Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Quiero al hombre que lo mató —dijo Sophie.
Brandy se encogió de hombros.
—Me temo que no puedo ayudarla.
—Tú oyes cosas, Salomón. ¿Fueron los Mulos?
Brandy miró nervioso hacia la ventana, atento a la posible presencia de algún extraño.
—Los Mulos son una organización peligrosa. Terroristas que actúan dentro de nuestras propias fronteras. No querrá acercarse demasiado a ellos, señorita Elkin...
—¿Fueron ellos?
Brandy la miró a los ojos.
—Hay sospechas —admitió en voz baja—. Pero no puedo decir con certeza más de lo que pueda decir usted.
—No sé de nadie más que robe objetos antiguos a punta de pistola y no tenga miedo de apretar el gatillo.
—Tampoco yo —asintió Brandy—. Al menos en nuestro país.
—Dime, Salomón, ¿quién podría haber contratado a semejante equipo?
—Desde luego, un anticuario no —afirmó, indignado—. No tengo que explicarle cómo funcionan las cosas en el mercado negro. La mayor parte de las excavaciones ilegales las hacen árabes pobres como las ratas que reciben una miseria por sus descubrimientos. Los objetos pasan luego por una serie de intermediarios, algunas veces anticuarios, otras no, hasta que acaban en manos de un coleccionista público o privado. Pero puedo decirle que ningún anticuario de Israel estará dispuesto a poner en peligro su modo de vida comprando objetos manchados de sangre. El riesgo es demasiado grande.
Aunque Sophie no tenía ninguna duda de que la mitad de los objetos de la tienda de Brandy procedían de excavaciones ilegales, sabía que tenía razón. La calidad de los inventarios de los mejores anticuarios se basaba en tratos secretos y oscuros que exigían confianza por ambas partes. El riesgo de negociar con los objetos equivocados era demasiado grande. Matar quedaba fuera de los dominios de los anticuarios que Sophie conocía.
—Creo que ningún anticuario espabilado se involucraría a sabiendas con tales asesinos —opinó la agente—. ¿Has oído de algún intento de vender papiros romanos del siglo
IV
?
—Así que eso es lo que robaron en Cesarea —dijo él con un asentimiento de comprensión—. No, no tengo noticias de que hayan intentado vender esos artículos.
—Si no están en el mercado, ha tenido que ser un trabajo para un coleccionista privado.
—Eso creo yo también —convino Brandy.
Sophie se acercó al mostrador y cogió una figurilla de arcilla. Representaba un buey con un yugo. Observó la forma y el diseño con atención.
—¿Del período del Primer Templo? —preguntó.
—Tiene buen ojo —dijo el anticuario.
—¿Para quién es?
Brandy dudó un momento.
—Para un banquero de Haifa. Se especializa en la terracota israelí primitiva. Tiene una colección pequeña pero impresionante.
—¿Es de los que coleccionan papiros?
—No, no es su área de interés. Es más un aficionado que un experto. Los pocos coleccionistas que conozco interesados en papiros se centran en determinados textos o contenidos. Y ninguno es lo que uno llamaría un potentado.
—Entonces, dime, Sal, ¿quién podría ser un apasionado de los pergaminos y tener los medios para llegar a estos extremos?
Brandy miró el techo y reflexionó.
—¿Quién sabe? Conozco algunos coleccionistas ricos de Europa y Estados Unidos que estarían dispuestos a lo que sea para conseguir un objeto determinado. Pero sin duda hay docenas de coleccionistas de la misma categoría a los que nunca oí mencionar.
—Sabíamos de los pergaminos de Cesarea desde el día anterior —señaló Sophie—. No creo que un coleccionista occidental pudiese responder tan rápido. No, Salomón, creo que esto fue instigado por una fuente de la región. ¿Algún nombre que encaje en ese perfil?
Brandy se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Sophie no esperaba mucho más. Sabía que los coleccionistas ricos eran el alimento de los comerciantes como Brandy. Seguramente no tenía la menor pista de quién estaba detrás del ataque de Cesarea, pero desde luego no estaba dispuesto a levantar sospechas sobre ninguno de sus principales clientes.
—Si te enteras de algo, cualquier cosa, házmelo saber —dijo Sophie. Estaba a punto de irse cuando se volvió y le dirigió una mirada de advertencia—. Cuando encuentre a esos asesinos, y los encontraré, no tendré piedad con sus cómplices, ya sean por hecho o por conocimiento —afirmó.
—Tiene mi palabra, señorita Elkin —respondió Brandy sin inmutarse.
Sonó el timbre de la puerta principal y un hombre delgado de porte militar entró en la tienda. Era guapo, de facciones rectas, rubio, llevaba el pelo peinado hacia atrás, y sus ojos azules se iluminaron al ver a Sophie. Vestido con prendas gastadas y un sombrero de Panamá, parecía un tipo muy apuesto con un toque de estafador.
—Vaya, si es la encantadora Sophie Elkin... —dijo con acento británico de clase alta—. ¿La Autoridad de Antigüedades está aumentando su colección de cosas bíblicas más allá de las adquiridas por confiscación?
—Hola, Ridley —respondió ella con frialdad—. La Autoridad de Antigüedades está en el negocio de coleccionar objetos. Preferimos que permanezcan en el contexto cultural adecuado.
Sophie se acercó a la vitrina que contenía las vasijas de Jericó.
—Solo he venido a admirar el último lote de falsificaciones del señor Brandy. Algo de lo que usted debería saber un par de cosas.
Eso había sido un golpe bajo para Ridley Bannister. El arqueólogo de Oxford se había convertido en una autoridad en historia bíblica tanto en la prensa como en la televisión. Si bien muchos de sus colegas arqueólogos lo consideraban más un actor que un erudito, nadie negaba que tenía un profundo conocimiento de la historia de la región. Además, parecía estar bendecido por la buena suerte. Sus colegas se maravillaban ante su infalible capacidad para hacer grandes descubrimientos incluso en las más oscuras excavaciones; había encontrado tumbas reales, importantes esculturas y sorprendentes joyas en excavaciones ya olvidadas. Siempre atento a la promoción, explotaba los contratos para los libros y las películas donde relataba sus descubrimientos y había conseguido una buena fortuna.
Sin embargo, su suerte acabó cuando un asistente le llevó una pequeña lápida con una inscripción en arameo datada en el año 1000 antes de Cristo. Bannister autentificó la lápida como una posible piedra angular del Templo de Salomón; no sospechaba que la piedra tallada era una falsificación destinada a facilitar una considerable suma al excavador. Bannister aceptó la caída; sin embargo, sus colegas profesionales se apresuraron a alimentar su vergüenza. Con la reputación manchada, enseguida desapareció de la luz pública y se vio trabajando en excavaciones secundarias e incluso de guía turístico en Tierra Santa.
—Sophie, usted sabe tan bien como yo que Salomón es el anticuario más reputado de todo Israel —dijo para cambiar de tema.
Sophie puso los ojos en blanco.
—Puede que sí, pero no es muy prudente para un arqueólogo reputado que se le vea frecuentando la tienda de un anticuario —dijo, y se dirigió hacia la puerta.
—Lo mismo digo, señorita Elkin. Ha sido un placer verla de nuevo. Deberíamos quedar algún día para tomar una copa.
Sophie le dedicó una sonrisa glacial y salió de la tienda. Bannister la observó alejarse a través del cristal del escaparate.
—Una hermosa muchacha —murmuró—. Siempre he querido cultivar mi relación con ella.
—¿En serio? —Brandy sacudió la cabeza—. No tardaría en meterlo entre rejas.
—Quizá valiera la pena —dijo Bannister con una carcajada—. ¿A qué ha venido?
—Investiga el robo y el asesinato de Cesarea.
—Un caso muy desagradable, desde luego. —Miró a Brandy con atención—. No tendrá nada que ver con eso, ¿verdad?
—Por supuesto que no —respondió Salomón, enfadado porque Bannister pudiese insinuar su participación.
—¿Sabe qué robaron?
—Elkin mencionó unos papiros romanos del siglo
IV
La descripción captó el interés de Bannister, pero se esforzó por parecer despreocupado.
—¿Alguna idea de su contenido?
Brandy negó con la cabeza.
—No. No se me ocurre que puedan contener nada asombroso de aquel período.
—Probablemente tenga razón. Me pregunto quién financió el robo.
—Comienza usted a hablar como la señorita Elkin —dijo Brandy—. No sé nada en absoluto. Quizá debería usted preguntarle al Gordo.
—Ah, sí. La razón de mi visita. ¿Recibió los amuletos de mi socio Josh?
—Sí, con el mensaje de que debía retenerlos hasta que hablásemos.
Brandy fue a la trastienda y volvió con una caja pequeña. La abrió y sacó dos pendientes de piedra verde que mostraban la talla de un carnero.
—Un par de bonitos amuletos del período cananita —dijo Brandy—. ¿Vienen de Tel Arad?
—Sí. Uno de mis antiguos estudiantes dirige allí una excavación para una universidad estadounidense.
—Ese muchacho podría meterse en un buen lío por saquear antigüedades.
—Lo sabe de sobra, pero se trata de un caso excepcional. El chico es honesto a carta cabal. Sin saberlo, excavó en una tumba y encontró algunos objetos de primera. En realidad sacaron cuatro amuletos idénticos. Uno fue a la universidad y el otro fue donado al Museo de Israel. Josh me envió los otros dos como regalo por ayudarle en su carrera a lo largo de los años.
Brandy frunció el ceño.
—¿Quiere que los venda?
—No, amigo mío. —Bannister sonrió—. Sé que pueden valer mucho, pero no necesito el dinero. Quédese uno y haga con él lo que quiera.
A Brandy se le iluminaron los ojos.
—Es un regalo muy generoso.
—Ha sido un valioso amigo a lo largo de los años, y quizá necesite su ayuda en el futuro. Recíbalo con mi bendición.
—Shalom, amigo —dijo Brandy, y estrechó la mano de Bannister—. ¿Puedo preguntar qué hará con el otro amuleto?
Bannister lo recogió, lo miró un momento y se lo guardó en el bolsillo mientras se dirigía hacia la puerta.
—Se lo llevaré al Gordo —dijo.
—Sabia idea —afirmó Brandy—. Será quien mejor se lo pague.
Bannister se despidió con un gesto y salió a la calle sonriendo para sí. Estaba seguro de que el Gordo le pagaría por el amuleto, pero con algo mucho más valioso que el dinero.
Julie Goodyear pasó frente a unos gigantescos cañones navales de quince pulgadas que apuntaban al Támesis, y subió la escalinata hasta la entrada del Museo de la Guerra. La venerada institución nacional, en el barrio de Southwark, en Londres, ocupaba un edificio del siglo
XIX
que había sido construido originalmente como hospital para enfermos mentales. Famoso por su gran colección de fotos, arte y artefactos militares de la Primera y Segunda Guerra Mundial, el museo albergaba también un gran archivo de documentos de guerra y correspondencia privada.
Julie se acercó al mostrador de información en el vestíbulo principal, donde fue escoltada dos pisos más arriba en un ascensor minúsculo y después subió un tramo de escalera para llegar a su destino. La sala de lectura del museo era una impresionante biblioteca circular construida en el interior de la cúpula central del edificio.
Una mujer con un vestido marrón sonrió al reconocerla cuando se acercaba a su mesa.
—Buenas días, señorita Goodyear. ¿De vuelta para otra visita a lord Kitchener? —preguntó.
—Hola, Beatrice. Sí, me temo que los permanentes misterios del mariscal de campo me han traído hasta aquí una vez más. Llamé hace unos días para solicitar unos documentos específicos.
—Iré a ver si los han traído —respondió Beatrice, que fue hacia la sala de archivos privados.
Volvió unos minutos más tarde con una gruesa pila de carpetas bajo el brazo.
—Tengo la investigación del Almirantazgo sobre el hundimiento del HMS
Hampshire
y la correspondencia oficial de guerra del primer conde Kitchener del año 1916 —dijo la bibliotecaria, y le tendió unos recibos para que Julie los firmara—. Parece que todo lo que pidió está aquí.
—Gracias, Beatrice. No tardaré mucho.
Julie se llevó los documentos a una mesa en una esquina y comenzó a leer el informe del Almirantazgo sobre el
Hampshire
. No había mucha información. Había leído antes las acusaciones contra la Marina Real formuladas por los habitantes de las islas Oreadas, que afirmaban que la marina había tardado en enviar ayuda al barco después de haber comunicado su pérdida. El informe oficial ocultaba cualquier error por parte de la marina y descartaba los rumores acerca de que el buque se hubiese hundido por otra cosa que no fuese una mina.
La correspondencia de Kitchener solo aportaba un poco más de información. Había leído antes la correspondencia de guerra y la había encontrado de lo más mundana. Kitchener ocupaba el puesto de secretario de Guerra en 1916 y la mayoría de los escritos oficiales reflejaban su preocupación por el número de hombres y las necesidades de reclutamiento del ejército británico. Una carta típica se quejaba al primer ministro de retirar a hombres del ejército para que trabajasen en las fábricas de municiones en la retaguardia.
Julie pasó deprisa las páginas hasta acercarse al 5 de junio, fecha de la muerte de Kitchener en el
Hampshire
. El descubrimiento de que el buque se había hundido por una explosión interna la había llevado a considerar la posibilidad de que alguien quería verle muerto. Esa idea le recordó una curiosa carta que había visto meses atrás. Cuando se acercó al fondo del archivo, sus dedos de pronto se inmovilizaron sobre el documento.
A diferencia de las antiguas y amarillentas cartas militares, esa aún era de un blanco brillante, escrita en un papel de hilo grueso. En la parte superior, el membrete decía
LAMBETH PALACE
. Julie leyó la carta muy despacio.
Señor:
A instancias de Dios y del país, le imploro por última vez que entregue el documento. La santidad de nuestra Iglesia depende de ello. Si bien usted está librando una guerra temporal con los enemigos de Inglaterra, nosotros estamos librando una eterna cruzada por la salvación de la humanidad. Nuestros enemigos son perversos y astutos. Si se apropiasen del Manifiesto, podría significar la desaparición de nuestra fe. Sostengo firmemente que la única salida es que usted acceda a la Iglesia. Espero la entrega.
RANDALL DAVIDSON