2—Mira a tu alrededor, muchacho —dijo Vertumnus con sorna—. ¿Dónde hay un sitio para un hombre como tu padre entre los de la condición de éstos?
Sturm olvidó de golpe su herida. Se incorporó de un salto y gritó con la voz quebrada por la emoción. Se abalanzó sobre Vertumnus, ciegamente, aferrando la espada corta con las dos manos. Su oponente lo esquivó serenamente, apartándose a un lado, y la hoja se hundió en una rama de roble que había brotado en el sillón de Huma.
El muchacho tiró una y otra vez de la espada, a la par que lanzaba miradas frenéticas sobre su palpitante hombro; Vertumnus avanzó amenazador. Entonces, lentamente, Vertumnus bajó su espada. Observó a Sturm mientras el muchacho se esforzaba por liberar su arma de la dura madera, y sonrió cuando el joven giró torpemente para hacerle frente.
La sonrisa de lord Silvestre era desconcertante, tan indescifrable como el límite de una tierra agreste. Enfureció a Sturm más que sus palabras. Con un nuevo grito, arremetió contra su adversario, y las rodillas de Vertumnus se doblaron cuando el acero del muchacho penetró limpiamente en su pecho.
Apelación a la Medida
La flauta tintineó al caer al suelo. Al momento, el cortante frío del invierno reapareció y se asentó dolorosamente en torno a los pies de los caballeros. El silencio reinaba en la sala, como si el aire se hubiese congelado.
—Sturm… —empezó lord Stephan, sin salir de su asombro.
El joven se tambaleó, sacó la espada de un tirón, y Vertumnus se desplomó de bruces, muerto. Gunthar corrió hacia el Hombre Verde, y Sturm hizo un gesto de dolor cuando la fuerte mano de lord Alfred lo agarró por el hombro.
La espada de Sturm estaba manchada con una sustancia clara y acuosa, y de la acanaladura de la hoja se alzó el aroma resinoso de árboles perennes. El muchacho se volvió hacia los caballeros, frenético, y advirtió el desconcierto de Alfred y de Gunthar, la extraña mirada acosada de lord Stephan, y, junto a la mesa rota, la cólera de Boniface, que contemplaba al muchacho ferozmente, con incredulidad y envidia; luego se agachó y tiró hacia arriba de las calzas.
—¿Qué has hecho, muchacho? —bramó Alfred.
¿Qué has…?
La pregunta resonó en la sala y el eco la repitió una y otra vez; fue el único sonido en el cavernoso y humillante silencio.
Entonces, Vertumnus se incorporó de un salto y apartó de un empujón al perplejo lord Gunthar. Hubo un respingo generalizado, como si el propio salón se hubiera quedado sin aliento. Lord Silvestre se tocó la herida del pecho, y ésta se frunció y se cerró como una cicatriz en madera viva. Con calma, sus ojos buscaron los de Sturm.
—A esto se ha llegado, joven Brightblade. Has definido tu postura y la mía —anunció Vertumnus. Una gruesa capa de musgo tapizó las baldosas bajo sus pies—. Es el resultado de tu propia necedad. Has entrado en mi juego y, ay de ti, tendrás que jugarlo hasta el final, como tu hombro herido te lo recordará día y noche.
Al otro lado de la ventana se escuchó de nuevo el canto de los pájaros. Los ojos desorbitados de Sturm fueron del Hombre Verde a su espada, y de vuelta a Vertumnus. Por completo desconcertado, el joven tocó la hoja del arma. Estaba seca y limpia.
—Reúnete conmigo el primer día de primavera —ordenó Vertumnus, al tiempo que esbozaba de nuevo una extraña sonrisa—. En mis dominios, en el corazón del Bosque Sombrío. Ve solo. Zanjaremos este asunto…, espada contra espada, de caballero a caballero, de hombre a hombre. Has defendido el honor de tu padre y ahora yo lanzo un reto al tuyo, porque ahora te debo un golpe y tú me debes una vida. Pues está escrito en vuestra preciada Medida que
cualquier hombre que devuelva, un golpe, debe continuar la liza hasta el final…
Sturm miró a su alrededor, desconcertado. Gunthar y Alfred estaban como petrificados en el estrado, y lord Stephan abrió la boca para hablar, pero no articuló palabra alguna.
Expectante, con sus ojos de halcón, lord Boniface asintió con un cabeceo. Lo que Vertumnus había dicho sobre devolver un golpe estaba, en efecto, contemplado en la Medida. Con su acción impulsiva, Sturm estaba atrapado por un viejo estatuto.
—Te guiaré al punto de la cita cuando llegue el momento —dijo Vertumnus—. Y tal vez descubras algo sobre tu padre en ese preciso lugar y momento. No obstante, deberás recorrer el camino que tú mismo proyectes. Si no te reúnes conmigo en el sitio acordado, o en la noche acordada, tu honor quedará comprometido para siempre.
»
No es sólo tu honor lo que corre peligro —continuó lord Silvestre, con una misteriosa sonrisa—. Pues no cabe duda que me debes una vida, Sturm Brightblade, y pagarás por ello, llegues o no en la fecha fijada. —Señaló con gesto dramático el hombro del joven—. Puedes venir como un hijo de la Orden y hacer frente a mi desafío, o puedes esconderte en los salones de este fuerte y esperar a que tu herida se ponga verde. Pues has de saber que las gestas de mi espada florecen en primavera, y sus frutos son espantosos y fatales.
El salón se llenó con más hojas, zarcillos y enredaderas, con zarzas, raíces y ramas, en cantidades suficientes para que costara una semana despejar la estancia. El Hombre Verde cerró los ojos, inclinó la cabeza, y desapareció en medio de un rumor de hojarasca, en tanto que las antorchas de las paredes ardían de repente con una llamarada blanca y fría. Perplejo, Sturm escudriñó la sombría espesura, pero Vertumnus había partido, dejando tras de sí niebla y humo de madera quemada y el olor metálico y húmedo que queda en el bosque tras descargarse un rayo.
—De todos los problemas que podrías haberte buscado, muchacho, de todo lo que podrías haber hecho o dejado de hacer, esto es, sin lugar a dudas, lo peor —proclamó lord Alfred, apenado.
—¿Lo peor? —preguntó Sturm—. Yo… no…
Para entonces, con su sobria eficiencia, los jóvenes caballeros ya se habían puesto a limpiar de follaje y zarzas el salón. Sturm se encontraba en medio de la frenética actividad, con la vista levantada hacia los caballeros agrupados junto al trono vacío de Huma. El joven sacudió la cabeza, como si saliera de un mal sueño, intentando aclarar su mente.
—¿Quieres seguirme, Sturm Brightblade? —preguntó lord Alfred, con un tono más suave de voz.
Gunthar y Stephan cerraron filas tras él; sus armaduras ceremoniales centellearon de un modo casi cegador. Desde sus posiciones, en medio del estropicio causado por la visita de Vertumnus, lord Adamant y lord Boniface se sumaron al formidable trío.
«Como soles —pensó el muchacho—. Como soles y meteoros. No puedo acercarme a ellos, e incluso mirarlos es duro.»
—Pensé… —empezó Sturm, pero en la resonante sala su voz sonó tenue y débil. No pudo decir lo que había pensado. Ya no se acordaba.
Alfred asintió con un cabeceo, y lord Gunthar se adelantó mientras el Juez Supremo ocupaba el sitio del hombre más joven, al lado de Stephan.
A sus espaldas cesó la actividad de serrar y cortar vegetación. Sólo los sirvientes, el viejo Reza y el chico, continuaron con sus tareas. Jack barría los restos de cristalería rota. Los escuderos, reacios como siempre a hacer un trabajo de criados, se habían parado para no perder detalle del drama que se desarrollaba junto al trono de Huma, encantados por el mal rato que estaba pasando uno de su edad y el posible castigo que recibiría. A despecho de su devoción por las diversas virtudes honorables de la Medida, la Torre del Sumo Sacerdote era un nido de chismorreos y rivalidades que no siempre tenían un fondo amistoso.
También lord Stephan era un experto en estas guerras. Avanzó hacia Sturm, cogió el brazo del muchacho con su enguantada mano y lo condujo, más allá de los cuellos estirados y las miradas de reojo, directamente a la puerta del oeste, por la que se accedía a la quietud de la capilla. Gunthar y Alfred los siguieron de cerca y tras ellos fue el renombrado lord Boniface. Los que se habían quedado en el salón de consejos reanudaron sus tareas, imaginando sin duda el despliegue de grandes misterios y correctivos en la penumbra de la estancia cerrada.
Allí, lord Stephan hizo sentar al muchacho sin demasiadas contemplaciones en un banco de roble, junto a la ventana. Sturm se agarró el hombro y tiritó cuando el viento se coló entre los viejos perfiles ornamentales de piedra, a sus espaldas. Pero también tembló al mirar los antiguos dibujos de la cristalera coloreada: la rosa, los cuernos de bisonte, el arpa amarilla y la blanca esfera, la lemniscata azul, todo dentro del triángulo del gran dios Paladine, que contenía todas las cosas y no obstante las trascendía. Todos eran símbolos del viejo panteón, que la Orden todavía honraba pese a los tiempos oscuros y peligrosos que vivía Ansalon.
Las estanterías se combaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados en piel, relativos a matemáticas, física, arquitectura; estudios que el joven había rehuido en los escasos días compartidos con su madre en Solace.
—Sturm —le había advertido—, los libros es lo que debe interesarte ahora. Te han fallado espada, Orden y padre. Puede que un académico no sea un hombre rico, pero come; su casa está a salvo del fuego y su cuello del hacha.
Sturm frunció el entrecejo y sacudió la cabeza. Lady Ilys había hecho estas observaciones en la habitación central de la cabaña, una estancia alejada de la luz y las ventanas. Él había simulado prestar atención, pero luego dejó de lado los libros y trepó al techo de cañas y barro de la casa. Allí, por encima de los sermones de su madre, fijó los ojos en el norte, sobre las llanuras de Abanasinia, donde el horizonte no era más que luz y llanos, aunque un chiquillo podía imaginar las turbulentas aguas del estrecho de Schallsea y, más al norte, las costas meridionales de Solamnia.
Ahora, a Sturm le parecía que los libros de la capilla se burlaban de él y de los años perdidos sobre el tejado, entre ardillas y pájaros. Había hecho un largo viaje desde Solace sólo para ser llevado a otra estancia oscura y ante estos mismos libros para lo que —ahora caía en la cuenta— era un asunto muy serio.
—No toda la culpa es tuya, muchacho —empezó lord Stephan; hablaba con suavidad, pero Sturm percibió una nota de desconcierto en su voz. El anciano paseó frente al altar, con los ojos bajos—. No del todo. El tal Vertumnus nos ha perturbado y sorprendido a todos.
—¿Cómo pudo ocurrir algo así, lord Gunthar? —preguntó Boniface con sorna—. Presumo que la vigilancia del salón estaba bajo tu… capacitado mando, como es siempre el caso en una noche de banquete.
Gunthar resopló iracundo y se recostó en la puerta de la capilla. No había mucho afecto entre los dos extraordinarios espadachines, resultado de una generación de feroz rivalidad.
—¡Ya se ha pensado en eso, Boniface! ¡Están de más tu regodeo y tus pullas! —bramó, echando chispas.
—Bien… —interrumpió Stephan, con un tono apaciguador—. Fueran cuales fueren las circunstancias, lo cierto es que por fin hemos conocido al legendario lord Silvestre, y es tan curioso como se dice en las historias que corren sobre él.
—¿Historias? —exclamó Sturm, levantándose a medias del banco—. ¿Quieres decir que estabais enterados de la existencia de esa monstruosidad y… y…?
—Estábamos enterados, desde luego —contestó Alfred—. Son cientos los rumores que acompañan a lord Silvestre, y el Caballero de Solamnia que no haya oído alguno de ellos es sordo. Conocíamos su existencia, pero jamás lo habíamos visto. ¿Quién habría esperado semejante visita, esos coros y ese repentino crecimiento de plantas?
Gunthar lanzó una mirada enfadada a Boniface, y los cuatro caballeros se sumieron en sus propios pensamientos.
—Es muy tarde, y nuestras ideas bordean lo absurdo —comentó Alfred tras una larga pausa—. Quizá deberíamos tratar este asunto por la mañana, cuando el sol brille sobre lo que ha venido a acontecer, mejor que bajo la engañosa luz doble de las lunas.
—Estoy de acuerdo con lord Alfred —intervino Boniface.
Gunthar asintió con un cabeceo.
—Esperad. ¿Quién es Vertumnus? —preguntó Sturm.
Los caballeros intercambiaron miradas inquietas.
—He oído que es un caballero renegado —repuso lord Alfred—, cuyo camino se enmarañó con elfos y toda clase de necedades del bosque. Se dice que capitanea una cuadrilla de bandidos de Neraka, al sur, en su Bosque Sombrío.
—Yo he oído que Vertumnus es un druida —declaró Gunthar—. Un clérigo pagano cuyo corazón es tan duro y nudoso como un roble. Su refugio en el Bosque Sombrío es un lugar perverso, donde los pájaros susurran las últimas palabras de los criminales y los muertos cuelgan como fruta de las ramas de los árboles.
Sturm frunció el entrecejo. Eso era aún más inverosímil que lo del caballero renegado.
—Y a mí me han contado que la sangre de ese hombre es pura hechicería, que sus oscuros ojos están hechos con piedra de Nuitari —intervino lord Stephan, contribuyendo a aumentar la controversia—. Oí decir que el Bosque Sombrío es una ilusión, producto de la luna negra y de los sueños del hechicero.
—¿Y a pesar de todo eso nos ha visitado en el Yuletide? —preguntó Sturm—. ¿Y ya sea mago o druida o caballero, ha conseguido que prestemos oídos a sus palabras? ¿Cómo…, cómo se ha llegado a eso? ¿Y por qué?
—Espero que lord Gunthar dé respuesta a esa pregunta en breve —observó Boniface con sequedad—. ¿Cómo es posible que un hombre solo pudiera abrirse paso entre centinelas de lo más selecto entre la juventud solámnica, guiando a ese inmenso jabalí que lo seguía…?
—¿Inmenso jabalí? —exclamaron los otros cuatro, volviéndose como un solo hombre hacia Boniface. Alfred le posó una mano sobre el hombro con desasosiego.
—Nosotros no vimos un… jabalí —explicó el Juez Supremo—. Tal vez, la confusión de la noche… o el vino…
—¡Os digo que era un jabalí lo que vi! —insistió Boniface, iracundo—. ¡Y, si lo vi, lo había, por Paladine y Majere y cualquier dios del Bien que queráis nombrar!
—Sea como sea, no vimos un jabalí —repitió Alfred, paciente—. Sólo la bandada de cuervos en las vigas…
Enmudeció sin terminar la frase cuando los otros caballeros lo miraron perplejos.
—Vosotros no…, no visteis cuervos —concluyó taciturno—. Ninguno los vio.
—Yo no miré arriba —dijo Stephan con tono apaciguador—. Aunque, por Paladine y por todos los dioses reunidos, recuerdo las chillonas e insultantes dríades que el Hombre Verde trajo consigo.