El Código y la Medida (22 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El Código y la Medida
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Boniface puso de nuevo su atención en el asunto que tenía ahora entre manos: su primer adversario. Con una rápida, casi matemática eficiencia, tiró al joven al suelo y apoyó la punta roma de su espada en la garganta de su indefenso oponente. Al punto giró sobre sus talones, alejando una vez más cualquier pensamiento sobre Angriff Brightblade mientras salía del palenque con paso vivo hacia un descanso que no necesitaba y a la espera de enfrentarse con su segundo oponente en la competición.

Con diez minutos de retraso para la celebración del siguiente combate, Gunthar Uth Wistan, el segundo de lord Brightblade, se abrió paso entre la muchedumbre y el murmullo general, seguido por el propio Angriff, que tardó más en llegar a la arena que en despachar a su oponente, el joven Medoc Inverno, de Zeriak. Fue una maniobra tan veloz e inesperada que rozaba la insensatez. En lugar de frenar la primera e inexperta arremetida de sir Medoc, Angriff se limitó a dar un paso hacia su derecha eludiendo al atolondrado muchacho, se cambió la espada a la mano izquierda y, sin ningún esfuerzo, desarmó, hizo caer y tocó con la punta del arma a Medoc, en un único movimiento. Acto seguido se retiró un paso y saludó a su oponente, que, caído de espaldas, lo miraba ceñudo, furioso. De repente, impresionado por la facilidad y rapidez de la acción, Medoc se echó a reír sin poder remediarlo.

—¡No es un caballero corriente el que ha sido derrotado de manera tan rotunda por un maestro de la esgrima y sigue vivo para disfrutar contándolo! ¡En mí habéis tenido un contrincante poco común, lord Brightblade!

Angriff se sumó a sus risas y, con un gesto tan cortés como respetuoso, se agachó y ayudó al joven caballero a ponerse de pie. Alrededor del Palenque de Espadas se alzó un murmullo general y hubo un aplauso deslavazado, dictado por los buenos modales.

Boniface estaba rabioso, y sus dedos acariciaban anhelantes la empuñadura de su espada. Este hombre había ridiculizado el Código y la Medida tiempo más que de sobra, y, a juzgar por las risas de Medoc, era una actitud que se extendía como una enfermedad contagiosa e infectaba a los jóvenes e impresionables.

Eran ocho los caballeros que quedaban tras la primera vuelta. Una vez más, se realizó el sorteo metiendo los nombres de los participantes en un yelmo al que se dio vueltas para mezclarlos, y en esta ocasión un murmullo consternado se levantó en los pabellones y balcones donde la anhelante muchedumbre se sentaba. Boniface y Angriff tendrían que enfrentarse en la siguiente ronda. Era un encuentro que todos habían esperado que se prolongara; habían deseado saborear la posibilidad a lo largo de toda la tarde veraniega, hasta que anocheciera, y que el mejor espadachín de Solamnia saliera victorioso en el último combate, bajo la luz de las linternas, con luciérnagas y el canto de los grillos. Pero la verdadera intriga del torneo quedaría dilucidada muy pronto, y el resto de los combates serían superfluos, una suave llovizna tras el despliegue de truenos y relámpagos de una tempestad.

Pero se estaba acercando la tormenta, sin embargo, y el aire chisporroteó mientras los dos hombres se preparaban para el combate, Angriff con su segundo, Gunthar Uth Wistan, y Boniface con el suyo, un joven guerrero moreno llamado Tiberio Uth Matar, cuya familia, incluido el blasón, desaparecería de la faz de Solamnia al cabo de diez años. La tormenta se acercaba cuando los cuatro hombres entraron en el círculo de tierra, y los dos combatientes se pusieron los yelmos de cuero y los petos forrados del Palenque de Espadas.

El largo y silencioso preludio llegó a su fin; los hombres se situaron al borde del círculo —Angriff y Gunthar en el extremo oriental, y Boniface y Tiberio en el occidental—, y todos permanecieron inmóviles hasta que el toque de trompeta marcó el inicio del combate.

Angriff se movía como un huracán a través del encaje de luces y sombras del círculo. Boniface giraba sobre sí mismo, hacía quiebros, y atacó en un par de ocasiones, pero Angriff parecía estar en todas partes, salvo al alcance de su espada. Dos veces se trabaron sus armas y en ambas ocasiones Boniface salió trastabillando sobre sus talones, haciendo cuanto estaba en su mano para contener el ataque que venía a continuación.

En cuestión de segundos, Boniface supo que estaba vencido. Había manejado una espada demasiado tiempo como para no reconocer la superioridad de un adversario que era más diestro, rápido, fuerte y osado de lo que había imaginado. Desde el principio, el resultado de la contienda fue sólo cuestión de tiempo. Si Boniface se superaba luchando con un ímpetu y una fiereza desconocidos por él hasta entonces, podría retrasar el momento de la derrota tres o cuatro minutos.

«¡Oh, dios, no permitas que quede como un necio! —se dijo exacerbado, frenético—. ¡Ocurra lo que ocurra, no permitas que haga el ridículo!»

Entonces cargó contra su oponente en un último y desesperado ataque, con la espada extendida como si fuera una lanza.

Fue como si sus plegarias tuvieran respuesta un instante después. Por alguna razón —ya fuera por un exceso de euforia, o deportividad, o simple compasión, Boniface nunca lo comprendió—, Angriff dio un salto y, agarrándose a una rama baja del olivo, se puso fuera de su alcance con un balanceo ágil y, tras dar una vuelta de campana perfecta, aterrizó a unos tres metros de donde se encontraba unos momentos antes. Unos cuantos caballeros de los más jóvenes aplaudieron y vitorearon, pero la mayor parte de los que ocupaban la tribuna guardaron silencio, paralizados por una sorpresa mezclada con el desconcierto y la estupefacción.

Pero Boniface, erguido al borde del círculo, supo que lo había salvado la necedad de su viejo amigo.

—¡Cuestión de procedimiento para el consejo! —solicitó, con la espada levantada en el establecido gesto de tregua.

—Petición concedida, lord Boniface —contestó lord Alfred Markenin desconcertado, reclinado en el balcón engalanado con estandartes rojos, que señalaban la posición ventajosa de los jueces del torneo. Solicitar una cuestión de procedimiento a mitad de una liza era un proceder aceptable, aunque poco corriente. Por lo general, se hacía para reclamar una violación de las reglas de un combate limpio.

Esta no iba a ser una excepción. Boniface recurrió a su extraordinaria memoria y sus profundos conocimientos de la Medida, repasando sus años de estudios legales en busca de una frase, una regla en la Medida de los Torneos que pudiera…

Por supuesto. El tomo treinta y cinco, ¿no?

—Traedme, os ruego, el volumen… treinta y cinco de la recopilación de la Medida.

Con el entrecejo fruncido, lord Alfred envió a un escudero en busca del tomo solicitado. El combate quedó suspendido mientras los espectadores se arremolinaban e intercambiaban conjeturas, a la espera de descubrir qué regla polvorienta se sacaba de su manga de erudito lord Boniface de Foghaven. Angriff brincó de nuevo al olivo y trepó hasta la unión de dos nudosas ramas del enorme árbol, donde se sentó a esperar el regreso del escudero.

El tomo fue llevado al balcón de los jueces, escoltado por dos sabios que vestían togas rojas. Lord Stephan cogió el libro, sosteniéndolo como si fuera de frágil cristal, y se lo pasó a lord Alfred, quien, poniéndolo sobre su regazo, miró expectante a Boniface.

«Por el Código y la Medida, que esté ahí, como recuerdo —deseó fervientemente el espadachín—. Que esté ahí. Oh, que esté ahí…»

—Existe, si mal no recuerdo —empezó Boniface—, una referencia en la Medida de los Torneos… —Hizo una pausa y asintió con un gesto de la cabeza mientras miraba a los caballeros que lo rodeaban, para dar un golpe de efecto—, la totalidad de la cual puede encontrarse al final del volumen trigésimo quinto de la Medida Solámnica, extendiéndose hasta las primeras setenta páginas del tomo trigésimo sexto… Es una referencia sobre preservar la integridad del círculo en el Palenque de Espadas.

—Existe, en efecto —confirmó uno de los sabios, mientras su calva cabeza subía y bajaba en señal de asentimiento—. Volumen trigésimo quinto, página doscientos setenta y ocho, artículo séptimo, apartado segundo.

Lord Alfred se inclinó sobre el libro y pasó las páginas con rapidez. Angriff se deslizó de la horquilla del árbol y se sentó en el centro del círculo, con la cabeza ladeada como un halcón, escuchando atentamente.

—«Estando en el Palenque de Espadas —leyó el Juez Supremo en voz alta—, ya sea en el solsticio de verano o en el de la festividad de Yule, cualquier caballero que abandone el círculo en medio de una liza o competición, deberá rendir su espada, que le será confiscada.»

Alfred Markenin levantó la vista y parpadeó desconcertado.

—Se habla del círculo, cierto —se mostró de acuerdo—, pero no veo su aplicación en este momento.

—Es simple —explicó lord Boniface, mucho más seguro de sí mismo ahora, mientras avanzaba hacia el centro del círculo—. Cuando lord Angriff Brightblade se alzó del suelo para eludir mi arremetida, abandonó, a todos los efectos, el círculo y, en consecuencia, incurrió en falta y se hizo acreedor de la sanción prescrita por la Medida.

Las últimas palabras cayeron sobre un profundo silencio. Gunthar Uth Wistan adelantó un paso, enfurecido, pero Angriff lo contuvo; en sus ojos había una expresión de divertida perplejidad.

—No puedes derrotarlo en una liza justa —rezongó Gunthar entre dientes—, así que lo atacas con…
aritmética.

La mirada de Boniface se mantuvo prendida en lord Alfred Markenin en todo momento. Al fin y al cabo, aconsejados por la deliberación de los sabios, él y el consejo serían quienes decidirían sobre al asunto. Alfred dirigió una última y larga mirada a ambos contendientes, y después corrió la cortina roja que había en la parte delantera del balcón.

La decisión se tomó antes de transcurrir una hora. Cuando se abrió la cortina, Boniface reparó en la expresión preocupada del semblante de lord Stephan Peres, y sonrió, esperando oír buenas noticias.

Angriff seguía sentado en el suelo, tranquilo y abstraído, con la mirada perdida en el tupido dosel de hojas y en el anochecer y las primeras estrellas que apuntaban más allá de aquellas hojas.

—El consejo está… indeciso sobre el asunto que nos ocupa —proclamó lord Alfred a los caballeros reunidos, que aguardaban el fallo conteniendo el aliento—. Pero no hay nada que temer, ya que, cuando el consejo no llega a una decisión, la pronunciación sobre la Medida de Torneos recae en los Eruditos de la Medida, según el volumen segundo, página treinta y siete, artículo segundo, apartado tercero.

—Apartado segundo —lo corrigió el sabio calvo mientras entornaba los ojos en una actitud reverente.

Alfred suspiró y asintió con la cabeza. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba apagada, su tono resignado.

—Sí, apartado segundo, de las antes mencionadas Medidas Solámnicas…

—Así pues —continuó el segundo sabio, un hombrecillo de pelo gris, cuya barba ondeaba sobre su roja toga—, la Academia Solámnica falla a favor de lord Boniface de Foghaven. Se exige a lord Angriff que rinda su espada en el combate en cuestión.

Sabía que era complicado, que apestaba a legalismo y procedimiento doloso, pero había vencido. Boniface ocultó su júbilo y miró a su oponente. Tiberio Uth Matar no fue tan comedido. Empezó a reírse, a refocilarse, y ni siquiera la gélida mirada que le dirigió lord Alfred consiguió acallarlo.

Angriff sonrió y arrojó su espada al suelo. Tiberio avanzó al centro de la arena, donde, siguiendo las normas de la Medida, recogió el arma descartada. Calmoso, con actitud altanera, Tiberio se encaramó al olivo y quebrando una rama, no más larga de treinta centímetros y no más gruesa que un dedo, la echó al regazo de Angriff.

—Ahí tienes tu nueva espada, Brightblade —dijo con sorna—. ¡El árbol que te hizo perder el arma debía darte otra a cambio!

Boniface reconvino con dureza a su insolente segundo, pero Angriff se limitó a soltar una carcajada. Despacio, con tranquila seguridad, lord Brightblade se puso de pie en el centro del Palenque de Espadas, y sostuvo en alto la rama de olivo.

—Que así sea, Tiberio —declaró con voz queda—. Si no he oído mal, la Medida no dice nada de dar por finalizado el combate. He rendido mi espada, pero no a mí mismo.

Se volvió lentamente hacia Boniface, con una expresión de infinita malicia en el fondo de sus oscuros ojos.

—Bien, bien, Bonano —dijo, utilizando el mote infantil que había dejado de utilizar desde que se habían convertido en escuderos—. ¿Terminamos esto? De hombre a hombre, espada contra rama.

—No seas necio, Angriff —protestó Boniface con vehemencia, y se dio media vuelta para salir de la arena y de la competición.

—Si abandonas el círculo, deberás rendir tu espada —lo zahirió Angriff—. Volumen tal o cual, página tal, artículo cual, etcétera, etcétera.

Boniface giró sobre sus talones, luchando por contener la ira. Angriff lo hacía sentirse insignificante, estúpido, como un chiquillo al que se castiga con unos azotes. Avanzó unos pasos, el gesto impávido y la espada en guardia.

—Cuestión de procedimiento —dijo, con un tono urgente, de súplica—. De acuerdo con la Medida, ¿puede continuar la competición?

Por completo desconcertado a estas alturas, lord Alfred se volvió hacia los eruditos. Dos cabezas, una calva y la otra canosa, se inclinaron una frente a otra por un breve instante, y luego se volvieron para dirigirse al consejo en un frente común de dos.

—Fallamos en favor de lord Brightblade —dijeron al unísono.

—Piénsalo bien, Angriff —instó lord Alfred.

Pero Boniface se había acercado a él de inmediato, buscando romper la miserable arma con un único y contundente golpe de su espada. Angriff se apartó a un lado, desviando la terrible arremetida con un leve toque de la rama de olivo. Llevado por el ímpetu de su ataque, Boniface cayó de rodillas. El yelmo le resbaló sobre los ojos; en alguna parte de las tribunas estalló una risa sofocada.

Furioso, Boniface se incorporó y lanzó una cuchillada contra Angriff; el acero silbó al hendir el aire vespertino. Angriff se agachó para eludir el ataque, se irguió al punto y sacudió la rama delante del rostro de su adversario. Boniface se abalanzó sobre él, enfurecido, desequilibrado, y su acero pasó por encima de lord Brightblade, que se había agachado con rapidez. Riendo, Angriff hizo un movimiento tan veloz que casi no se vio y golpeó con la rama la muñeca desnuda de su viejo amigo, cerca de la mano que sostenía la espada. La rama se partió con un crujido, y Boniface soltó un grito al tiempo que dejaba caer su arma. Angriff se apoderó de ella en un abrir y cerrar de ojos, y apoyó la punta roma del arma contra la garganta de Boniface, debajo de la nuez.

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