—Gracias —consiguió decir Adam.
—Querría que leyese una cosa —dijo el doctor Longwood, cogiendo su cartera de negocios y sacando una caja—. Es parte de un libro en manuscrito, dos tercios del total. Para un texto de cirugía general.
—No sé el valor que mi opinión pueda tener —dijo Adam, asintiendo con un movimiento de cabeza—, pero cuente con que se la daré.
—Algunos renombrados cirujanos de otras partes del país han leído fragmentos. Me gustaría conocer la reacción de uno que ha salido del Colegio Médico hace aún relativamente poco tiempo.
—Es un honor.
—Una cosa —los ojos le volvieron a sujetar—: no quiero que nadie se entere de esto. No puedo consentir que se me racionen las horas de trabajo por causa de mi enfermedad. No tengo tiempo que perder.
«Dios —pensó Adam—, ¿qué digo a esto?» Pero no era necesario decir nada, porque Longwood le saludó con un movimiento de cabeza y se levantó.
—Buenas noches, doctor —dijo Adam.
El viejo no pareció haberlo oído.
Siguió tratando a algunos de los animales, examinó síntomas vitales y puso al día el libro del laboratorio. Era ya muy tarde cuando terminó y se sentía tentado a dejar para otro día la lectura del manuscrito, pero luego se dijo que si no empezaba por lo menos a leerlo, ahora que se le presentaba la oportunidad, no lo haría nunca. Llamó y dijo al encargado de hacer las llamadas que si preguntaban por él estaría en el laboratorio. Luego se sentó al viejo escritorio de roble y sacó el manuscrito de la caja. El café hervía en el mechero Bunsen. El viejo edificio crujía. En las jaulas, algunos de los perros estaban espulgándose, otros gemían y gañían en sueños, persiguiendo, quizá, lentos conejos oníricos o montando a perras que, en el frío pasado de la realidad, les habían rechazado mostrándoles los colmillos. El ruido despertó a algunos de los animales, y a los pocos momentos sus ladridos habían ya despertado a los demás. El laboratorio resonaba con protestas caninas.
—No pasa nada —les dijo—, volveos a dormir.
Hablaba absurdamente con ellos, como si fueran pacientes humanos y comprendieran sus tranquilizadoras palabras.
Se sirvió una taza de café muy caliente, volvió a sentarse, bebió a pequeños sorbos y comenzó a leer.
La mayor parte de los capítulos le produjeron una tremenda impresión. El estilo era tajante y engañosamente sencillo, la especie de estilo científico fácil de leer y que resulta difícil de escribir. Longwood había destilado toda una vida de experiencia quirúrgica de primera clase y no había vacilado en recurrir a las obras de otros destacados cirujanos.
Cuando llevaba ya leídas un centenar de páginas del manuscrito sonó el teléfono, y le invadió de temor ante la idea de que pudieran llamarle. Por fortuna era Spurgeon, que le pidió un consejo que pudo darle por teléfono. Inmediatamente reanudó la lectura.
Estuvo leyendo la noche entera.
Cuando hubo terminado los tres últimos capítulos las ventanas del laboratorio estaban iluminadas por una luz gris sucia.
—Quizá —pensó—, será que estoy fatigado.
Se frotó los ojos, calentó el café y tomó otra taza, releyendo despacio los tres últimos capítulos.
Era como si hubieran sido escritos por otra persona distinta.
Incluso con su limitada experiencia le era posible encontrar errores tremendos. El estilo era oscuro, y la construcción de las frases tortuosa y difícil de seguir. Aparecían grandes lagunas en el material.
Leyó las páginas por tercera vez y comenzó a ver con claridad una especie de sombría evolución, la visión de la decadencia de un formidable intelecto.
«La desintegración de una mente», se dijo impresionado.
Trató de dormir un poco, pero no le fue posible, cosa poco frecuente en él. Salió del laboratorio, y aquella mañana fue el primer cliente de Maxie’s. Desayunó temprano, luego dio un paseo por el laboratorio de experimentación de animales y volvió a poner cuidadosamente el manuscrito en su caja.
Estaba aún esperando, cuando, tres horas después, entró Kender en su despacho.
—Hay aquí una cosa que creo debe usted leer —le dijo.
A la noche siguiente, echado, a oscuras, con Gaby, le dijo que Longwood había dimitido como jefe de Cirugía.
—Pobre hombre —dijo ella.
Y un momento después, preguntó:
—¿No se puede hacer nada por él?
—Las probabilidades de dar con un cadáver con un tipo de sangre poco frecuente son escasas. Puede ser mantenido vivo con diálisis, pero Kender dice que el aparato está siendo la causa de su desintegración psiquiátrica.
En un mar negro y mirando al cielo negro, ambos estaban como suspendidos, uno junto a otro.
—No creo que tampoco me sentara bien a mí la máquina durante mucho tiempo si lo estuviera —dijo ella.
—¿Si estuvieras qué? —preguntó Adam, medio adormilado.
—Condenada a muerte.
Se durmió.
Un momento después Gaby le toco con las uñas de los pies, dos veces, hasta que se despertó y se volvió hacia ella.
Sus gritos entrecortados enviaron ondas sonoras sobre la superficie del mar negro.
Después Gaby flotó, con la cabeza contra su pecho, mientras él dormía de nuevo y su corazón le hablaba al oído.
Vivo, decía.
Vivo.
Vivo…
SPURGEON ROBINSON
Era negro y estaba encorvado, llorando, nada de lo cual era cosa infrecuente en el hospital, pero Spurgeon se detuvo junto al banco.
—¿Está usted bien, amigo?
—Le mataron.
—Lo siento —dijo, con suavidad, preguntándose si se referiría a un hijo o a un hermano, si sería accidente u homicidio.
Al principio no entendió el nombre.
—Le cerraron la boca para siempre. Nuestro jefe, el rey.
—¿Martin Luther King? —preguntó Spurgeon, en voz baja.
—Los blancos. Con el tiempo, acabarán con todos nosotros.
El viejo negro siguió agitándose y llorando. Spurgeon le censuró mentalmente por haber inventado tan monstruosa falsedad.
Pero era verdad. Las radios y los televisores no tardaron en difundirlo por todo el hospital.
Spurgeon quiso sentarse también en el banco y llorar.
—Dios mío, lo siento de verdad —le dijo Adam.
Otros le dijeron cosas parecidas. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que la gente le daba el pésame igual que él se lo había dado al viejo negro, pensando que era una pérdida que, en cualquier caso, les dejaría a ellos más o menos igual que antes. No sintió verdadera rabia por esto hasta más tarde.
Sin embargo, no había tiempo para permitirse el lujo de experimentar el shock. El doctor Kender llamó a todo el personal libre. En el Hospital General del condado de Suffolk sólo había habido conflictos raciales en una ocasión, el año anterior, y entonces la situación les había cogido desprevenidos. Ahora, las cuadras del hospital quedaban guarnecidas con un mínimo de personal permanente, y las salas de operaciones estaban listas para funcionar.
Cada ambulancia fue equipada con camillas y medicamentos suplementarios.
—Que haya un médico extra en cada vehículo —dijo el doctor Kender—. Si estalla la revolución, no quiero que vuelvan ustedes con un solo paciente si hay dos o incluso tres. —Se volvió a Meomartino y a Adam Silverstone—. Uno de ustedes se queda aquí, en la clínica de urgencia. El otro puede ir con las ambulancias.
—¿Qué prefiere usted? —preguntó Meomartino a Adam.
Silverstone se encogió de hombros y movió la cabeza, mientras Moylan llegaba con noticias de tiroteos desde tejados, localizados por la radio de la Policía.
—Me quedo en la clínica de urgencia —respondió Meomartino, Adam dispuso las tripulaciones de las ambulancias y se asignó a sí mismo con Spurgeon, la de Meyerson. El primer incidente fue decepcionante: una colisión de tres coches en la carretera; dos heridos, ninguno grave.
—Han escogido ustedes un pésimo momento para hacer esto —dijo Meyerson a uno de los conductores cuando volvían en la ambulancia.
De vuelta al hospital, comprobaron que seguía reinando el orden. Las noticias de tiroteos habían resultado falsas. La Fuerza Táctica de la Policía seguía siendo movilizada, pero no ocurrió nada.
La vez siguiente que salieron fue a Charlestown, a por una chica que había pisado una botella rota.
Pero el tercer aviso procedía de Roxbury, donde había habido tiros en un bar.
—Yo no voy —dijo Meyerson.
—¿Por qué?
—Lo que gano no lo justifica. Que se maten, si quieren.
—Venga, muévete —apremió Spurgeon.
—Allá tú —dijo Adam, sin alzar la voz—; si no conduces esta noche te echan de aquí, de eso me encargo yo.
Meyerson les miró.
—Boy scouts… —dijo.
Se levantó y salió despacio de la clínica. Spurgeon se dijo que a lo mejor se iba a casa, pero abrió la portezuela de la ambulancia y se puso al volante.
Spurgeon dejó que Adam se sentara en medio.
Algunos de los escaparates de las tiendas de la Blue Hill Avenue estaban entablados. Los que seguían iluminados habían sido defendidos con letreros pintados a toda prisa en el cristal: HERMANO DEL ALMA, PROPIEDAD DE NEGRO. EL PROPIETARIO ES UN HERMANO. Pasaron ante una tienda de bebidas que ya había sido saqueada hasta no dejar casi una botella, una carroña mondada por hormigas, niños que salían de los escaparates sin cristales con botellas en las manos.
A Spurgeon se le encogió el corazón al verlos. «¿Es que no sabéis lo que es estar de luto?», les preguntó, sin hablar.
No lejos de Grove Hall tropezaron con la primera muchedumbre; eran tantos que se extendían, cortando la calle, hasta la manzana siguiente, como ganado, grupos que corrían de un lado a otro de la calle, empujando. El ruido que salía de las ventanas abiertas era carnavalesco; se oían insultos y risas brutales.
—Por aquí no pasamos —dijo Meyerson, haciendo sonar el claxon.
—Lo mejor será que salgamos de la avenida y demos la vuelta —propuso Adam.
Detrás de ellos, la calle ya estaba cerrada por la gente.
—¿Qué solución se os ocurre? —preguntó Meyerson.
—Ninguna.
—Boy scouts…
A la luz de la farola, algunos hombres y muchachos comenzaron a volcar un coche aparcado, negro, de cuatro puertas. Era un modelo pesado, «Buick», pero en poco tiempo lo levantaron como un juguete, dos ruedas al aire a cada empujón, volviendo luego a caer ruidosamente, hasta que, por fin, dio la vuelta entre vítores y todo el mundo quiso escapar de allí a tiempo.
Meyerson hizo sonar la sirena con el pie.
—¡El hombre! —gritó alguien.
Otras voces repitieron esto, e inmediatamente se vieron convertidos en una isla en un mar de gente. Comenzaron a oírse golpes contra los lados metálicos de la ambulancia.
Meyerson cerró la ventanilla.
—Nos van a matar.
Poco después la ambulancia comenzaba a tambalearse.
Spurgeon soltó la portezuela y empujó con el hombro, tirando a alguien al aire. Se apeó del vehículo, luego subió a la capota y estuvo allí en pie, protegiendo a los otros dos con su cuerpo.
—Soy un hermano —gritó a los rostros extraños.
—¿Y ésos que son? ¿Primos? —gritó alguien, entre risotadas.
—Somos médicos, que vamos a por un hombre herido. Necesita nuestra ayuda y nos estáis impidiendo ir.
—¿Es un hermano?
—¡Claro que lo es!
—¡Dejadle pasar!
—¡Que pasen!
—¡Médicos que van a salvar a un hermano!
Se iban pasando la voz.
Spurgeon siguió en la capota: nueve años de educación superior para acabar siendo un ornamento. Dentro, Meyerson le enfocó la luz. Muy despacio, la ambulancia fue avanzando, y la gente se apartaba ante ellos, como si Spurgeon fuera Moisés y ellos el agua.
Pronto salieron de allí.
Meyerson dejó pasar hasta media docena de manzanas antes de parar la ambulancia y decir a Spurgeon que subiera.
Encontraron el bar. El herido yacía cara al suelo y tenía los pantalones empapados en sangre oscura. No había indicios de quién pudiera ser el que le disparó, ni tampoco se veían armas. Los que había allí aseguraron no saber nada.
Spurgeon cortó los pantalones y los calzoncillos ensangrentados.
—La bala atravesó limpiamente el glúteo mayor —dijo un momento después.
—¿Seguro que no está aún allí? —preguntó Adam.
Tocó la herida con la punta del dedo y asintió, mientras el herido gemía.
Pusieron al herido en la camilla, cara abajo.
—¿Es grave? —gimió.
—No —respondió Spurgeon.
—Un tiro en el trasero —dijo Meyerson, gruñendo al levantar la camilla.
En la ambulancia, Adam administró oxígeno al paciente, y Spurgeon se sentó al lado de Meyerson. Maish no hizo funcionar la sirena. Unos minutos después de iniciar el regreso, Spurgeon se dio cuenta de que estaban acercándose a territorio fronterizo, en Dorchester Norte, vecindario inquieto donde la población negra se extendía ya a zonas hasta entonces blancas.
—Vas por la ruta más larga —dijo a Meyerson.
—Es la más corta para salir de Roxbury —dijo Meyerson. Hizo girar el volante y la ambulancia dio la vuelta a una esquina y paró en seco al poner Meyerson el pie en el freno—. ¿Qué diablos pasa? —preguntó.
Un coche aparcado, con la portezuela abierta, bloqueaba la estrecha calle. Al otro extremo la taponaban dos muchachos que tendrían quince o dieciséis años, uno negro y otro blanco, que en pie, de puntillas, estaban pegándose.
Meyerson hizo sonar el claxon y luego la sirena. Ajenos a todo lo que no fuese el enemigo, los chicos seguían zurrándose. No lo hacían con arte; simplemente, se atizaban con toda la fuerza que tenían. No se sabía cuánto tiempo habría durado la lucha. El blanco tenía el ojo izquierdo cerrado. El negro sangraba por la nariz y gemía nerviosamente.
Meyerson suspiró.
—Tendremos que separarlos, o mover el coche —dijo.
Los tres se apearon de la ambulancia.
—Tened cuidado —advirtió Meyerson.
—Separémosles —dijo Adam, al tiempo que los dos se agarraban uno a otro y forcejeaban.
Resultó facilísimo. No ofrecieron más que la resistencia mínima compatible con su amor propio. Evidentemente, los dos se alegraban de que hubiese terminado la pelea.
Había cogido al blanco, sujetándole ambos brazos a la espalda.
—¿Ese es tu coche? —le preguntó.