Durante la velada, los dos benedictinos habían advertido la actitud silenciosa y absorta de su pariente. Pero sabían que desde la muerte de su mujer, ocurrida apenas dos años después del matrimonio, y a causa de los temores en que lo mantenía la salud quebrantada de su madre, a menudo se precipitaba en pasajeras crisis de melancolía, se tornaba huraño y algunas veces hasta irascible.
Pero lo que no habían esperado era que estuviese alimentando una sospecha tan extravagante. Y se sintieron escandalizados.
—¿Pero cómo es posible que se te haya ocurrido una idea semejante? Después de una prueba como ésta, tan evidente, tan luminosa... —dijo el padre Salvatore.
—Mi experiencia de abogado me lo ha sugerido —respondió Francesco Paolo—. He visto tantas veces cómo la verdad confusa y la mentira asumían apariencias de verdad real... Cuando he oído decir a Hager que no podía, en dos pies, traducir un pasaje del códice, he descubierto en cuál de las dos partes se hallaba la verdad... Y he recordado un episodio, un mínimo episodio sin importancia, algo que sucedió hace casi diez años... Oh, en realidad en aquel momento me pareció carente de importancia, pero ahora se encuadra en su exacto puesto.
—¿Qué episodio? —preguntó el padre Giovanni.
—¿Tu madre, cómo se encuentra? —preguntó, en cambio, el padre Salvatore, que atribuía recuerdos y sospechas de su sobrino a alguna situación familiar desagradable.
—Como siempre: está enferma pero no se da descanso; constantemente se ocupa de mí, de la casa, de nuestros intereses...
—Cabeza dura tu madre —comentó el padre Salvatore.
—Cabeza dura, sí... Pero lo que yo quisiera es tratar de comprender cómo se te ha ocurrido a ti, justamente a ti, una sospecha tan negra sobre ese pobre del abate Vella... Una persona con quien nuestra amistad se ha mantenido solidaria y afectuosa durante más de diez años... Y en el momento mismo en que tendrías que alegrarte... ¿Has visto en qué estado se hallaba Gregorio? Parecía una merluza pescada hace tres días... Y en este momento, en este mismo momento, en que deberíamos hacerle una estatua al abate Vella, a ti te nace la sospecha...
La sospecha del sobrino hería en forma directa y como una traición al padre Giovanni, porque él se había expuesto para defender a Vella y porque era grande su rencor contra el canónigo Gregorio.
—Es una impresión: quizá esté equivocado —respondió Francesco Paolo, para tranquilizarlo. Incluso se sentía arrepentido de haber dado comienzo a esa conversación.
—Pues eso es lo que creo... Es tu propio oficio de abogado el que te ofusca; vosotros los abogados tenéis tan acentuada la costumbre de convertir mentira en verdad, en poner a la una los colores de la otra, que llegáis siempre a un punto en el que ya no sois capaces de distinguirlas más... Como Serpotta, que vestía con ropas bellísimas a las mujeres de mal vivir y las hacía posar para sus imágenes de la Virtud.
—Esas imágenes son espléndidas —dijo Frances con Paolo para llevar a su tío hacia otro tema.
—Sí, puesto que el soplo de Dios las ha purificado —respondió el padre Giovanni.
«Si Dios no purifica con su soplo los códices del abate Vella —pensó el abogado—, me temo que el suyo será un fin desastroso... En realidad no se trata de que los purifique, como dice mi tío que ha hecho con las imágenes de Serpotta, porque en este sentido, quizá, en el sentido del arte, como obras de arte, de invención y de creación, sean ya puros... Por cierto que si de verdad los ha sacado de la nada, la del abate es una de las fantasías más importantes del siglo... Pero el soplo que necesitan es aquel que los convierta en auténticos, que en ellos se produzca el milagro del agua que se convierte en vino...»
Sonreía frente a tales pensamientos y, en parte,! frente a sí mismo. El también se había dejado engañar. Pero no lo consideraba un hecho trágico. En un texto que los eruditos consideraban auténtico, había hallado elementos de derecho público. En su carácter de estudioso del derecho, había hecho una breve cita de ese texto. Eso era todo. El profesor Olao Gerardo Tychsen sí que se hubiera sentido anonadado. Y el pobre monseñor Airoldi. Y su tío. Pero Tychsen más que ningún otro: orientalista ilustre y el abate Vella lo había llevado de las narices. Una cosa que parecía increíble. Sin embargo, no podía ser que se hubiese equivocado: había percibido en Hager, sin posibilidad de error, el acento apasionado de la verdad, la doliente impotencia y repugnancia del hombre honesto ante la mentira prepotente. Le había visto retraerse con un movimiento que suele interpretarse como confusa culpabilidad y que, en cambio, no es más que desesperada inocencia. «La mentira es más fuerte que la verdad. Más fuerte que la vida. Se asienta en las raíces mismas del ser del hombre y echa sus frondas más allá de la vida.» El oscuro murmullo de los árboles a lo largo de la carretera de San Martino se propagó hasta las sombras, mucho más oscuras, de la mentira. «¡Las raíces, las frondas!»: con disgusto y a menudo, se sorprendía pensando en imágenes. «Un niño miente de la misma manera que respira, y nosotros le creemos. Y también creemos a los salvajes, a partir de la palabra de los jesuitas, por lo común. Y creemos que la verdad existía antes que la historia y que la historia es mentira. En cambio, la historia rescata al hombre de la mentira, lo conduce hacia la verdad: los individuos, los pueblos...» Y se dijo a sí mismo, haciéndose burla, compadeciéndose: «si has creído en Rousseau, es justo que veas su equivalente en el abate Vella...» Pero este pensamiento le llenó de confusión, como si se tratara de una blasfemia brotada de un obstáculo imprevisto, de un choque imprevisible. «Lo cierto es que hoy Voltaire te resulta más útil... Aunque quizá Voltaire es
siempre
más útil... No tanto como tú quisieras, pero... Lo que querrías es que el pensamiento de ellos, de Voltaire, de Diderot y aun el de Rousseau, estuviese
dentro
de la revolución, cuando la realidad es que se ha detenido en el umbral, como la misma vida de ellos...»
—Ya hemos llegado a San Martino —dijo el padre Salvatore.
También Francesco Paolo descendió del carruaje. Besó las manos de sus tíos, les deseó buenas noches.
—Nada de pensar desatinos —recomendó el padre Giovanni: se refería al asunto del abate Vella.
Durante unos instantes permaneció en contemplación de la campiña misteriosa e informe, más misteriosa e informe que nunca a la luz vacilante de la antorcha que dentro de un farol mantenía alzada el cochero.
Volvió a subir al carruaje y en el camino hasta Palermo y luego, en su casa, hasta la hora del alba, pensó desatinos mucho mayores que los que el padre Giovanni temía que pensara. Pero no precisamente acerca del abate Vella y de los códices árabes.
La relación del jurado que había presidido la prueba, minuciosa transcripción directa de lo ocurrido y dicho durante la jornada, reflejaba un extraordinario entusiasmo acerca de la erudición y sinceridad del abate Vella; había sido enviada a Nápoles casi al mismo tiempo que la de Hager, con el interés de oponerse y destruir los argumentos del austríaco.
Pero el abate se sentía vacío y extenuado como un actor que ha asumido un papel protagónico en una comedia de éxito: durante noches y noches el mismo personaje, la misma máscara. No se trataba de que se sintiera alucinado, fatigado o fluctuante dentro de una doble identidad, porque semejante estado de ánimo aún no había sido inventado. Aunque hubiese sida parte de una moda, al abate le habría parecido más acorde con su temperamento y con su caso la
Paradoxe sur le comédien
, por entonces también desconocido.
Se equivocaría de medio a medio quien en su cansancio intentase descubrir las inquietas insinuaciones de la conciencia, del remordimiento. En este sentido, el abate estaba tan frío e inmaculado como las nieves eternas de un monte. Aquella decena de gruesos volúmenes llenos de cosas falsas era más liviana y jovial para su conciencia que una pluma blanca que volase por los aires. Sólo que, para mejor gozar de esa ligereza y jovialidad necesitaba de un coro de víctimas, por así decirlo.
Vella había desahogado su desprecio hacia los demás hasta tal punto que, de no hacer aquello que estaba a punto de llevar a cabo, no le quedaría más que despreciarse a sí mismo: de verdad que a causa de razones por entero alejadas de la eterna moral corriente y de la que en esos momentos era considerada absoluta. Pero es mejor no complicar en exceso las cosas. Digamos que el abate Giuseppe Vella se encontraba lisa y llanamente harto.
Así las cosas, en el
aequinoctium uernum
de 1795, mientras el astrónomo Piazzi, en el observatorio del palacio real, apartaba del telescopio sus ojos donde las nebulosas astrales desembocaban ya en el mar del sueño, el abate Vella abría las ventanas al dulce aire matinal. Se sentía reposado, sereno, liberado. Cuarenta y cuatro años, una salud de hierro, la mente aguda. Y del mismo modo que resplandecía a su alrededor la primavera, dentro de sí experimentaba la presencia de una estación libre, de un vigor nuevo.
Decidió tomar un baño: acontecimiento no menos raro que el que el astrónomo Piazzi espiaba en los cielos equinocciales. Calentó agua en las grandes marmitas de cobre; la vertió en la pequeña bañera de mármol gris. Se desnudó y se metió en el agua, doblado en tres, como una de aquellas momias americanas que una vez, en Malta, le había hecho ver un jesuita.
El baño era una pequeña muerte: su ser se diluía allí, el cuerpo se le convertía en espuma de sensaciones. Con deleite advertía que estaba pecando. Recordaba, cada vez que esto le sucedía, las admoniciones de un padre de la Iglesia: gracias a la formidable memoria que poseía, era como si tuviese ante sí la página impresa y la recitaba traduciéndola del duro latín en que había sido escrita: Si de ninguna manera podéis hacer a menos de sumergiros desnudos en el agua —decía el padre de la Iglesia— absteneos de tocar vuestro cuerpo mientras esté mojado. El abate se atenía a la prescripción; sus manos grandes como hojas de higuera de Indias colgaban fuera de la bañera. Pero de todos modos era un deleite. Los árabes lo sabían bien. Por un momento, detrás del latín híspido y seco como un zarzal, lánguidamente curiosa de su cuerpo desnudo, relampagueó la mirada de una mujer. El abate cerró los ojos. Un ligero ensueño. Y las manos de ella, las manos, agitaron la superficie del agua en torno a su cuerpo. Por fortuna, el padre de la Iglesia no había previsto ningún tipo de visión que se pareciera a ésa.
Al salir del bañó tenía deseos de tomar café, bebida pocas veces hecha en su casa y, por ello, cada vez preparada y degustada con cierta emoción. Luego de demorarse en su arreglo y en el del desorden generado por el poco habitual acontecimiento del baño, salió de la casa. Visitó a su sobrina y recogió el códice del
Consejo de Egipto
del granero en el que estuviera escondido, junto con otros papeles. Llamó una litera para que lo llevase hasta la casa de monseñor Airoldi.
Monseñor se hallaba aún en el lecho. A pesar del encontrarse adormilado, reconoció el códice.
—No me digas una palabra —pidió—. Tomemos café antes que nada y luego me relatarás todo, punto por punto... Ya no me esperaba esto: parece un milagro.
El abate tomó su segundo café de la jornada.
—Cuéntame —dijo luego monseñor, mientras su ayuda de cámara le acomodaba almohadas y cojines tras la espalda.
El abate colocó sobre la cama el Consejo del Egipto. Con avidez, monseñor lo recogió, se lo puso sobre las rodillas, lo abrió.
—Desearía que vuestra excelencia lo examinase bien —pidió el abate.
—¿Qué ha ocurrido? —se alarmó monseñor—. ¿Lo han dañado? —comenzó a volver folios febrilmente.
—No, en absoluto —aseguró el abate.
—¿Y qué?
—Vuestra excelencia sólo debe tener la bondad de examinarlo con atención... Quiero decir, con la atención que hasta este momento no se ha dignado dedicarle.
—Pero... —monseñor Airoldi lo miró a la cara; no comprendía, aguardaba una explicación.
—Basta tan sólo que vuestra excelencia observe a trasluz un folio cualquiera... El hilo del papel, el grano... la calidad del material, en una palabra.
Monseñor lo hizo; su vista era débil y, confuso como se hallaba, en un primer intento leyó: a v o n e g.
—Vuestra excelencia —dijo el abate con calma, hasta con indulgencia— ha leído la palabra invertida; la filigrana dice Genova.
Monseñor abrió la boca y luego, como un moribundo, en un soplo, exhaló:
—Genova.
—Este papel —explicó el abate— supongo que ha sido fabricado en Genova hacia 1780. Yo lo he comprado algunos años después, aquí, en Palermo.
—Jesús —dijo monseñor y se dejó caer sobre los cojines, con los ojos desorbitados y la boca abierta.
El abate Vella lo observaba impasible, con una sonrisa helada sobre los labios.
—Me has arruinado —dijo, por fin, monseñor; su voz no era más que un trémulo hilo. Después de una larga pausa advirtió—: tendré que hacerte arrestar.
—Estoy a disposición de vuestra excelencia.
—¿A mi disposición? —monseñor tenía la expresión de un lactante a quien se le ha hecho zampar aceite de ricino: todas las líneas de su rostro convergían en aquel punto de amargura que era la boca y las palabras, que de ella salían—. Tú me has asesinado y enterrado y sobre la lápida has escrito el epitafio de la vergüenza... ¡A mi disposición!
—La indignación de vuestra excelencia es sacrosanta; estoy dispuesto...
—Eso es un consuelo, un verdadero consuelo —dijo monseñor con amarga ironía; por fin estalló—: vete, vete antes de que te haga echar como a un perro...
—En efecto —dijo el abogado Di Blasi—, cada sociedad genera el tipo de impostura que, por así decir, se merece. Y nuestra sociedad, que en sí misma constituye una impostura, una impostura jurídica, literaria, humana... Sí, humana, incluso de existencia, diría yo... Nuestra sociedad no ha hecho otra cosa que producir, de manera natural, obvia, la impostura contraria...
—De un crimen corriente, de un delito vulgar, vos extraéis filosofía —dijo don Saverio Zarbo.
—Ah, no, éste no es un delito vulgar. Este es uno de aquellos hechos que contribuyen a definir una sociedad, un determinado momento histórico. En rigor, si en Sicilia la cultura no fuese, de modo más o menos consciente, una impostura, si no fuera instrumento en manos del poder de los barones, y por lo tanto mera ficción, continua ficción y falsificación de la realidad, de la historia... pues bien, en ese caso, os digo que la aventura del abate Vella hubiera sido imposible... Y aún os digo más: el abate Vella no ha incurrido en ningún crimen, sólo ha montado la parodia de un crimen, cambiando sus términos...! La parodia de un crimen que en Sicilia se viene consumando desde hace siglos...