—A menos que —agregó Teresi— sea falso el proverbio que dice que verdugo jamás falta.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Ha ocurrido que el ilustre Di Martino se ha caído de lo alto de una horca, mientras la estaba montando en el llano de Santa Teresa y ahora se halla en el Hospital Mayor: no le ha quedado un hueso entero en todo el cuerpo.
—Es una señal del destino —comentó el abate.
—Pues del destino, nada... Di Martino ya tiene años, sus fuerzas ya no corren parejas con su celo. Ahora está necesitado de alguna ayuda...
—Sin él, no será posible ejecutar la sentencia.
—Tal vez sea preciso aplazarla durante algunas horas o un día. Pero encontrarán otro verdugo dispuesto para el caso, que no os quepa duda.
—Querría pediros un favor —dijo el abate.
—En cuanto a lo que se halle a mi alcance, consideradme a vuestra disposición, como un hermano.
—Os lo agradezco... Pues, quería saludar al abogado Di Blasi.
—Esto, y os lo digo como a un hermano, no es posible: está rodeado por una vigilancia que mete miedo.
«Dale con aquello de hermano», pensó el abate antes de decir en voz alta:
—Pero vos lo veis, habláis con él... ¿No soy sacerdote yo también?
—Pero el caso no es el mismo.
«Lo sé: tú eres espía.» Pero repuso:
—Comprendo... Pero cuando menos podréis llevarle mis saludos, decirle...
—¿Qué? —preguntó Teresi; la súbita ansiedad de que el abate Vella revelara algo interesante, que luego pudiese transmitir a monseñor López, le hizo vibrar las orejas.
—Decirle... Pues... que estoy arrepentido de lo que he hecho... Me refiero a los códices, como comprenderéis... Sí, arrepentido, y que deseo que él lo sepa. Y que... No, nada más: que estoy arrepentido y que lo saludo.
—¿Qué es? ¿Vuestro confesor?
—No, no es por... Es un asunto muy complicado ¿me entendéis? Sería una complicación maldita explicarlo...
«Es algo tan complicado —se dijo— que ni siquiera es verdad que esté arrepentido. Pero no trato de engañarlo al hacerle saber mi arrepentimiento. Tampoco lo hago para confortarlo, porque en el fondo a él no le importa un bledo de mí y de mis códices, y menos en este momento. Es que...»
—Se lo diré. Aún hay algo más que puedo hacer; dentro de poco le llevarán de aquí, para aplicarle tortura y...
—¿Más tortura?
—Así lo dice la sentencia:
torqueatur tamquam cadauer in capite alieno ad uocandos cómplices
... Vos podríais anticipar vuestro paseo por el terrazo del alcázar... yo hablaré con los guardias. Si os apostáis sobre el lado que da sobre el patio mayor, le veréis mientras se dirija al carruaje. Le diré que vos estaréis en el terrazo y que alce los ojos por un momento. Iré de inmediato.
—Os quedaré muy agradecido —dijo el abate—. Y no olvidéis decirle lo que os he transmitido.
Un cuarto de hora más tarde los guardias fueron en busca de Vella para acompañarle en el paseo. La luz del sol enceguecía. El abate sintió un ligero vahído. Luego le pareció que se había convertido en un cuerpo libre y flotante como la bandera flordelisada que sobre su cabeza flameaba y batía según las ráfagas que llegaban desde el mar. En el patio mayor, negro como una cucaracha sobre la grava luminosa, aguardaba el carruaje.
El abate abrió su breviario: fingía leer, con los ojos fijos en el carruaje. Y se decía que lo que estaba haciendo era estúpido, hasta ridículo: como todas las cosas dictadas por el sentimiento, cosas que sólo en el ámbito del sentimiento tienen significado y que, en cambio, son grotescas en la realidad.
Pero estaba de verdad ansioso y conmovido, con todo su ser vibrante en la espera.
Tal vez no había transcurrido más que media hora: cuatro soldados atravesaron el patio en dirección al carruaje. Por detrás de ellos, con el paso lento, vacilante, en medio de otros dos soldados marchaba Francesco Paolo Di Blasi. Por la distancia, por la oblicuidad de los rayos del sol, esas figuras que se movían en el patio parecían aplastadas, no más altas que sus propias sombras. Cuando estuvo junto al carruaje, ante la portezuela que un soldado mantenía abierta, Di Blasi pareció recuperar su estatura. Giró, alzó la cabeza hacia el alcázar. Luego se quitó el sombrero, con una leve inclinación. Por un segundo el abate se sintió presa del espanto y del horror: el hombre que lo saludaba desde allá abajo tenía los cabellos blancos. El negro de sus ropas, el negro del carruaje y de la sombra otorgaban a esas canas una blancura espantosa.
El abate no lograba distinguir las líneas del rostro, pero por debajo de esos cabellos blancos, le parecieron exhaustas, resecas. Respondió al saludo agitando el breviario. Di Blasi desapareció dentro del carruaje. El atónito silencio suspendido se quebró con la voz del cochero; las ruedas rechinaron sobre la grava.
—Dios mío —murmuró el abate—. Dios, Dios mío.
Jamás se había hallado frente a la vida tan colmado de horror. Recordaba ciertos relatos de fantasmas malignos, de personas que ante su repentina aparición encanecían de pronto. En Di Blasi había visto cómo un hombre vivo se transformaba en fantasma maligno.
Teresi, que algunos minutos más tarde subió a llevarle la respuesta de Di Blasi, lo encontró apoyado sobre el parapeto, en total estado de abandono: pálido, los ojos desorbitados y perdidos.
—¿Os encontráis mal? —preguntó.
—El sol —respondió el abate—, el sol me ha producido una alucinación. Me duele la cabeza.
—Bajemos —aconsejó Teresi, antes de cogerle del brazo, con solicitud.
«Tal vez haya sido el sol de verdad», pensó el abate Vella. Quería liberarse de aquella visión tremenda, de aquel recuerdo estremecedor. Tenía miedo. Ni siquiera le interesaba saber si el capellán había llevado su mensaje a Di Blasi.
Pero Teresi le comunicó:
—Le he dicho lo que vos me habéis pedido que le dijera.
El abate le dirigió una mirada fija y vacía.
El capellán Teresi siguió transmitiendo las palabras del condenado a muerte:
—Me ha respondido que la vida tiene tantas imposturas que la vuestra, al menos, posee el mérito de ser alegre y también, en cierto sentido, así me lo ha dicho, útil. Y que admira vuestra fantasía.
—¿Así os lo ha dicho?
—Exactamente... Y que os augura que retornéis pronto a la libertad y que os saluda.
—¿Habéis dicho que todavía lo someterán a tortura?
—Sí, creo que será sólo
pro forma
, sin embargo. Tiene los pies reducidos como pasas y el médico ha dicho que sería peligroso aplicarle el fuego nuevamente... Y... ¿qué os estaba diciendo hace unos pocos minutos? La sentencia será cumplida mañana, a la hora establecida. Entre los presos de la Vicaría se ha pedido por un verdugo voluntario, interino. Se han presentado más de veinte. Han elegido a uno que parece un buey, de veras; tenía que cumplir condena de dieciséis años. No le parece cierto que se los hayan perdonado... Oh, sí, los dichos de los antiguos siempre resultan verdaderos: verdugo jamás falta.
Se quitó los zapatos y el alivio que experimentó fue como la inspiración de quien emerge del agua para retomar fuerzas y volver a sumergirse: debía desprender las calzas de la sangre y del pus que rezumaban sus pies y debía hacerlo de un tirón, con terrible decisión de la voluntad y de la mano.
Los jueces se volvieron de espaldas, para no verle, e hicieron como que se consultaban acerca de algo. Hasta los esbirros desviaron sus miradas hacia otro lugar: hacia las ventanas, hacia el techo. Cuando lo miraron otra vez, Di Blasi ya no llevaba las calzas y de sus pies fluía un líquido viscoso y oscuro.
—De prisa —dijo uno de los jueces. El hedor de aquella putrefacción, mezclado con el olor de la grasa fundida, le producía náuseas.
La grasa fundida, hirviente, sería el elemento de tortura en esta ocasión. Lo sería en lugar del fuego, que según la opinión del médico ahora no podría ser soportado por el reo.
—Os será aplicada la mínima tortura, sólo para cumplir con la forma de la sentencia —dijo el presidente.
—Os lo agradezco —respondió Di Blasi.
—El médico se ha opuesto a cualquier otra cosa —aclaró el presidente: se negaba a aceptar el agradecimiento de un reo de Estado.
En una vasija burbujeaba la grasa, ya líquida.
El pesado olor de cocina en la cámara de torturas le distraía un tanto del feroz dolor. Había algo grotesco, ridículo en aquellos hombres, esbirros y jueces, que se movían en derredor de la grasa que se fundía, tal como las mujeres que, en la cocina, luego de la matanza del cerdo, preparan el unto.
Por unos instantes se perdió en el recuerdo: de niño se acercaba a la cocina, en los días en que se fundía la grasa, para comer los chicharrones que tanto le apetecían. La cocina amplia, en la que marmitas y cazos de cobre, en medio de la humosa oscuridad, parecían pequeños soles crepusculares. Hacía años que no entraba en la cocina y que no comía chicharrones: sabor e imagen que permanecían ligados a la infancia.
Pero en el recuerdo, inquieto y doliente, se insinuó el pensamiento de que los jueces y los esbirros también habían tenido una infancia, que quizá también en ellos ese olor hacía brotar el recuerdo de una lejana felicidad o las ansias de una quietud doméstica, el pensamiento de que, dentro de pocas horas, el desagrado por el oficio que cumplían se iría a sumergir en las dulces nieblas familiares: es decir, el desagrado de torturar a un semejante.
Dentro de pocas horas comerían y dormirían, jugarían con sus niños, harían el amor. Se sentirían preocupados por el constipado de su hijo o por el muermo del perro. La puesta de sol, el vuelo de las golondrinas, el perfume de los jardines les provocarían un estado melancólico o jubiloso. Y ahora estaban asistiendo a la tortura.
«Esto no le debe ocurrir a un hombre», pensó y también se dijo que jamás ocurriría un hecho tal en el mundo luminoso de la razón. (La desesperación le hubiese acompañado en sus últimas horas de vida si tan sólo hubiera presentido que, en aquel futuro que veía lleno de luz, pueblos enteros se entregarían a torturar a otros pueblos; que hombres conocedores de la cultura y de la música, ejemplares en el amor a su familia y respetuosos de la vida de los animales, habrían de destruir a millones de otros seres humanos, con método implacable, con una feroz ciencia de la tortura; y que hasta los más directos herederos de la razón habrían de plantear nuevamente la
tortura
en el mundo: no como elemento del derecho, como al menos ocurría en ese instante en que él la sufría, sino como elemento de la existencia, sin más ni más.)
—Sobre las llagas no —ordenó el juez al esbirro que se había ofrecido para sustituir al pobre Di Martino.
El pobre Di Martino, en ese momento, estaba gimiendo en el Hospital Mayor, sin que médicos ni enfermeros le echasen siquiera una mirada, tendido sobre un colchón de paja que habían arrojado en el suelo: como un perro, peor que un perro.
El esbirro se había ofrecido porque se trataba de algo que se pondría en práctica para salvar apariencias; y esperaba que no se supiese que lo había hecho, porque a la infamia de ser esbirro, se sumaría la de verdugo. Por ello se había forjado el propósito de hacer sufrir al reo de modo de poder decir, con la conciencia limpia y con el testimonio de los colegas presentes, que se había ofrecido para cumplir con ese servicio para no hacerle padecer, porque consideraba que en manos de cualquier otro tendría que haber sufrido. Todo lo cual, si se lo piensa bien, es la justificación que muchos esgrimen para apoyar su vocación o profesión de torturadores. Fuera como fuese, en esa ocasión demostró tener mano ligera: alzó hasta una buena altura esa especie de cafetera, para que el líquido que cayera tuviese tiempo de enfriarse un poco en el aire. La inclinó lentamente, de modo que cayese una gota tras otra, casi a la altura de los tobillos, donde las llagas y heridas no eran visibles aún.
Di Blasi estaba tan habituado al dolor que sólo sentía débiles punzadas, como las de una aguja. Y no se extendió por más de un minuto.
Cuando el presidente dijo «basta», su cuerpo dejó de existir para los jueces. Su alma quedaba entregada a la confortación de la cofradía de los Blancos.
Lo llevaron, pues, al barrio militar de San Giacomo, en el que estaban situadas las tres iglesias de la Maddalena, de San Paolo y de San Giacomo. En razón de que esta última era la principal, fue destinada para la confortación del principal reo. El cabo Palumbo fue recibido en la de San Paolo, Tinaglia y La Villa en la de la Maddalena.
Para los caballeros de la Orden de los Blancos había sido importante elegir a la persona adecuada. Con el fin de confortar las últimas horas de Francesco Paolo Di Blasi, había sido elegido don Francesco Barlotta, príncipe de San Giuseppe: era el hombre exacto para esa función, puesto que después de veinticuatro horas en su compañía hasta la muerte tendría que tomar el aspecto de una solución. Pero Di Blasi no quería entregarse a la muerte como si fuese una solución. Conocía muy bien al príncipe de San Giuseppe y, espantado ante la perspectiva de una conversación acerca de las cosas eternas con un hombre como aquél, después de haber cambiado algunas fórmulas de cortesía, como las que podrían haberse dicho al encontrarse en un paseo o en un salón, Di Blasi dijo que debía escribir algunas cosas, que era su deseo volcar en el papel voluntades y sentimientos que esas horas extremas le sugerían. En realidad no tenía nada que escribir. Hubiera preferido pasar esas horas en soledad.
A punto de comenzar a exponer los temas preparados para confortar al condenado, el príncipe experimentó una cierta desilusión. Se había preparado con empeño. Había leído
El idiota
, en una edición vulgarizada por el príncipe de Butera, y puesto que corría el mes de mayo, había recorrido las páginas de un grueso volumen de
Hebdomadarias Marianas
. Supuso que frente a un individuo que había sido asiduo lector de libros, y tan perverso en su criminalidad, debería apelar a temas de indiscutible doctrina, de verdad radiosa. Hacían al caso, pues, los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de María Santísima. Pero en vista de que Di Blasi se apartó para escribir, el príncipe no tuvo otra cosa que hacer sino orar por él. En un libro que al efecto había llevado consigo, comenzó a leer plegarias de misericordia, de buena muerte y de salvación.