El silencio reinó otra vez en el pabellón.
Sturm se tumbó boca arriba y miró por el orificio abierto en el techo de la casa redonda. El cielo estaba iluminado y las nubes resaltaban perfiladas por un tono rojizo, como si Lunitari estuviera en un espléndido plenilunio.
El joven había soñado algo acerca de caballeros, espadas y goblins en una oscura batalla, y el sonido distante de una música marcial, no de una flauta ni de una voz, sino de una trompeta.
Al otro lado de la pared de la celda, oyó que Mara murmuraba algo. Sturm esbozó una débil sonrisa.
—No puede dejar de hablar ni estando dormida —susurró.
La escena que la druida le había mostrado lo había desconcertado y perturbado. Las casas incendiadas, los pequeños goblins, el ataque bajo la nevada…
Alzó los ojos justo a tiempo de ver caer por el orificio del techo un largo filamento blanco y, al final de él, una horrenda cabeza segmentada con diez enormes ojos.
En el bosque sombrío
Cyren había sacado a Mara primero. Había tenido que emplear hasta el último vestigio de su valor para escalar hasta el tejado, asomarse sobre un enorme fuego, y, sobre todo, echar un filamento de seda por el orificio, con los guardias de la aldea dormidos a pocos metros. Su cara, grotesca y segmentada, enmarcada por estrellas y luz de luna, lanzó una frenética llamada con su lenguaje chirriante de zumbidos.
Mara trepó por el filamento como si fuera también una araña. Una, dos veces, se impulsó con los pies en el techo cóncavo, rebotando como un resorte, con movimientos atléticos, de manera que se columpió sobre el pabellón como una acróbata. Por último, desapareció por el orificio del tejado, pateando con sus morenas piernas. Se asomó por el agujero y arrojó el filamento al otro lado de la pared, hacia Sturm.
El joven se balanceó sobre sus talones y respiró hondo. La huida parecía descabellada, casi absurda, pero era una oportunidad de escapar, al fin y al cabo.
Trepando por el filamento a fuerza de brazos, procurando no forzar el hombro que había empezado a dolerle, Sturm consiguió llegar a lo alto de la pared de su celda. Debajo, los guardias dormían con la espalda recostada en el otro lado del muro. Otra media docena de soldados roncaba junto al fuego cubierto, y, en la puerta de la entrada, dos más dormitaban de pie, con la cabeza doblada fiebre las picas.
Sturm sonrió, ya más seguro de sí mismo, y se ató el filamento a la cintura. Desde aquí, sólo era cuestión de saltar hasta el orificio del techo, y luego estaría libre. Cogió impulso desde lo alto de la pared y se lanzó al vacío, con los brazos extendidos… Se quedó corto, a casi un metro de distancia. Giró en el aire, intentando con desesperación agarrarse a los bordes del agujero, pero con ello sólo consiguió perder el poco equilibrio que le quedaba. Dio una voltereta, y los pies se le enredaron en el filamento. Ahogando un grito de pánico, Sturm se precipitó de cabeza hacia los rescoldos de la hoguera central. El hilo sedoso lo dejó suspendido a unos palmos del fuego, y se meció lenta y silenciosamente sobre los guardias dormidos, como un péndulo.
La caída lo había dejado sin aliento. Jadeante, se esforzó por alcanzarse los tobillos y en la tercera intentona logró cogerlos. Retorciéndose para adoptar una posición mejor, aferró de nuevo el filamento y trepó por él hasta la abertura, donde Mara lo ayudó a encaramarse al techo. Parecía que hubiese tardado una hora en llegar allí, y otra más en desenredarse. Cuando Sturm alzó la vista, Mara estaba agachada a su lado, y Cyren cernido sobre ella como un extraño dosel, obra de un perverso hechicero.
—Toma —susurró la elfa, tendiendo a Sturm su espada—. La ha vuelto a forjar el herrero del que nos habló Jack Derry, así que me atrevo a opinar que es un buen trabajo.
—¡El herrero! —siseó Sturm—. ¿Entonces lo encontraste? —Se libró de una patada del último fragmento del hilo de araña, enredado al tobillo, y gateó hacia el borde del tejado.
—Está junto al establo. ¡Si volvemos allí, corremos el riesgo de que nos descubra una patrulla! Incluso el ladrido de un perro nos delataría y…
—Condúceme hasta allí —exigió Sturm—. Iré a la herrería, pase lo que pase. —Se volvió hacia Mara y le cogió la mano en un gesto de apremio—. Jack Derry me debe una explicación.
Acto seguido metió la espada reparada en el cinturón y se deslizó por el tejado de la casa redonda. Se frenó en el mismo borde, donde una enredadera nueva formaba una celosía verde por toda la pared hasta el césped de la plaza.. Mara suspiró y fue en pos de él, con la araña pegada a sus talones y parloteando con nerviosismo. Cuando ambos pisaron suelo firme, la doncella elfa señaló hacia el establo y la herrería que estaba más allá; avanzaron a hurtadillas por los oscuros callejones de Rolde de Cerros Pardos, evitando la luz de la luna, hasta que llegaron a las afueras de la aldea.
* * *
Una solitaria luz parpadeaba en la ventana de Weyland.
Sturm escuchó la música cuando el herrero apareció en su campo de visión. Remota e insinuante, le recordó a Vertumnus, el viaje que tenía ante sí y el desafío que le aguardaba. Se cubrió de la lluvia con la capa e hizo un gesto a Mara para que permaneciera al abrigo de las sombras. Cruzó agachado el último trecho de espacio abierto que lo separaba de la forja. Se deslizó en silencio hasta la ventana y, poniéndose de puntillas, se asomó al interior.
Había dos hombres junto al horno, removiendo con rastrillos la turba para iniciar otra jornada de trabajo.
Hablaban sobre arañas.
—¡Te digo que tenía una cabeza tan grande como la mía! —exclamó el más corpulento mientras levantaba las manos, negras de hollín, para señalar el tamaño de la criatura en cuestión.
El otro hombre guardó silencio; estaba de espaldas a la ventana. Sturm no podía verlo a causa de resplandor del fuego y del juego de luces y sombras, pero era fuerte y ágil, y parecía saber cómo utilizar un rastrillo.
—Mira que asustarte de una araña —dijo por fin, aunque su voz sonaba apagada por el movimiento y el roce del rastrillo sobre la turba—. ¿Qué opinaría de eso tu afamado maestro?
—Lo mismo que tu afamado padre —replicó el hombretón con una curiosa sonrisa, mientras se erguía y se enjugaba la frente.
Sturm se acercó más a la ventana, de manera que sintió el aire caliente de la forja.
—¿Qué comerá un monstruo como ése? —preguntó el herrero, que volvió a coger el rastrillo y reanudó el trabajo. Al no responder el otro, insistió:— Bueno, ¿tú qué crees?
—Herreros —dijo lacónico.
Sturm se esforzó por oír algo más, pero el segundo hombre no añadió nada.
—¿Cómo dices, Jack? —preguntó el hombretón, y el otro se volvió, de manera que su rostro quedó iluminado por el fanal y el resplandor de la forja.
—Las arañas de ese tamaño sienten debilidad por los herreros. Es su bocado predilecto —se burló Jack Derry, aunque su expresión era seria e insondable.
—A menos que haya un jardinero —se chanceó el herrero mientras levantaba el rastrillo en un simulado gesto de amenaza.
Sturm saltó por la ventana, con la espada en la mano. Chocó estrepitosamente contra un banco de trabajo y después rebotó en el yunque de Weyland; por último, se frenó y se quedó agazapado y aturdido, sosteniendo la espada en una postura inestable.
Su atolondrada irrupción desconcertó a todos, a él el primero, y durante un instante los tres hombres se miraron unos a otros, sus ideas confusas y atropelladas. Entonces Sturm se abalanzó sobre Jack, y la forja retumbó con gritos y golpes.
Sturm persiguió a Jack Derry alrededor del horno; en su huida, el jardinero cogió unas tenazas y corrió al dormitorio, donde, encaramado al catre de Weyland, le hizo frente blandiendo las tenazas con actitud amenazadora, como un cocinero que se hubiese vuelto loco de repente. El acero chocó contra el hierro, y este último cedió, quebrándose en dos.
—Esa hoja resistirá hasta la mejor herramienta —proclamó Weyland, con una peculiar nota de orgullo en la voz. Luego agarró a Sturm por el cuello de la túnica y, con una mano, lo levantó en el aire sin esfuerzo. El joven se debatió como un cachorrillo en las tiernas fauces de su madre, y el herrero le agarró el brazo y le hizo soltar la espada.
Jack Derry bajó del catre, cogió la bacinilla y se dispuso a arrojársela a Sturm. Weyland apartó al muchacho tras él de un empujón y se irguió, inmenso como un ogro, entre los dos jóvenes combatientes.
—Esto se acabó —anunció con actitud severa.
Una sonrisa amistosa ensanchó el rostro de Jack Derry, y el muchacho soltó la bacinilla despacio, con gesto descuidado, como si desde el principio su única intención hubiese sido cambiarla de sitio.
La furia de Sturm había remitido por completo. De hecho, se alegró de que Weyland le hiciera tirar la espada, y lo desconcertaba su súbito arrebato de cólera incontrolada.
Mara apareció en la ventana, pasó la pierna por encima del alféizar y entró en la casa.
—La herrería tiene una puerta, por la que prefiero que entren mis huéspedes —sugirió Weyland cortésmente, con una de sus manazas todavía posada, sin demasiada delicadeza, sobre el hombro de Sturm.
—Eh…, oí gritar —se disculpó la elfa mientras guardaba de nuevo la daga en el cinto.
—Surgió cierta… discrepancia entre maese Jack y el muchacho solámnico —explicó Weyland—. Una discrepancia que espero resuelvan sin poner patas arriba mi casa.
Sturm se libró de los dedos del herrero y tomó asiento con actitud digna en una banqueta que había junto a la puerta. Jack se acuclilló en el suelo. Por detrás del muro de músculos que era el herrero, Sturm dirigió una mirada feroz a su antiguo amigo, quien le respondió con una sonrisa tan amable que lo sacó de sus casillas.
Poco a poco, la sonrisa dio paso a una alegre y traviesa risa. Jack se incorporó y, por alguna extraña razón, a Sturm le pareció mucho más alto de lo que recordaba.
—Me sorprendes, Sturm Brightblade —rió Jack mientras se cruzaba de brazos—. Y las sorpresas son buenas para mantener el equilibrio.
—¡Maese
Sturm Brightblade para ti, jardinero! —replicó Sturm enfurecido.
La sonrisa de Jack se volvió tirante.
—Dejaste atrás el «maese» y el «jardinero», en el río —dijo con voz queda—. Has entrado en mi país, donde los árboles tienen ojos y se baila a otro son.
Sturm frunció el entrecejo. Era otro hombre el que ahora tenía ante sí. Había desaparecido el servilismo y la sumisión del jardinero, el ingenuo buen humor y la afable modestia.
El hombre que tenía frente a él era firme, generoso, seguro de sí mismo. Era un príncipe, un heredero de bosques y tierras agrestes. Sturm percibió un tenue olor a lluvia y hojas; y algo más, indefinible y sutilmente familiar.
Jack se sentó en el banco de la forja, apoyó la barbilla en las manos y observó a Sturm con la actitud escrutadora, enigmática y perspicaz de un ave de presa.
—Como estaba diciendo cuando me interrumpiste, me has sorprendido.
—¿Dónde estabas? —preguntó Sturm fríamente—. He pasado tres días encerrado entre druidas, y el primer día de primavera se ha echado encima, sin darme tiempo a pensar o a prepararme…
Enmudeció sin finalizar la frase, ante la mirada fija y serena de Jack Derry.
—Puede que recuerdes que te despejé el camino de unos cuantos bandidos, allá en el río Vingaard —dijo el jardinero.
—¿Pero dónde…? —preguntó otra vez Sturm. Jack levantó una mano—. Eran doce. Tal vez más —insistió Sturm.
—Catorce, según mis cálculos —lo corrigió Jack—. ¿Y dónde estabas tú?
—Pero si fuiste tú quien me hizo…, quien me dijo… —Sus protestas le sonaron débiles, y sintió sobre él las miradas severas, condenatorias.
—¿Qué ocurre, Sturm Brightblade? —inquirió quedamente Jack—. ¿Por qué este empeño en encontrar traición y deslealtad donde no las hay? Nadie te ha dejado a ti en un castillo nevado, con tus tropas acurrucadas por el frío y muertas de hambre.
Sturm no tenía respuesta. Se levantó vacilante del taburete y se tambaleó un poco al ponerse de pie. Mara corrió a su lado para ayudarlo a recobrar el equilibrio.
—¿Dónde estabas? —preguntó otra vez el joven, débilmente, sin importarle ya la respuesta.
La sonrisa volvió al rostro de Jack.
—¡Vaya! Pues despejándote el camino, como siempre —contestó—. Te has fugado de tu prisión, Sturm Brightblade, y para hacerlo se necesitaban ingenio, destreza y recursos. La nueva estación está a las puertas, y el bosque se encuentra a tiro de arco. Si estás dispuesto a aceptarme otra vez como guía, te conduciré hasta lord Silvestre.
Jack no dijo nada más en presencia del herrero. Hizo caso omiso de las vehementes preguntas de Sturm, y se detuvo en el umbral de la herrería, con la luz de luna a su espalda y una extraña e indescifrable expresión en su rostro bañado por las sombras.
—Ven conmigo —dijo—. Y trae a la elfa, si crees que debes hacerlo. Ven a pie o a caballo, tanto da. Pero debes venir conmigo. La primera hora de primavera se acerca.
* * *
La lluvia amainó cuando salieron de la herrería. Cyren estaba agazapado a las puertas del establo, empapado y tiritando, y de muy mal humor; Sturm agitó la espada frente a la araña, y la criatura retrocedió, lo que les permitió sacar las yeguas para ensillarlas y montar en ellas.
Desde allí, la marcha hacia el bosque fue tranquila, tanto que resultaba sospechoso. No se había dado alarma alguna, no había sonado una campana ni bandos de pregonero, y la aldea parecía dormida y desprevenida.
—¿Crees que lord Boniface está… aguardando en el bosque, Jack?
El joven se encogió de hombros, y se inclinó hacia adelante en la silla, sobre la resistente y pequeña
Bellota.
—Probablemente, Boniface haya emprendido el regreso a Solamnia —dijo—. Si sabía que te llevaron a Rolde de Cerros Pardos, se divertirá en el camino a casa imaginando lo que un puñado de druidas puede hacer a un prisionero solámnico.
—¿Y qué habrían hecho, Jack? —preguntó Sturm.
El joven resopló.
—Tal vez, nada. A menos que la Orden les pagara.
—¿La Orden? ¿Pagarles?
Jack Derry volvió la cabeza hacia atrás y miró a Sturm con una breve e irónica sonrisa.
—Sucede que registré las pertenencias de los bandidos muertos —explicó—. Digamos que para buscar pistas que revelaran de dónde venían y quién los había enviado.