabello plateado, que vestía una sencilla túnica azul, había salido de entre los estandartes y allí, en el rojo fulgor emitido por las antorchas, había empezado a tocar el venerado Canto de Huma, esa vieja adaptación de mitos y exageradas gestas heroicas. «De uno de los pueblos», comenzó:

…de los numerosos condados,

surgido de la tumba y de la tierra, de la tierra y de la tumba;

donde esgrimió su espada por vez primera en las danzas crueles

de la niñez. Al descubrir la eterna retirada de su pueblo,

su grandeza germinó en una ciénaga en llamas,

con el vuelo raso del martín pescador acompañándolo en el cielo…

Quedamente, los caballeros empezaron a pronunciar las palabras y, poco a poco, en la estancia iluminada por las antorchas, se alzó el canto, la historia de amor, sacrificio y veneración de Huma. La ira de Sturm remitió a medida que él, como el resto de los jóvenes sentados a su alrededor, se metió en el mundo de la historia.

Sturm conocía la tradición. Si el canto se entonaba a la perfección y al unísono en una noche de especial auspicio, una noche como la de Yuletide o la del Solsticio Estival, el caballero Huma regresaría y se sentaría entre los presentes. Ese era el motivo de que el sitio de honor de la mesa principal estuviera siempre vacío. Despacio, el muchacho se unió al canto, musitando las palabras. La estancia se fue llenando del sonido de una suave melodía, entonada por la clara voz del elfo y otras trescientas que lo susurraban. Sólo los más jóvenes mantenían la esperanza de que ocurriera algo extraordinario en este o cualquier otro Yuletide. Así prosiguieron, cantando monótonamente, hasta que la súbita emisión de unas notas de flauta los sobresaltó a todos.

Desde las vigas, las notas descendieron, impetuosas y juguetonas; y, junto con la música, una lluvia de luz verde y dorada dispersó las sombras del gran salón y deslumbró a los perplejos caballeros. Los murmullos y el canto del bardo cesaron de repente, en tanto que la nueva y disonante melodía se hacía más fuerte y rápida y sus notas saturaban la estancia. Era como el trino de pájaros, o el zumbido de abejas, o el gemido del viento entre las copas de los árboles perennes. Posteriormente, cada uno de los caballeros lo recordó de manera distinta, y, fuera cual fuera su descripción, supieron que ninguna de ellas definía la canción, pues ésta era mudable, difusa, siempre tornadiza.

Mudo de asombro, Sturm se agarró a la mesa. La madera vibraba bajo sus crispadas manos, y las copas tintinearon de manera absurda a medida que caían al suelo y se hacían añicos. El suave olor a madera quemada de la chimenea que flotaba en el aire se tornó de pronto en un perfume penetrante y húmedo, primero del aroma de vino derramado, luego de uvas y fresas frescas, y por último del súbito y picante frescor de hojas. Las antorchas se extinguieron y de improviso, sorprendentemente, el gran salón quedó bañado en la luz de las lunas.

—¡Gran Solin y Luin! —exclamó en un susurro Sturm, que intercambió una mirada conmocionada con Derek Crownguard.

Entonces lord Silvestre apareció en las vigas, sobre los presentes, envuelto en un halo vibrante de música y chispas verdes.

Sturm nunca había visto a alguien como él. La armadura del hombre refulgía con el lustroso tono verde suave del acebo. Unas rosas realzadas, rojas y verdes, se entretejían en el peto, y bayas escarlatas y hojas caían en cascada de sus guanteletes y grebas, arrastrando tras él como un rumor de primavera en medio del salón sumido en el letargo invernal. Más hojas se abrían arracimadas en torno a su rostro, como una llamarada verde o una aureola de luz herbosa, en cuyo centro unos grandes ojos negros chispeaban alegres mientras lanzaban veloces miradas a uno y otro lado. Era un inmenso pájaro verde o el consorte de una ninfa de los bosques; y de nuevo se llevó la flauta a los labios, y de nuevo irrumpió la música en un estallido ilimitado, brotaba de las sombras, los cedros y los pinos. Bajó de un salto al suelo con sorprendente ligereza.

Despacio, con semblante adusto, lord Alfred, lord Gunthar y lord Stephan se pusieron de pie, al tiempo que llevaban la mano a la empuñadura de la espada. Adamant Jeoffrey y Boniface de Foghaven salieron de detrás de sus mesas y dieron unos pasos hacia el centro del salón, pero de repente se detuvieron, con una inhabitual expresión de cautela plasmada en el rostro. Los sirvientes se dispersaron por los rincones de la sala cuando más cristal se hizo añicos y la plata repicó contra el suelo de piedra. La extraña y frondosa monstruosidad hizo caso omiso del alboroto y se acuclilló cómicamente en el centro del salón, al tiempo que el juglar elfo recogía su arpa y huía a trompicones, en medio de juramentos mascullados y tañidos de cuerdas, rasgando en la huida la capa, que se había enganchado en las espinas del acebo.

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