El coleccionista (52 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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Cooper se inclina sobre mí. Su contorno es borroso. Sus manos abrazan mi cuello con fuerza. Intento zafarme de ellas pero apenas puedo levantar los brazos. Noto el olor de la orina y del sudor. Oigo un crujido de madera. Noto el sabor de la sangre. Estoy perdiendo rápidamente una batalla contra algo ante lo que nada puedo hacer y lo único que me queda es la esperanza de que Schroder esté a punto de entrar por la puerta.

Pero no entra.

Cooper aprieta más fuerte.

Parpadeo aún más para librarme del fluido. Siento cómo la presión aumenta dentro de mi cabeza. Tengo los ojos casi fuera de las órbitas. Y entonces es cuando lo veo. Un objeto negro que parece una pistola, pero que es demasiado grueso para serlo. Cooper levanta la cabeza para verlo y un instante después tiene el extremo metido dentro de la boca.

—¡Hijo de puta! —grita Emma Green justo antes de apretar el gatillo.

El cuerpo de Cooper se tensa durante apenas un segundo antes de relajarse bruscamente. Se oye el crepitar eléctrico de la transmisión de voltios. Unas lucecitas diminutas titilan frente a mis ojos, resultan ser pequeños papelitos con números de serie impresos, demasiado borrosos para ser legibles. Cooper suelta mi garganta y cae sobre mí, su cara se pega a la mía y siento todo su peso encima. Lo empujo para apartarlo y cae rodando sobre un lado hasta quedar de espaldas. De su boca abierta salen dos finos cables que lo conectan a la Taser que Emma tiene en la mano. La chica aún tiene el dedo sobre el gatillo y Cooper sigue recibiendo la descarga hasta que finalmente ella lo suelta.

Me froto los ojos, pero sigo viéndolo todo borroso. Me desplazo a gatas, me incorporo sobre las rodillas, luego me pongo de pie y cuando intento apartarme choco contra la pared y vuelvo a caer al suelo. Emma baja la Taser y recoge la palanca. Aún lleva las manos atadas, pero ya no las tiene detrás de la espalda. Debe de haberse puesto de pie pasando todo el cuerpo entre los brazos.

—Y tú ¿quién eres? —pregunta—. Tú ¿quién coño eres?

Levanto las manos por encima de la cabeza, preparado para defenderme si le da por atacarme con la palanca, aunque no estoy muy seguro de si seré capaz de hacerlo.

—Tu padre me… me pidió… que te encontrara —digo.

—Tu cara me suena.

—Bueno, porque…

—Eres el del accidente del año pasado. ¿Qué demonios…? ¿Has venido para seguir haciéndome daño?

—No, no, por supuesto que no —digo mientras intento controlar mi respiración.

Cooper empieza a ahogarse. Intenta mover los brazos pero no puede. Tiene la boca abierta y la lengua se le está hinchando y le obstaculiza el paso del aire. La cara se le está poniendo morada, no puede respirar. Intenta alcanzarse la boca con las manos, pero no puede.

—Me ha contratado tu padre —le digo. El sudor se me mezcla con la sangre del cráneo y el fluido que llenaba el tarro. No paro de frotarme los ojos para librarme de él, escuece mucho—. Pensó que yo os lo debía, a ti y a él, que tenía que encontrarte. Por eso, fue por eso por lo que acepté el caso.

—Quédate donde estás —dice ella—. Quédate en el suelo. Si veo que intentas moverte, te golpearé. Lo digo en serio.

—¿Y qué pasa con él? —pregunto, señalando en dirección a Cooper, que ya tiene la cara de un color morado intenso.

—¿Quería matarme? —pregunta ella.

—Sí.

—Entonces déjalo morir —dice ella.

—No es eso lo que quieres —digo—. Ahora mismo sí, pero pronto lo lamentarías. Créeme. —Me levanto del suelo. Me froto los ojos y respiro hondo unas cuantas veces. Intento acercarme a Cooper, pero vuelve a dolerme la rodilla y no puedo doblarla ni apoyar peso en ella.

—Quédate donde estás —me dice.

—Morirá.

—Si mueves un solo músculo, te voy a hundir esto en el cráneo. ¿Tienes móvil?

—No.

—Mierda —dice ella—. Todo el mundo tiene móvil hoy en día.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está el tuyo? —pregunto.

—No lo sé. Me lo quitó él.

Me seco la cara con los faldones de la camisa. Poco a poco, empieza a aclarárseme la vista. Cooper sigue ahogándose.

—¿Por qué insistes tanto en ayudarlo? —pregunta ella.

—La policía está en camino, pero aún tardarán cinco o diez minutos y, sinceramente, me gustaría tanto como a ti quedarme a ver cómo muere. Pero él tiene información que necesito. Estoy buscando a otra mujer. Otra chica a la que le hizo daño.

—No te creo.

—Tienes que confiar en mí.

—No volveré a confiar en nadie jamás.

Meto la mano en el bolsillo. Encuentro la fotografía que me dio Donovan Green el día que salí de la cárcel.

—Tu padre me dio esto —le digo mientras se la muestro—. Me dijo que el día que tomó esa foto tú cumplías los diez años. Me contó que lo único que querías por tu cumpleaños era un perrito y que al ver que no te lo regalaban, te escapaste. Me dijo que te encontraron a dos manzanas de casa, en el tiovivo del parque, intentando hablar con los pájaros para hacerte amiga de ellos. Sintieron un gran alivio al ver que estabas sana y salva y, justo cuando estaban a punto de echarte la bronca, les convenciste para que no lo hicieran. Tu padre me contó que les dijiste que te habías escapado porque te arrepentiste de haberles pedido tanto, y no porque no lo hubieras conseguido, y que te escapaste porque eras mala. Él sabía que te lo estabas inventando, pero lo dijiste de un modo tan creíble que fueron ellos los que se sintieron mal y no consiguieron echarte la bronca. Me dijo que siempre has sido capaz de convencerlo de lo que querías. Suelta la palanca, Emma, y déjame que lo ayude.

—¿Te contó todo eso?

Asiento.

Emma no suelta la palanca, pero me indica con un movimiento de cabeza que puedo proceder.

—Ayúdalo —dice ella—. Pregúntale lo que tengas que preguntarle.

Me acerco a Cooper y me agacho junto a él.

—Tranquilízate —le digo.

Pero no se tranquiliza. No se mueve mucho, se limita a temblar, pero necesito que esté absolutamente quieto.

—Deja de moverte o vas a morir. Bueno, esto te dolerá, pero al menos no morirás. ¿De acuerdo?

Deja de moverse.

Recojo el bolígrafo del cuaderno de crucigramas y lo parto por la mitad, con lo que consigo un tubo de plástico.

—¿Qué vas a hacerle? —pregunta Emma.

—Voy a salvarte la vida. ¿Sabes cómo lo voy a hacer? —le pregunto a Cooper.

En sus ojos veo que lo ha comprendido. Recojo un trozo de cristal del tarro roto, le agarro la frente con una mano para sostenerlo quieto contra el suelo y le clavo el cristal en la garganta, justo en el hoyuelo de la base. Forcejea de nuevo, con la cara empapada en sudor. Cuando el corte es lo suficientemente profundo, introduzco el tubo en la herida.

Empieza a respirar, el tubo permite el paso de aire.

Finalmente empiezan a oírse las sirenas a lo lejos.

—Ya llega la policía —le digo a Emma—. Ve a ponerte algo de ropa, yo esperaré con él.

Emma sale de la habitación. Cooper se queda donde está. Su rostro va recuperando poco a poco el color normal.

—¿Recuerdas a Natalie Flowers? —le pregunto.

Cooper encuentra las fuerzas necesarias para asentir.

—¿Sabes dónde está?

Niega con la cabeza.

—¿No tienes ni idea de dónde está?

Niega con la cabeza de nuevo.

—Si lo supieras, ¿me lo dirías?

Niega una vez más.

—Fuiste tú quien la convirtió en lo que es. Lo sabes, ¿verdad?

Asiente.

—Está muriendo gente por su culpa, por culpa de lo que tú le hiciste a ella. Eres un cabrón, ¿sabes? Y el resto del mundo también lo sabrá porque tuviste la amabilidad de sacar fotos que lo demostraran. Van a saber que eres un violador de la peor calaña. ¿Sabes? He pasado un tiempo en la cárcel, yo sé lo que se siente ahí dentro, pero en tu caso… bueno, hay un lugar especial en la cárcel para la gente como tú. Los meses que yo pasé ahí dentro parecerán unas vacaciones comparados con el tiempo que pasarás tú. Ayúdame con lo de Natalie y tal vez podamos hacer algo al respecto. Tal vez no tengas que pasar el resto de tus días sentado sobre una bolsa de hielo para reducir la inflamación.

Levanta un poco una mano y señala que quiere escribir algo. Su respiración pasa por el tubo de plástico del bolígrafo acompañada por un silbido apagado. Encuentro la mina del bolígrafo que estaba dentro del tubo y se la doy junto al cuaderno de crucigramas. Lo orienta hacia sí y escribe algo antes de volver a dejar el boli. Recojo el cuaderno.

Ha escrito una sola palabra en el margen: «jódete». Lo miro y sonríe. Luego agarra el tubo de plástico y tira de él.

La sonrisa permanece en el rostro de Cooper diez segundos. Ha tomado las riendas de la situación, de su destino, de las consecuencias. Está evitando la cárcel, la responsabilidad, el circo mediático. Prefiere la muerte a la humillación de enfrentarse a los que son como él. En sus ojos veo que lo tiene muy claro. Le gusta la decisión que ha tomado. Pero pronto la sonrisa titubea en las comisuras de sus labios. Empieza a ponerse morado de nuevo, tiene la frente empapada en sudor. Está venciendo al sistema, pero ya no parece gustarle tanto la decisión que ha tomado. Cuando han pasado ya veinte segundos, la sonrisa ha desaparecido del todo. Empieza a buscar a ciegas el tubito de plástico. Lo levanta hasta su garganta, consigue acercar la punta al corte, pero no consigue meterlo, hay demasiada sangre y no consigue introducirlo con el ángulo correcto. Le resbala por los bordes de la herida y en la mano y mientras intenta abrirse el agujero con los dedos se le cae el tubo, que rueda por el suelo hasta llegar a mí.

Treinta segundos y sus ojos me suplican clemencia. Intenta pedirme ayuda, pero todo es en vano, no consigue más que articular la palabra sin sonido una y otra vez.

«Ayuda.»

Subrayo el mensaje que me ha escrito y le lanzo el cuaderno de crucigramas sobre el regazo. Lo mira y luego vuelve a levantar los ojos hacia mí. Han pasado ya cuarenta segundos y jamás había visto tanto pánico en los ojos de una persona.

Cuesta mirarlo.

De hecho, no quiero verlo.

Y no tengo por qué hacerlo.

Me agacho y recojo el tubo de plástico. Me lo meto en el bolsillo y salgo de la habitación. Bajo al vestíbulo y dejo atrás a Adrian, a la mujer muerta, dejo atrás los muebles antiguos y el calendario viejo para salir por la puerta de atrás, lejos de los sonidos de asfixia que proceden del dormitorio. Una vez fuera rodeo la casa andando. La pistola está bajo la ventana del dormitorio, en el jardín. La recojo y me la meto en el bolsillo. Miro por la ventana. Cooper ya no se mueve. Yo no lo he matado, podría haberlo salvado, pero me siento bien de no haberlo hecho. Tiro el tubo de plástico por la ventana, hacia dentro. No quiero tener que explicarle a Schroder cómo había acabado en mi bolsillo. Va a parar bajo el cuerpo de Cooper pero este no se mueve para recogerlo.

Emma Green está de pie en el camino de entrada. Lleva puesta una camisa de franela y unos vaqueros. Todavía tiene la palanca en la mano. Me detengo a diez metros de ella porque parece dispuesta a sacudir al primero que se le ponga a tiro. No la suelta ni siquiera cuando los coches de policía se detienen en el camino de entrada y Schroder, junto con el resto de agentes, sale del coche y se le acercan.

Donovan Green va tras ellos, con una mujer en el asiento del pasajero que debe de ser Hillary, su esposa. Emma reconoce el coche, suelta la palanca y corre hacia ellos. Antes incluso de que él pueda detener el coche, la madre de Emma ya ha abierto la puerta y tiene los pies fuera, salta en marcha y está a punto de caerse. Donovan deja el motor en marcha y ninguno de ellos me mira, padre y madre no tienen ojos más que para su hija. Sonrío mientras contemplo cómo se dan el abrazo más fuerte de sus vidas y Schroder se dirige hacia mí. Va armado, igual que los hombres que llegan con él. Se acercan a la casa con cuidado.

—¿Adrian? —pregunta.

—Muerto —respondo.

—¿Cooper?

—Igual.

—Dios —dice—. Cuéntame qué ha ocurrido.

Y se lo cuento mientras observamos cómo Emma y su familia siguen abrazándose mientras el sol de Christchurch sigue intentando incendiar los campos que hay a nuestro alrededor.

Epílogo

El propietario de la cafetería le ha guardado el puesto de trabajo a Emma. Ella no quería volver a trabajar allí, pero necesitaba el dinero y de todos modos tiene que matar el tiempo de algún modo antes de ingresar en la academia de policía. Hasta entonces nunca se había planteado la posibilidad de convertirse en poli, pero ahora es lo único que quiere. Ha dejado la universidad, ha enviado la solicitud correspondiente para ingresar en el cuerpo de policía y ahora solo le queda esperar. Tal vez sea cosa de seis meses, tal vez tres años. Esperemos que la acepten. Esperemos que tenga la fuerza necesaria para superar los meses de entrenamiento y esperemos que la destinen a Christchurch para que pueda estar cerca de esa familia que tanto la quiere. A pesar de todo lo que le ha sucedido, le encanta esta ciudad y quiere dedicar su vida a protegerla. Quiere asegurarse de que las demás chicas como ella no tienen que pasar por algo como lo que Cooper Riley le hizo pasar a ella. No sabe si dentro de unos meses habrá cambiado de opinión, si verá de otro modo lo que le ocurrió hace dos semanas y en lugar de querer convertirse en poli lo que querrá será encerrarse en su habitación durante el resto de su vida. Sus padres no la apoyan en la decisión que ha tomado, quieren que continúe estudiando. Le dicen que ser policía es demasiado peligroso. Ella responde que es igual de peligroso que estudiar o trabajar en una cafetería.

El anciano que ella creyó muerto la noche en la que la secuestraron está sentado frente a la mesa más cercana al mostrador. Está tomando un café y un bollo mientras resuelve crucigramas. Él no la ha reconocido, no la ha relacionado con lo que le pasó aquella noche. ¡Dios, qué ganas había tenido Emma de echarse a gritar en cuanto lo había visto entrar! También le apetecía escupirle dentro del café, pero se había limitado a sonreír, cobrarle la consumición y servirle el pedido en cuanto lo ha tenido listo.

No puede negar que en parte le gustaría seguirlo hasta el aparcamiento cuando haya terminado, para que la gente se lo encuentre muerto mañana por la mañana frente al volante del coche. Eso es lo que haría Melissa X.

El anciano se da cuenta de que Emma lo mira y levanta la cabeza para sonreírle.

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