Lo primero que hizo fue telefonear al tío Calvin, tratando de explicarle la cosa con calma, sin excusarse ni omitir ningún detalle importante.
—Déjalo de mi cuenta —dijo Calvin.
—No, no es eso lo que quiero —le contestó Spurgeon.
—Yo me dedico a seguros, conozco a mucha gente y puedo resolver este asunto sin líos ni complicaciones.
—No, quiero resolverlo yo.
—¿Para qué me llamaste entonces?
—Por Dios, Calvin, ¿es que no me quieres comprender? Quiero tu consejo, no que me saques las castañas del fuego. Sólo que te hagas cargo de mi problema y me digas lo que tengo que hacer.
—La compañía de seguros debe de tener en Boston un buen procurador. Ponte en contacto con él inmediatamente. ¿Qué cantidad cubre tu póliza?
—Por ese lado no hay cuidado. Doscientos mil dólares, el doble que la mayoría de mis colegas.
Recordó que fue Calvin quien insistió en que, como mínimo, se asegurara por esa cantidad contra procesos por tratamiento erróneo.
—Muy bien. ¿Necesitas algo más?
Calvin se sentía rechazado. Spurgeon lo notó en el tono de voz.
—No, nada. ¿Cómo está mi madre?
—¿Roe-Ellen? —La voz de Calvin se hizo más suave—. Está muy bien. Se pasa las mañanas en la tienda de las Naciones Unidas. Lo pasa en grande vendiendo tam-tams a los blancos de Dubuque.
—No le hables esto.
—No te preocupes. Cuídate, muchacho.
—Adiós, Calvin —dijo Spurgeon, preguntándose por qué sería que, después de haber llamado a Calvin, se sentía más deprimido que nunca.
Cuatro días después llegaron los dos a Boston.
—Calvin tenía que venir por negocios —le dijo Roe-Ellen, que le telefoneó al hospital—. Dijo que sería una buena oportunidad para que yo viniera también a ver a mi hijo —añadió, significativamente.
—Siento no haber podido ir a casa con más frecuencia, mamá.
—En fin, si la montaña no viene a Mahoma… —estaban en el «Ritz-Carlton». ¿Puedes cenar hoy con nosotros?
—Sí, claro.
—Entonces, a las siete.
Spurgeon hizo rapidísimos cálculos, para ver cuánto tardaría en ir a Natick y volver.
—Sería mejor a las ocho. Me gustaría traer a una persona.
—Ah.
—Una chica.
—¡Qué bien, Spurgeon, hijo!
«Al diablo —se dijo, resignado—. Adelante».
—Pensándolo mejor, querría traer a tres personas.
—¿Tres chicas? —dijo, esperanzadamente, ella.
—Es que la chica tiene padres.
—Estupendo.
Spurgeon notó el deje de recelo que sonaba en la voz de su madre al decir esta palabra. Pero cuando Roe-Ellen vio a Dorothy, Spurgeon se dio cuenta del alivio inmediato que sintió, y se dijo que su madre había tenido miedo de que estuviera liado con alguna chica blanca. Los Priest la vieron con su sencillo vestido de seda oscura y su corto pelo africano, y en seguida le cogieron simpatía. También sus padres les cayeron simpáticos. Los Williams nunca habían estado en un sitio como el «Ritz», pero tenían una dignidad innata y Calvin y Roe-Ellen eran gente sencilla. Cuando llegaron al postre, los cuatro se habían hecho amigos y los neoyorquinos habían prometido que la próxima vez que pasaran por Boston irían a Natick a cenar con ellos.
—¿Puedes volver a tomar una copa? —le dijo Calvin, cuando Spurgeon se levantó para llevar a Dorothy y a sus padres a casa en el coche.
—¿Estaréis despiertos?
Calvin asintió.
—Tu madre no, pero yo aún tengo trabajo.
—Sí, claro que vuelvo —dijo Spurgeon.
Cuando llamó a la puerta, Calvin abrió inmediatamente y se llevó un dedo a los labios.
—Está dormida —dijo, en voz baja.
Había un cuarto de estar, pero decidieron bajar e ir al jardín público.
El aire nocturno era lo bastante frío para hacerles subirse el cuello del abrigo. Encontraron un banco junto a un parterre de jacintos que relucía a la luz de la farola, y se sentaron frente a la calle de Boyston, viendo pasar el tráfico.
—Simpática chica —dijo Calvin.
Spurgeon sonrió.
—Eso creo yo.
—Tu madre estaba preocupada contigo.
—Lo siento —dijo Spurgeon—. El año de internado es el peor; he tenido poquísimo tiempo libre.
—Podrías llamarla por teléfono de vez en cuando.
—Ahora lo haré con más frecuencia.
Calvin asintió.
—¿Viste al abogado?
—Sí. Me dijo que no me preocupara, que ahora los procesos a médicos por tratamiento erróneo son pura rutina, como eso que se dice que no se es hombre hasta que se tienen purgaciones.
Calvin le miró.
—¿Y qué contestaste a eso?
—Le dije que había visto casos de purgaciones bastante serios, y a veces en personas que no merecían apenas el calificativo de hombre.
Calvin sonrió.
—No eres tú quien me preocupa —dijo él.
—Gracias.
—Me preocupo más yo mismo —prosiguió—. ¿Por qué me rechazas constantemente, Spurgeon?
Al otro lado, en la calle de Boyston, se oían voces que cantaban y reían y el ruido de portezuelas de coche al cerrarse de golpe.
—Es el «Playboy Club» —dijo Spurgeon—. Ya sabes, con chicas bien rellenas, con rabo de conejo en el trasero.
Calvin asintió.
—He estado en el de Nueva York —dijo—, pero gracias por la definición.
—Es difícil expresarlo con palabras —comentó Spurgeon.
—Pues ya es hora de que lo intentes —dijo Calvin—. No podría quererte más de lo que te quiero si fuera tu padre de verdad.
Spurgeon asintió.
—Nunca en tu vida me has pedido nada, ni siquiera cuando eras niño.
—Siempre me lo dabas todo antes de que tuviera tiempo de pedirlo. ¿Te acuerdas de lo que decían Rap Brown y Stokley sobre que los blancos nos tienen castrados?
Calvin le miró y asintió.
—¿Te tengo yo castrado? —dijo, en voz baja.
—No, no es eso lo que quiero decir. Me has salvado la vida. Lo tengo siempre presente.
Me salvaste la vida.
—No soy un salvavidas, quiero ser tu padre.
—Pues entonces escúchame y trata de comprenderme. Tú eres una persona muy especial. Sería lo más fácil del mundo dejar que tú me resolvieras las papeletas.
—No lo sé, la verdad. En verano hay botes de remo, y grandes cisnes blancos. Tan fácil como ahogarme.
Calvin le miró, asintiendo.
—Sí, me hago cargo de eso.
—Déjame ser hombre, Calvin. No me ofrezcas más ayuda.
Calvin seguía mirándole.
—¿Telefonearás a tu madre? ¿Vendrás a verla siempre que tengas tiempo?
Spurgeon sonrió y afirmó con la cabeza.
—Y si te hago falta alguna vez, falta de verdad, ¿me pedirás ayuda? ¿Como si fuera tu verdadero padre?
—Te lo prometo.
—¿Y qué hubieras hecho si no llego a caerles bien? —le preguntó Dorothy unos días después de la vuelta de Roe-Ellen y Calvin a Nueva York.
—Les caíste bien.
—Pero, ¿y si no?
—De sobra lo sabes —respondió él.
Sin necesidad de muchas palabras había comenzado a existir entre ellos una comprensión de interdependencia, pero Spurgeon encontraba cada vez más difícil tratar a Dorothy como si ambos fueran adolescentes, dificultad que aumentaba cuando visitaban a Adam Silverstone y a Gaby Pender, que, evidentemente, estaban saciándose de goce carnal y a veces le hacían sentirse como un intruso entre ellos.
Por la tarde, los cuatro se dedicaban a explorar la colina de Beacon, compartiendo sus descubrimientos y paseando por ella como si fuera propiedad suya. Lo admiraban todo, la elegancia ordenada y bostoniana de la plaza de Louisburg, los guijarros lisos, anteriores a los contratos políticos de construcción de calles y carreteras, la gente pomposa que discutía en la tienda de detrás de la Casa del Estado, las farolas tan bien conservadas de la calle de Revere, la sensación, en las noches oscuras, de que al otro lado de la cima estaba esperándoles el año de 1775. Siempre que volvían a la bohemia parte norte de la colina, su parte, habitada principalmente por gente trabajadora y por una colonia cada vez más numerosa de gente barbuda y estrafalaria, se decían que era la mejor de las dos, la más viva y alegre.
Una mañana, salieron los cuatro bajo una fría lluvia de primavera, fina como neblina; siguiendo la dirección que Gaby había preguntado a su patrona encontraron la casa: era de aspecto corriente, el número 121 de la calle de Bowdoin, donde había vivido un gran presidente de los Estados Unidos, y se preguntaron lo que habría pasado en el mundo si aquel joven hubiera podido ir haciéndose viejo y prudente con el paso del tiempo.
De pronto, Dorothy dio media vuelta y echó a correr.
Spurgeon la siguió y la alcanzó en la calle de Beacon, a la entrada misma de la Casa del Estado; la abrazó y besó su rostro húmedo, que tenía sabor a sal.
—El gobernador del Estado puede vernos desde cualquiera de esas ventanas —dijo ella.
—Pues démosle un buen espectáculo —respondió él, apretándola más.
Y los dos siguieron así, balanceándose suavemente, en los escalones, bajo la lluvia.
—Perdona —dijo ella.
—No te preocupes. Fue un gran hombre.
—No, no es eso; no estoy triste por Kennedy. Lloraba porque me has hecho tan feliz y te quiero tanto, y porque Adam y Gaby son tan bellos y serenos, y porque sé perfectamente que estos días tan felices no van a durar mucho.
—Durarán —dijo él.
—Pero las cosas cambiarán; nada sigue siempre igual.
Había perlas de humedad en su piel oscura, sobre el labio superior, y Spurgeon las secó con el dedo gordo, de la misma manera que le había quitado la sal seca aquel primer día, en la playa.
—Yo quiero que las cosas cambien entre nosotros.
—Pobre Spurgeon —dijo ella—. ¿Es difícil para ti?
—Saldré de ésta, pero quiero desesperadamente que las cosas cambien.
—Pues casémonos —dijo ella—. Por favor, Spurgeon.
—No puedo. Por lo menos hasta que termine el internado, en julio.
Ella miró la cúpula dorada, apagada por la lluvia, de la Casa del Estado.
—Entonces podríamos usar a veces el apartamento de la calle de Phillips. Gaby y yo hemos hablado de eso.
Spurgeon cogió entre las manos la cabeza húmeda y lanosa.
—Podría comprarles un perro e ir a visitarles cuando hayan salido a pasear al animal en torno a la manzana.
Ella le sonrió.
—Podrían darle dos vueltas a la manzana.
—Y al perro le llamaríamos «El rápido» —dijo él.
—Oh, Spurgeon.
Dorothy volvió a echarse a llorar.
—No, gracias, señora —dijo él, hundiendo su rostro en la lana negra—. Nos casaremos en julio —añadió, como hablando al pelo húmedo de Dorothy.
Un momento después la cogió de la mano, se despidieron del gobernador y volvieron por donde habían venido, hasta dar con Gaby y Adam. No se habían puesto de acuerdo, pero, por tácita y mutua decisión, ninguno de ambos dijo nada a los otros dos sobre el notable cambio que se había producido en el mundo.
A la mañana siguiente fue a buscarla y la llevó consigo al ghetto de Roxbury. Aparcó el «Volkswagen» y los dos fueron despacio por las calles, sin sentir necesidad de hablar. Durante la noche había cesado de llover, pero el sol era implacable.
—Una vez me prometiste una isla y flores para el pelo.
—Pues cumpliré la promesa.
—¿Y por qué no podemos ir?
—¿A dónde? ¿A una isla desierta?
—A Hawai.
Él la miró, pensando que no podía estar hablando en serio.
—Allí no hay conflictos raciales. Es la clase de sitio donde me gustaría educar a mis hijos.
—Tus nietos tendrían ojos oblicuos.
—Me encantaría, pero también tendrán tu nariz.
—Es que si no.
—Hablo en serio, Spurgeon —dijo ella, un momento después.
Era evidente. Spurgeon estaba empezando a acostumbrarse a la idea, comenzando a buscarle defectos.
—Tengo que hacer tres años de residente —dijo.
—¿Y no podríamos ir cuando termines? Después de casada, yo seguiría trabajando y ahorraríamos dinero. Quizá podríamos hacer un viaje de exploración dentro de un año o dos, para preparar el terreno y trazar planes.
—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó ella por fin. Estaba emocionada, segura de que aquello era lo que les reservaba el futuro.
—No lo sé —respondió él—. Vine aquí en una ocasión.
—No me gusta este sitio; por favor, vámonos.
—A lo mejor sale bien —dijo él, cauto, cogido en su felicidad como en una trampa.
—De acuerdo.
—E volvieron y fueron hacia el coche.
Al llegar a Natick descubrió que, mientras el coche había estado aparcado en Roxbury, alguien había robado el tapacubos de la rueda izquierda de atrás. Todo el trayecto, hasta llegar al hospital, condujo cantando a voz en cuello.
En la calle, unos muchachos jugaban al béisbol, enterrando al invierno.
—Eh, Charlie —dijo el que tenia el bat al lanzador, en tono sarcástico—, que no eres Jim Lonborg. Tienes el trasero demasiado oscuro.
—Vete al garete —gritó el lanzador, tirando la pelota con gran fuerza.
—Tampoco tú eres Looey Tian; ni siquiera eres Jim Wyatt.
Volvieron al coche y salieron de Roxbury sin hacer rodeos.
—No podría educar a un niño en ese sitio —dijo ella.
Spurgeon tarareaba melodías alegres.
—No sólo gente pobre vive allí. También hay gente profesional, y se las componen para educar a sus hijos.
—Yo preferiría no tenerlos.
—Bueno, no te preocupes —dijo él, con irritación—, no tendrás que educar a los tuyos en un sitio así.
ADAM SILVERSTONE
A Adam le encantaron los estantes confeccionados con las cajas de naranjas. Inspirado, compró pintura y un rodillo y, antes incluso de que los viejos dolores se le hubiesen calmado, ya había comenzado a sentir otros nuevos. Las paredes blancas dieron más animación al cuarto, volviéndolo por completo diferente. Gaby en la calle de Newbury compró dos grabados baratos: una reproducción de un dibujo de Kathe Kollwitz, una madre campesina con su hijo en brazos, y uno, abstracto, de globos y cubos que hacían juego con las flores de papel.
Gaby guardó una pepita de aguacate, la cubrió de palillos hincados y la metió en un vaso de agua, como había leído en una revista, aguardando, impaciente. No pasó nada durante tres semanas, pero luego, cuando ya había pensado tirarla, germinó, produciendo una hojita, que, después de trasplantarla a tierra espesa y negra que había comprado en el supermercado, se volvió de un verde oscuro y reluciente. El aguacate, bien alimentado al sol que caía sobre la única ventana del cuarto, adquirió dos hojas más, llenas de brillo.