Otros los encuentran. De los pastizales salen figuras. El Consejo de Hierro difunde la noticia de su suerte empleando canales que nadie puede ver. Atrae a los desposeídos y a los forajidos.
Librehechos. Una pequeña tribu. Fugados de Nueva Crobuzón, salvajes desde hace tiempo. El líder es un hombre con unas ornamentales e inútiles alas de escarabajo en lugar de brazos. Hay otro con unas pinzas de goma, uno con el morro de un cocodrilo y un perro enorme con la cabeza de una hermosa mujer. Es un cuerpo masculino. Por las pieles que llevan y sus joyas de piedra agujereada y fibra de cartílago, por su complexión que es como madera y té, Judah comprende que son librehechos desde hace años.
»Hemos oído hablar de vosotros, dice uno de ellos. Su familia y él están mirando fijamente el tren. No miran a los guardias, ni a Judah, ni a su gólem, hecho con huesos de aves carroñeras. »Vais al oeste, dicen. Estáis cruzando el mundo.
»Cuentan, dice,»que vais buscando una vida nueva. Donde nadie pueda encontraros.
»Venimos a preguntar, dice, y se detiene. »Venimos a preguntar… dice el hombre.
Y Judah, delegado por el concilio, asiente: sí, podéis uniros a nosotros.
Nómadas en gran número. Criminales y desertores. Moradores de las llanuras y forasteros: trancos que galopan paralelamente al tren sin pronunciar palabra, e incluso un garuda que aparece de pronto en el cielo y se convierte en mariscal del aire de los pendencieros dracos. El consejo de hierro los absorbe.
Están rodeados por extrañas e insólitas treguas concertadas entre matones librehechos armados y asesinos borinaces, que marchan junto al tren con su extraña elegancia.
Estamos protegidos
, piensa Judah.
Están aquí para regalarnos su velocidad divina. Para ayudarnos a avanzar
.
Los cazadores de recompensas los atacan tres veces más, en rápidas y crueles incursiones. Se retiran antes de que haya tiempo de organizar una respuesta.
»Esto no es nada, dice Uzman a Judah. »Vendrán muchos más. Todas las noches arenga al consejo de hierro bajo la luz de los focos. Ann-Hari lo respalda, y aunque los fogoneros y los ingenieros se quejan de que sus reservas de carbón están menguando, aunque los trabajadores están exhaustos, el consejo acuerda aumentar la velocidad. Las vías siguen moviéndose de día y de noche, impulsadas por hombres y mujeres que están anestesiados a la fatiga, que sueñan mientras descargan sus mazos.
La vía de hierro devora los kilómetros. De noche, la iluminación móvil del tren hace que las formas rocosas se desplacen, como si quisieran alejarse. Los insectos y otras criaturas de su mismo aspecto crean un ritmo golpeteando con sus cuerpos el vidrio de las lámparas, y se convierten en fogonazos cuando encuentran un modo de entrar. El tren es una línea de luz oscura en la noche de las llanuras.
Se masca la intranquilidad en la tierra. El consejo está tenso. Cuando aparece alguien se le detiene a punta de mosquete y se le acusa de ser un espía. Judah ayuda a una multitud a impedir que un hombre aterrorizado mate a golpes a un rehecho que acaba de llegar, y en sus recriminaciones y la paliza que le dan a su vez como castigo, ni Judah ni ninguno de los demás reconoce que podría tener razón, que hay espías entre ellos.
Al final de la llanura está el lugar que buscan. El campo de humorroca. Las inmóviles y brumosas formas van cobrando poco a poco mayor nitidez. Un destacamento se adelanta para abrir un camino entre la niebla sólida empleando explosivos.
El tren perpetuo es una fortaleza. Una costra de metal nuevo recubre su extraña torreta artillada. Todos los consejeros llevan garrotes, o lanzas de punta afilada, lascas de piedra cortante atadas a toscos mangos de madera. Rifles rudimentarios y excéntricos. El consejo está esperando.
Dentro de Judah la cosa se agita, y él comprende que, aunque aún no ha llegado el momento, no tardará en marcharse.
Cruzan las faldas de las colinas de humorroca. Una transformación abrupta del paisaje, convertido ahora en algo onírico e inquietante, donde se alzan formas de voluta dotadas de una dureza de basalto y nubes abigarradas por donde corretea la recia fauna del humorroca. Hay erupciones, manantiales donde han brotado géiseres de humo que se han solidificado casi al instante. El lecho de la vía discurre entre ellas, por una solfatara creada por gases expelidos a presión.
Los niveladores del Consejo de Hierro han abierto un camino con sus explosivos. La elegancia del humorroca sólido se ve interrumpida por la elemental simplicidad de sus cráteres.
Normalmente la masa de roca queda atrapada en forma de nubes hinchadas, pero también hay pilares retorcidos como finos sacacorchos y terminados en finísimas volutas de punta, donde se produjeron fugas de humorroca en una atmósfera casi inmóvil. El tren pasa por debajo de arcos formados por las corrientes de aire, que levantaron el humorroca del suelo y volvieron a bajarlo.
El lecho se extiende y las vías se tienden y vuelven a recogerse. El insólito paisaje es al mismo tiempo hermoso e inquietante. Si hubiera una grieta en la tierra podría producirse un escape, una niebla que se posaría en sus pulmones y los solidificaría agónicamente. No hay humo, nadie cocina; el tren se mueve a espasmos, y sus gases se hacen desaparecer lo antes posible. No puede haber distracciones con el humo. Judah espera, preparado para liberar a su gólem de aire. La roca que los rodea podría evaporarse de nuevo, como a veces hace el humorroca, tras una hora o un milenio de solidez.
En el horizonte aparece el ejército, montado en caballos y camellos rehechos, y en unos vehículos a vapor con varias ruedas. Se adentra en el humorroca sin romper la formación. Los dracos del consejo los vigilan, volando a mayor altitud de la que podrían alcanzar los vapores en caso de escape.
Los niveladores arrasan la caprichosa geografía. Ansiosos e inexpertos, vigilan en busca de cualquier cosa que indique que han abierto una brecha en una veta de humorroca.
Otras cuadrillas colocan enormes cargas en agujeros excavados cuidadosamente, bajo la dirección de la asustada geoémpata. La mujer pasa la lengua por la tierra mientras, sumida en un tosco trance extático, emite sonidos animales. Su talento no es potente ni penetrante, y la aprehensión de la tierra que necesita el consejo la obliga a rebajarse así.
Los consejeros de hierro levantan barricadas en una zona erosionada, delante de las faces congeladas de roca. Kilómetro y medio más allá están el humo y los rieles tendidos y nuevamente levantados del tren perpetuo. Uzman y Ann-Hari están a bordo, mientras que Judah, Cañas Gruesas y otros cientos se han quedado en una barricada.
Ya pueden ver al ejército. Los preparativos han dejado a Judah exhausto. Está tan cansado que sus sueños están entrando a hurtadillas en sus pensamientos. Debe regresar con el Consejo de Hierro en cuanto sea posible. Necesita su protección. Ha construido una trampa para su gólem en el quitapiedras, y les ha explicado como pueden accionarla en caso de que aparezca la niebla silícea, pero un gólem de aire no durará mucho sin su supervisión.
»Seguro que hay otros ataques, dice, como muchos otros han dicho antes. Aquel no puede ser el único frente que Nueva Crobuzón abra. Pero no hay tiempo para pensar en esto ahora que los atacantes están tan cerca, y antes de que el primer cañón abra fuego sobre la barricada, el consejo de hierro lanza su ataque.
Los dracos baten el aire con sus gruesas alas, esquivan los disparos y sueltan sus granadas de arcilla. Algunos caen abatidos.
Caen las pequeñas bombas, fabricadas con todo lo que el consejo tiene: pólvora, metralla hecha con pedazos de herramientas, frascos de tosco ácido, componentes taumatúrgicos nocivos y aceite. Hay una explosión de nafta, sustancias cáusticas y humo, y la milicia flaquea un momento, pero rehacen las filas rápidamente, y titubean de nuevo ante un segundo ataque de los dracos. El sol brilla con fuerza, pero a Judah repentinamente se le antoja helado.
»No está lejos, está murmurando. Oye su propia voz. »No falta mucho.
Se inclina hacia delante, con unos prismáticos de campaña en los ojos. Los dracos defecan despectivamente sobre el enemigo al mismo tiempo que sueltan sus proyectiles. Uno de ellos revienta: Avvatry, un pendenciero truculento al que Judah conoce lo suficiente como para saludarlo, abatido por una descarga de mosquetes que lo deja convertido en jirones.
Los consejeros disparan las balistas fabricadas en las fundiciones del tren. Encienden mechas y provocan derrumbamientos sobre el enemigo. Judah sabe que será él quien gane o pierda la batalla.
Se pone en pie. Se encarama a la barricada. Está cubierto de cables, conectados a varias baterías, a un transformador. Está temblando de puro valor.
Los hombres y las mujeres que lo acompañan —todos ellos con algún vestigio de poder, alguna traza, todos unidos— se hacen un corte en la mano y se envuelven la herida con alambre. Ha de ser muy tosco el motor que los une para requerir una hemorragia tan vulgar y literal, algo que han podido construir a partir de materiales deslavazados. »Dádmelo, grita Judah, y Shaun junta los plomos y el motor emite un gemido y todos los hombres y mujeres allí congregados se tambalean al sentir que las fuerzas les son arrebatadas y fluyen hacia las pinzas que Judah tiene en el pecho.
Entonces emite un sonido que es imposible de describir. La piel se le pone tensa y empieza a moverse como si alguien estuviera palpándolo con muchos dedos. En medio de la tierra del camino se levantan muchos hombres. Están delante del ejército. Judah está sudando. Proyecta la energía. Mueve las manos. Los hombres, los gólems, echan a andar con pesadas zancadas.
Son una docena o más. Más grandes que humanos. Prefabricados y dejados allí. Se acercan a la milicia de Nueva Crobuzón. Judah se estremece. Los más débiles de sus camaradas pierden el conocimiento. Judah está sudando sangre.
Los negros gólems siguen adelante. Uno de ellos es pisoteado por los caballos de la milicia. Su torso se retuerce y trata de seguir avanzando a rastras, y mientras tanto Judah tiembla como si estuviera recibiendo pedradas. Mueve los brazos en el aire, pone en su sitio algo inmaterial. Los hombres de tierra irrumpen en las filas de sus enemigos y las monturas no se atreven a acercárseles. Los cazarrecompensas y los milicianos uniformados viran al ver que los gólems alargan los brazos hacia ellos. Algunos de estos abren los brazos en cruz. Otros envuelven con ellos a sus presas. Cuando puede verlos, Judah les ordena que utilicen su a-natural fuerza para abrirse paso entre los guardaespaldas hasta alcanzar a los oficiales. Los soldados los rodean, golpean sus cuerpos minerales, apuntan con sus armas.
»¡Disparad, maldita sea!, exclama Judah con voz entrecortada. Y, a pesar de que no pueden oírlo, sus enemigos obedecen. Una bala hace blanco en una de las figuras. El gólem está hecho de piedra y pólvora.
Se produce una tremenda ignición y el gólem desaparece en medio de un pilar de fuego. La criatura-hombre se transforma en un viento de llamas de color tierra, mientras la capa de rocas que lo envolvían brota en una erupción que abate un círculo de cazarrecompensas a su alrededor; el calor de la onda expansiva alcanza a uno de sus hermanos, que también explota y cuando el humo que han provocado se levanta, Judah vislumbra varias manchas de hollín donde antes estaban sus gólems, rodeadas de ondas y ondas de cadáveres, negros y ensangrentados, más sólidos cuanto más se alejan, más parecidos a cuerpos atisbados en la distancia, mientras los que están en las circunferencias de cada cráter aún se mueven y aún chillan.
»Disparad, vuelve a decir Judah. Detonaciones, flechas de balista encendidas. Al caer, los ardientes proyectiles transforman las figuras en vórtices de combustión.
Uno por uno se abalanzan sobre los atacantes, los abrazan y los entierran, primero en pólvora y luego en fuego. Los gólems de pólvora, bombas ambulantes, abren agujeros en el ejército enemigo. Judah se yergue y oye un rugido rítmico que es su corazón. Sus camaradas lanzan gritos en su honor. Su cara está sangrando. El último de los gólems corre hacia los invasores, dispersando a los soldados con cada uno de sus torpes pasos. El fuego de la flecha de un tirador acaba con él y desencadena una nueva erupción de fuego polvoriento.
Todavía quedan centenares de cazarrecompensas y milicianos, pero están huyendo, entre los gritos de sus camaradas, resbalando las monturas en la humedad de sus cadáveres. Y regresan los dracos, y los consejeros provocan nuevas avalanchas, y los artilleros disparan los enormes proyectiles de las balistas.
»¡Low!, gritan los hombres. »¡Sí!, y Judah Low les responde con un grito.
Entonces atacan los hombres del Consejo de Hierro, los rehechos más grandes, los luchadores cactos con picos y pesadas hachas. Bajan a Judah de la barricada y lo cubren de besos. Sus camaradas están exhaustos, temblorosos y fríos por culpa de la energía que les han arrebatado, pero aun así tienen más fuerzas que él. Cierra los ojos.
Se desvanece mientras lo están llevando a la retaguardia. Sueña con gólems de pólvora y con el sol, y entonces, bruscamente, despierta.
»¿Qué, qué?, dice mientras se incorpora. »¿Qué, qué?
Cañas Gruesas y Shaun señalan en dirección este, al aire.
»Hay más. Han atacado el tren.
Judah y Shaun montan en un caballo reconfigurado para potenciar su velocidad. El ruidoso e impredecible ejército de cazarrecompensas y milicianos era una distracción muy poco sutil.
¿
Qué vas a hacer, golemista
?, se pregunta. ¿
Qué vas a hacer para detenerla? No vas a detenerlos; vas a morir
. A morir junto a su consejo.
Estás demasiado exhausto como para hacer nada
. Pero no cree que vaya a morir. No iría si lo creyera así.
Hay hombres en el cielo, milicianos colgados de esferas tensas. Ve el humo del tren perpetuo y oye las explosiones. Los aeronautas siembran bombas que devastan las esculturas en forma de nubecillas, dejando únicamente una línea de cráteres, una barranca que se va aproximando al consejo.
La gente huye en busca de refugio. De nuevo refugiados: hombres, los ancianos, los asustados y heridos, los recién llegados a quienes no ata ninguna lealtad, mujeres con sus niños en brazos, corriendo sobre los frentes de nubes endurecidas. Judah y Shaun los dejan atrás mientras avanzan siguiendo las vías. Irrumpen en la batalla a galope.