Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—No se mueva o es hombre muerto —susurró el árabe.
El cañón del fusil no se apartó de la nuca de Dirk mientras volvía a subir por el sendero, de vuelta al campamento. Entró en la tienda de los objetos, donde uno de los árabes se apresuraba a apilar las cajas de plástico para llevárselas. El pañuelo se le había bajado, y Dirk se fijó en sus facciones de hurón. Un segundo más tarde, el jefe de los terroristas entró en la tienda.
—Tápate la cara —ordenó al hombre en árabe.
El subordinado se apresuró a subirse el pañuelo con una mirada de indignación. El jefe se volvió hacia Dirk y el otro guardia.
—¿Por qué has traído a este hombre aquí? —preguntó.
—Conté las tiendas ocupadas y faltaba una persona. Le vi siguiendo a sus amigos hacia la playa. —Levantó unas gafas de visión nocturna que le habían servido para detectarlo.
El jefe asintió y observó a Dirk de arriba abajo.
—¿Lo mato o lo llevo con los demás? —preguntó el guardia.
El jefe negó con la cabeza
—Átale y llévale al camión. Un rehén podría sernos útil hasta que nos marchemos de aquí. —Desenfundó su pistola y apuntó a Dirk para que su secuaz pudiese maniatarlo.
El guardia cortó un trozo de una de las cuerdas de la tienda y le ató las muñecas y los brazos a la espalda. En cuanto acabó, encañonó de nuevo a Dirk y se lo llevó ladera arriba. Un centenar de metros más adelante, pasaron junto al cadáver de Holder: el agente de Antigüedades yacía boca abajo en un charco de sangre. Aparcado un poco más allá había un camión desvencijado que habían traído desde el aparcamiento hasta el sendero.
El guardia llevó a Dirk hasta la parte de atrás y con un tremendo empellón le tumbó boca abajo en la caja. Antes de que Dirk pudiese girarse, el hombre se apresuró a subir y le ató los tobillos con otro trozo de cuerda.
—No intentes escapar del camión, mi larguirucho amigo, o te mataré —dijo. Descargó un puntapié contra las costillas de Dirk y saltó de la caja.
Dirk no hizo caso del dolor mientras miraba al guardia regresar al campamento. Forcejeó con las ligaduras en las muñecas, pero estaban demasiado apretadas para que pudiera liberarse. Comenzó a deslizarse por la caja en busca de alguna herramienta o cualquier cosa que pudiera servirle, pero solo chocó con una pila de recipientes de plástico. Se arrastró una vez más para ponerse de cara a la puerta trasera, que permanecía abierta.
El vehículo tenía puertas dobles que dejaban una caída vertical al suelo. Dirk se asomó al borde de la caja y se fijó en el parachoques oxidado y en la pintura blanca desconchada. El borde interior del parachoques era delgado y estaba gastado pero bien podía servir como instrumento cortante.
Para llegar al parachoques con las manos atadas a la espalda tuvo que hacer acrobacias, y durante el primer intento le faltó poco para caerse del camión. Consiguió apoyar las manos en un extremo del parachoques y después apoyó la cuerda para comenzar a moverla atrás y adelante contra el borde serrado. Apenas había conseguido desgastar la cuerda cuando oyó pasos en el sendero. Se apresuró a acomodarse de nuevo en la caja con las manos debajo del cuerpo.
El guardia y el hombre con cara de hurón llegaron cargados con más recipientes de plástico que dejaron dentro del camión. El tipo con cara de hurón saltó a la caja y apiló los recipientes junto a la cabina. Al pasar, aprovechó la oportunidad de superar a su compañero y descargó una patada contra la nuca de Dirk.
El joven exageró el dolor provocado por el golpe: gimió muy fuerte y se retorció como si no pudiese soportarlo. El árabe se rió y se marchó charlando alegremente con su compañero por el camino de regreso al campamento. Dirk no perdió ni un segundo en volver a su posición
y
seguir frotando la cuerda contra el borde del parachoques. La cuerda fue cediendo, hasta que de pronto sintió el borde serrado contra su muñeca. En un instante acabó de quitarse la cuerda de las muñecas y los brazos. Se sentó y, con las manos libres, comenzó a desatar la cuerda de los tobillos. Por un momento dudó: había oído el ruido de pasos en la gravilla del sendero. Un nudo demasiado prieto se le resistía. Relajó la tensión de las piernas y por fin lo consiguió. En cuanto la cuerda se soltó, volvió a tumbarse en la caja, con la cuerda envuelta alrededor de los tobillos y los brazos a la espalda.
Esta vez el árabe con cara de hurón se acercaba solo por el camino. Dirk sonrió para sus adentros al ver que el hombre llegaba cargado con una pila de cajas y no llevaba arma. Como antes, dejó los recipientes en la caja y a continuación subió para colocarlos con los demás junto a la cabina. Dirk comenzó de nuevo con los gemidos, al tiempo que se retorcía para colocarse en una posición mejor. Esperó hasta que los recipientes estuvieron apilados y el árabe se giró para darle el puntapié de rigor. Pero en el instante en que el hombre levantó el pie, Dirk rodó hacia delante con todas sus fuerzas para chocar contra el otro tobillo.
El árabe, que se aguantaba en un solo pie, perdió el equilibrio de inmediato como consecuencia del impacto. En el momento en que caía, Dirk se levantó, le sujetó el pie alzado y tiró hacia arriba. El hombre, sorprendido por ese ataque inesperado, golpeó el suelo con la cabeza y los hombros, y tres recipientes de plástico volaron por los aires. El contenido de uno de ellos acabó a la vista a los pies de Dirk. El joven se apresuró a coger la caja de cerámica y se lanzó sobre su oponente. El árabe intentaba ponerse de rodillas cuando Dirk le estrelló la caja contra la sien. La caja se hizo añicos y el hombre cayó inconsciente.
—Lo siento, doctor Haasis —murmuró Dirk. Recogió el rollo de papiro aplastado y lo guardó en la caja de plástico. Luego ató al hombre con cara de hurón de la misma manera que le habían maniatado a él, y saltó del camión.
El sendero seguía en silencio cuando se acercó a la cabina con la intención de hacerse con las llaves de contacto, pero no estaban. Continuó caminando con paso lento y metódico hasta llegar a un campo vecino y entonces echó a correr. Receloso del pistolero con las gafas de visión nocturna, se dijo que su mejor oportunidad de que no le descubriesen era desaparecer de la vista cuanto antes.
Comenzó a bajar la ladera hacia la playa por las quebradas que le ofrecían mejor cobijo. Pensó en salir del yacimiento de Cesarea para buscar ayuda, pero comprendió que para cuando la policía apareciese, los ladrones ya se habrían ido y, con ellos, Sophie, Haasis y los demás.
Avanzó a tropezones entre las ruinas de una residencia de dos mil años de antigüedad y cruzó un viejo jardín que acababa en un acantilado con vistas a la playa. Abajo, a su izquierda, se alzaba la sombra del anfiteatro romano. Era una de las construcciones mejor conservadas de Cesarea, un imponente semicírculo de gradas de piedra casi intacto que seguía utilizándose para representaciones teatrales y conciertos. Los arquitectos romanos habían situado el lado abierto de cara a la playa para ofrecer una espectacular visión del Mediterráneo como telón de fondo.
Dirk siguió el acantilado hasta que se halló sobre las gradas más altas del anfiteatro. Los rayos de dos linternas cruzadas en el suelo alumbraban al grupo de cautivos, acurrucados en la playa detrás del escenario. Vio dos guardias armados que iban de un lado a otro y farfullaban por encima del estrépito de las olas. También se fijó en que se encontraban en un lugar al que no podría llegar sin que lo descubrieran: la playa abierta a ambos lados y la plana extensión del mar al frente.
Observó que las olas rompían en la playa y llegaban a menos de veinte metros del grupo antes de retirarse. Advirtió que faltaba poco para la marea alta. Cuando una segunda tanda de olas llegó a la playa, tomó una decisión. Los guardias que vigilaban a los prisioneros daban la espalda al mar; no esperarían un ataque desde esa dirección. Su única oportunidad era acercarse por el agua.
Recorrió la playa con la mirada y apenas alcanzó a ver la lengua de tierra que se adentraba en el agua en el lugar donde había encontrado los papiros. Pensó en la táctica que seguiría y maldijo que la mayor parte de su equipo de buceo estuviese en su tienda. Pero el hoyo de pruebas aún no estaba terminado. Quizá quedaban por allí algunas herramientas y también el generador y la manguera.
Lo pensó un momento y luego hizo una mueca.
—Bueno, mejor un plan descabellado que
ningún
plan —murmuró para sí, y comenzó a bajar el acantilado hacia el mar.
Sophie se había dado cuenta de que los ojos del pistolero no dejaban de mirarla en ningún momento. El más bajo de los dos guardias se paseaba como un tigre hambriento y sus ojos inyectados en sangre se clavaban en ella con cada paso. Sophie evitó cualquier contacto visual, atendía a Sam y a Raban, y en ocasiones fijaba la vista en el mar. Eso solo sirvió para incitar todavía más al guardia, que acabó por reclamar su atención.
—Tú —dijo, y la apuntó con el arma—. Levántate.
Sophie se levantó sin prisa y permaneció con la vista baja. El pistolero apoyó el cañón del arma debajo de su barbilla y la obligó a levantar la cabeza.
—Déjala en paz —gritó Raban con voz débil.
El pistolero se le acercó y, sin mediar palabra, descargó un puntapié contra la barbilla del agente. Raban cayó tumbado, con los ojos velados por el dolor.
—Cobarde —dijo Sophie, que por fin miró al guardia con desprecio.
El hombre se le acercó. Levantó el fusil y le pasó la punta del cañón por la mejilla y la barbilla como si le hiciese una caricia.
—Mahmoud, ¿te gusta esa? —le preguntó su compañero, que los miraba con expresión divertida—. Para ser judía es bonita. Y para ser una agente de Antigüedades aún más —añadió con una carcajada.
Mahmoud no respondió; sus ojos miraban a Sophie con lujuria. Movió el cañón del arma por el lado de su cuello, y siguió por el cuello abierto de la camisa, deslizando el metal por su piel. Cuando el cañón llegó al segundo botón, presionó hacia abajo. Al ver que no se desprendía, movió el cañón hacia un lado con la intención de verle el pecho izquierdo.
Sophie estaba deseando darle un rodillazo en la entrepierna, pero optó por un rápido puntapié en la espinilla para reducir la probabilidad de que decidiese matarla. Mahmoud retrocedió con un grito de dolor y comenzó a saltar sobre un solo pie. Su compañero se echó a reír y sus carcajadas aumentaron la humillación del guardia.
—Te has topado con una muy valiente. Creo que es demasiado descarada para ti —comentó.
Mahmoud se recuperó del golpe y se acercó a Sophie. Se acercó tanto que ella pudo oler su apestoso aliento.
—Ya veremos quién es más valiente —dijo con los ojos encendidos de furia.
Se volvió para entregarle el fusil a su compañero en el mismo momento en que el estrepitoso rugido de un generador sonó en la playa. Unos pocos segundos más tarde, un sonoro chapoteo, como el del agua de una fuente, llegó por encima de las olas. Todos se volvieron en aquella dirección y vieron un arco de plata que se alzaba contra el horizonte.
—Mahmoud, ve a ver qué pasa —ordenó el compañero, con una expresión de pronto grave.
Mahmoud se inclinó hacia el oído de Sophie.
—Me divertiré contigo cuando vuelva —susurró.
Sophie le dirigió una mirada furibunda mientras el árabe daba media vuelta y se alejaba por la playa con el fusil preparado. Un segundo más tarde, se dejó caer sentada en la arena e intentó ocultar el temblor de sus manos. Para tratar de calmarse, pensó una vez más en Dirk y se preguntó si podría tener algo que ver con aquel súbito alboroto.
La figura de Mahmoud desapareció en la oscuridad mientras el otro guardia empezó a pasearse inquieto delante de los prisioneros. Miró a un lado y a otro de la playa y a continuación pasó junto al grupo para alumbrar las gradas vacías del anfiteatro. Al no ver a nadie, volvió a su posición de espaldas al mar.
Sam, que hasta entonces yacía tumbado en la arena, acabó por recuperarse del golpe recibido en la cabeza y se sentó.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Sophie.
—Mejor —respondió él con voz pastosa. Miró a los demás y poco a poco se fue reorientando. Su mirada se fijó en el pistolero; levantó un brazo tembloroso en su dirección y preguntó—: ¿Quién es ese?
—Uno de los terroristas que nos tienen prisioneros —contestó Sophie con un tono amargo. Pero en las últimas palabras casi se atragantó al mirar hacia el guardia y descubrir que Sam no se refería al árabe.
A unos diez metros del pistolero, una figura sombría había emergido de las olas y se acercaba al hombre desde atrás, en línea recta. Era alto, delgado y sujetaba un objeto contundente en las manos. A Sophie casi le estalló el corazón en el pecho cuando le reconoció.
Era Dirk.
El guardia permanecía de espaldas al mar, su mirada controlaba la zona del anfiteatro. Le hubiera bastado girar la cabeza para descubrir la presencia de Dirk y comenzar a disparar. Sophie comprendió que necesitaba retener su atención para que Dirk pudiese completar el ataque.
—¿Cómo... cómo te llamas? —tartamudeó.
El pistolero la miró con suspicacia y luego se echó a reír.
—¿Mi nombre? Puedes llamarme David, el pastorcillo que guarda su rebaño.
Orgulloso de su respuesta, miró a Sophie muy ufano. Ella intentó no mirar más allá del árabe mientras la figura oscura se acercaba.
—¿Qué harás con los objetos, David? —le preguntó para mantener su atención.
—Convertirlos en dinero, por supuesto —contestó el guardia con otra carcajada. Entonces detectó un movimiento detrás y se volvió, pero demasiado tarde.
La hoja de una pala le golpeó en la cabeza antes de que acabase el giro. Cayó de rodillas, atontado. Intentaba levantar el arma cuando Dirk descargó un segundo golpe de revés en el otro lado de la cabeza que le dejó inconsciente.
—¿Están todos bien? —preguntó, con el aliento entrecortado y chorreando agua salada.
Sophie se levantó de un salto y le cogió un brazo, contenta a más no poder de que estuviera allí.
—Estamos bien, pero hay otro pistolero que acaba de alejarse hacia la playa.
—Lo sé. Puse el generador en marcha y la manguera de presión para alejarle.
No había acabado de decirlo cuando el sonido del generador se apagó y el chorro de agua cesó.
—No tardará en volver —dijo Sophie, en voz baja.
Dirk echó una rápida ojeada al grupo de prisioneros. Sam, sentado con la mirada perdida, se apoyaba en el agente Raban, que se apretaba la herida. El doctor Haasis continuaba acostado con el vendaje en el muslo; parecía estar en estado de choque. Los estudiantes —tres mujeres y dos hombres— le miraban impotentes. Dirk comprendió en el acto que el grupo no estaba en condiciones para una huida rápida. Miró al pistolero inconsciente, luego se volvió hacia Sophie.