Está el tren, disparando desde su maltrecha torre artillada. Los milicianos y los consejeros, que aunque superiores en número, están siendo vencidos. Sobre sus cabezas hay un cielo antinatural, un estaño enmarañado, manchado de colores que no deberían estar allí.
Más adelante, protegida por centinelas cactos y rehechos, está la cuadrilla de peones. Se mueven frenéticamente, en una reinterpretación acelerada de su trabajo habitual, sobre los desechos de nimbostratos de roca. Los tiradores de la milicia están cebándose en ellos: caen heridos o muertos sobre los rieles, y sus camaradas los apartan y continúan con su urgente trabajo.
Judah llega a la lucha.
La milicia no va a detener el tren: matarán a muchos pero solo quedan unos metros, y aunque diezmen a los peones (otro hombre que cae con una flor de sangre) el tren seguirá adelante. Son los aeróstatos que están acercándose los que preocupan a Judah. Desde el oeste llega el sonido de la lluvia, pero la lluvia no aparece.
Shaun se relaja. Judah siente que se recuesta y lo rodea con el brazo, palpa la humedad que tiene en la parte delantera del torso, demasiada para tratarse de sudor, y Judah comprende que su amigo ha muerto. El caballo trastabilla y se detiene, y Judah desmonta llevándose a Shaun, que tiene el esternón destrozado. Judah carga con él hasta que una descarga de fusilería lo obliga a abandonar a su amigo muerto y a correr entre las filas de sus camaradas, paralelamente al tren, con la cabeza gacha. Coge un arco del suelo mientras corre. Es un arco hueco: maldice su peso, su limitado alcance, pero trata de levantarlo mientras, uno a uno, va dejando atrás todos los maltrechos vagones, aproximándose a la humeante chimenea donde guarda su gólem trampa.
Dispara un chakri de bordes afilados como escalpelos. Pasa agazapado entre los rehechos y se dirige al quitapiedras. Hay taumaturgos entre los milicianos, y sus dardos de energía dañina llueven sobre los consejeros, infligiendo arcano daño. Los dracos llevan a cabo audaces y peligrosos ataques contra la milicia, y la milicia empieza a retroceder.
»¡Huyen! ¡Huyen!, grita un draco, histérico de orgullo, pero se equivoca. Los milicianos están alejándose porque las aeronaves se acercan.
»¡Adelante! Hay un grito. »¡Hemos pasado! Y el segmentado edificio se sacude y tiembla y empieza a ascender reptando entre la niebla de roca. Da la impresión de que puede descarrilar en cualquier momento sobre un fragmento de humorroca. La gravilla se desplaza, pero aguanta y el tren avanza bajo una lluvia de balas que repiquetea contra su piel de hierro. El tren se detiene un instante al llegar a la cima de la colina y empieza a descender. Entonces tropieza con un bache: se parte un riel, el vagón se ladea, pero de algún modo las oxidadas ruedas no pierden tracción y, temblando como una criatura herida, el tren llega a la llanura que se extiende más allá.
»¡No paréis!, grita Judah mientras cientos de consejeros regresan corriendo al tren. »Vamos. El cielo y la tierra no son como deberían. Hay un ruido, como si algo hueco recibiera un golpe, a mucha distancia, delante del sol.
La geoémpata se encuentra junto a grieta que atraviesa las rocas, junto a los artificieros; cortando mechas. Está cubierta de residuos de tierra y en sus ojos se vislumbra aún parte de la degradación del embrujo, pero mira a Judah, asiente antes de que él tenga tiempo de preguntar y señala al suelo. »Ahí, dice. »Creo.
El tren escupe humo y sisea con impaciencia. »Vamos, vamos, vamos, grita Ann-Hari desde el vagón. Los dracos sobrevuelan velozmente los acantilados de roca hasta ganar la hendidura, donde espera el último consejero. Los rehechos corren. Hay pequeñas señales por todas partes. ¿Es que nadie se da cuenta? Judah se vuelve hacia el oeste y levanta la mirada. ¿Es que nadie ve el cielo? ¿La tierra?
Un panorama parecido y diferente a todo lo que han visto hasta ahora.
¿
Qué eres
? Kilómetros al oeste, un momento de distancia en este inmenso paraje abierto —
Dioses, estamos en las tierras medias, estamos más allá de todos los mapas, estamos en ninguna parte
—, la tierra rocosa se convierte en algo más fluido, algo cubierto de ondas, como si estuviera hecha de cera líquida, algo que carece de parámetros claros cuando Judah trata de enfocarlo con la mirada. La tierra rezuma en la distancia. Hay algunos árboles en aquella llanura, pero cambian, no parecen auténticos árboles, parpadean, ¿no? Como si estuvieran hechos de una extraña llama oscura, parpadean, cambian de fase, ¿o es cosa de los ojos, culpa de la distancia, no, hay algo en aquellos árboles o no son árboles sino otra cosa? Hay una montaña, pero también puede ser un espejismo, por su forma de ondularse, puede ser un túmulo, y mucho más cerca, puede ser una mota en el ojo de Judah. Nada es como debería ser.
Hay cosas que no son pájaros volando como pájaros en lo alto, pájaros que parecen lluvia. Mientras el consejo reúne a los rezagados, Judah observa el cielo. Se comporta como un niño.
Guerreros exhaustos y heridos trepan al tren. »Vamos, grita Uzman. Se ha subido a una cresta y observa desde allí a los consejeros que tratan de regresar a su hogar. »Vamos, vamos, dice Uzman, mientras van llegando cada vez más camaradas suyos, pero al oír su tono de voz, Judah comprende que no todos van a tener tiempo, pues los milicianos están reagrupándose. Ya es demasiado tarde. Uzman está mirando a los artificieros y a la geoémpata. El tren perpetuo se mueve, la vía sigue avanzando, y el consejo se aleja lentamente del campo de humorroca.
»Es solo el borde, dice Judah, mira al cielo,»de la mancha cacotópica. Solo estamos en las márgenes. Pero siente la tierra. Siente su energía de un modo que no debería sentirla.
En su desesperación por salvar a sus últimos camaradas, retrasan tanto la explosión que la milicia alcanza a los rehechos más rezagados. Finalmente se producen tres explosiones en rápida sucesión y brota un enorme chorro de humorroca de la tierra porosa, que se transforma en una nube que a continuación se expande con enorme rapidez e inunda el canal que han abierto los niveladores, moviéndose con mayor lentitud a medida que se asienta.
Uzman lanza un grito de miseria al ver que engulle a los rehechos más lentos. Contempla la expansión de la roca gaseosa.
En el fondo de las tripas, Judah siente algo nuevo, una no-vida construida, un huracán antropoide que lo sacude al mismo tiempo que Ann-Hari acciona la trampa. Judah se flexiona en su interior, escupe un esfuerzo y se hace con el control de la criatura. Se proyecta como alargaría la mano y juntos, Judah y su gólem corren hacia la piedra en expansión. El gólem se adentra en ella, estira sus brazos de aire, empuja las corrientes, trata de abrirse un hueco con muy poca fortuna.
Judah se encuentra a decenas de metros del vapor, que se va volviendo más lento a medida que se endurece. Del interior de la roca en proceso de solidificación llegan gritos sofocados. Con furibundas bocanadas, la nube expele sus entrañas y Judah ve movimientos en su interior, movimientos que no se deben a la acción del viento ni son casuales, y entonces unos brazos, suplicantes, emergen de la oscuridad y sale un hombre, teñido de gris por unas volutas que se aferran a él y se convierten en una quitina de sílice, una costra que lo envuelve mientras cae, y tras él hay otro eructo de niebla en el que surge otra figura atravesando un humorroca visiblemente más sólido, nadando por ella, incrustado en ella, avanzando laboriosamente por una nube de materia.
Judah los alcanza. El primero que cruza es un miliciano, se ve por debajo de la desgarrada epidermis de roca, pero es imposible sentir odio o rabia al ver cómo se estremece y trata de respirar con una boca repleta de cuajo mineral. El otro es del consejo. No hay forma de salvarlo. Sus camaradas tratan de romper la roca que se ha solidificado sobre su cara pero cuando lo consiguen descubren que sus esfuerzos le han partido el cráneo.
»Tenemos que irnos, grita Uzman desde arriba. Está consternado pero es dueño de sí.
Una enorme nube de roca ocupa el pasillo por el que ha pasado el tren. Las vías desaparecen en su interior, incrustadas para siempre o hasta que vuelva a sublimarse. Judah permite que su gólem se desagregue y las corrientes de aire cambian a su alrededor.
Hay un movimiento y Judah arruga la cara al ver, en medio de aquella geografía de roca nueva, cómo emerge un antebrazo, parecido a una planta en la pared de un acantilado, aferrando algo o tratando de hacerlo mientras los nervios del cadáver del que forma parte terminan de morir.
Aunque sueltan algunas de sus bombas cerca del tren, los aeronautas están desconcertados. Los pilotos viran al ver el repentino obstáculo que ha engullido a sus camaradas. Envalentonados, los consejeros los abaten a tiros. Uno de ellos cae mientras Judah está mirándolo, expulsando un chorro de gas por el orificio de su globo.
Adoptando una rápida formación, los aeronautas se retiran al otro lado de las lomas nuevas que acaban de aparecer. Uzman imparte instrucciones a gritos y los consejeros corren para despojar a los caídos de su equipo y apoderarse de la tela de sus dirigibles. »Tenemos que ser como carroñeros, dice Uzman. »Tenemos que aprender esto, de ahora en adelante. Mira al cielo.
»Habrá más, dice, antes de que Judah tenga tiempo de sentir alivio.
Pero al final llega, el alivio, el día y la noche que parten hacia territorio ignoto. Alivio, una tristeza desesperada y un luto por los muchos caídos.
»No todos ellos quedaron atrapados, dice Uzman. Judah se encoge al oír su tono de voz, aquella necesidad de encontrar consuelo. »Algunos seguían al otro lado.
Ahora, como habitantes nuevos de este lugar, los consejeros dirigen la vista hacia el sitio al que han llegado. A la luz de las antorchas tiemblan al ver cómo cambia la geografía. Ven luces que se mueven de forma extraña en la distancia y oyen gritos que no reconocen, o que reconocen como propios, ecos que pasan horas cautivos y se liberan distorsionados.
Los supervivientes se reúnen. Las vías cambian ligeramente de dirección. Al norte hay una sombra, un susurro. Uzman está llevándolos a la zona cacotópica. Están en sus lindes, nada más, pero más cerca de lo que nadie debería llegar.
Han cerrado una compuerta de roca tras de sí y al salir el sol contemplan el nuevo paisaje por primera vez. Kilómetros y kilómetros de maleza con su color natural tras la roca gris. La tierra que se inclina, se abre, se asilvestra. Árboles en cantidades tremendas, y colmillos de roca para protegerlos, y viñas cuajadas de flores de colores pastel. Pequeños lagos y otros hitos del paisaje, y en la dirección a la que se encaminan las vías, una tremenda alteración de la tierra. Judah la percibe. Todos lo hacen. A través de las ruedas.
Las sombras no están todas en el mismo plano. »Solo estamos rozándola, dice Uzman. »Metiendo la punta de los pies. Hay algo raro en las sombras y Judah nota que el viento sopla en direcciones contradictorias. Cuando nadie mira, la tierra se mueve.
Han dejado demasiados muertos tras de si, sin darles sepultura. Shaun está en alguna parte, tumbado como si estuviera durmiendo.
Por última vez, Judah carga rieles. Extrae los primeros que no han quedado atrapados por la roca nueva, bajo la mano en proceso de modificación, y luego conduce los carromatos de mulas a la cabecera para volver a ponerlas. Quedan dos protuberancias de hierro asomando en la niebla de roca.
Están observándolos: animales y plantas con ojos. La segunda noche, Judah habla con sus amigos alrededor de un fuego que, por alguna extraña influencia, despide una luz blanca. Uzman, Ann-Hari, Cañas Gruesas y los que han sido elegidos recientemente por los ingenieros, los zahoríes, los guardafrenos, los aguadores, las antiguas putas y todos los seguidores.
»Lo habéis conseguido, dice Judah. Uzman y Ann-Hari no pestañean al oír este halago. »Habéis conseguido que pasáramos. Y ahora estáis en este extraño lugar.
»Aún no ha acabado.
»No, ya lo sé. Pero todo saldrá bien. Seguro. Seguro. Tiene que haber un lugar más allá. Un lugar lo bastante lejano. No os seguirán. Llegaréis al otro lado del mundo. Donde habrá carne y fruta. Donde el tren podrá detenerse. Donde podréis cazar, pescar, criar ganado… no sé. Sabéis leer, y cuando hayáis leído los libros del vagón biblioteca escribiréis otros. Tenéis que llegar hasta allí.
»Pero, ¿qué lugar es éste? ¿Qué nos espera aquí?
»No lo sé. Será duro, pero lo conseguiréis. Judah no sabe por qué está hablando como un profeta. No es él quien habla; es la cosa de su interior, su bondad. »No os seguirán ahí. Apostaría mi dinero.
Se ríen al escuchar esto. Ahora el dinero es un ornamento. Todavía quedan quienes lo atesoran, pero para los niños no es más que papel. Un ornamento.
»Y Uzman tenía razón, aunque estaba equivocado, dice Judah. »Hay que llevar la noticia a Nueva Crobuzón. Pensadlo. Podría no enterarse nadie.
Hay un silencio.
»Podríais no decírselo a nadie, desaparecer sin más, y todos dirían que se acabó, que cuando estaban construyendo el ferrocarril, el tren desapareció. Los rehechos se amotinaron y se llevaron el tren. Seguro que no queréis eso. Los rehechos de la ciudad, los que están esperándoos, se merecen algo más.
»Algunos sí saben lo que ha pasado…
»Sí, pero, ¿sabrán hacer lo que hay que hacer? Seréis un rumor…, eso es inevitable…, ¿pero qué clase de rumor? ¿Queréis ser un rumor que no muera nunca? ¿Que importe? ¿Queréis que coreen el nombre del Consejo cuando vayan a la huelga?
Ann-Hari sonríe.
Judah dice:
»Yo volveré. Seré vuestro bardo.
Al principio, algunos dicen que es por cobardía. Que tiene miedo de cruzar con ellos los márgenes del cacotopos, pero la verdad es que nadie lo cree. Sienten que se marche.
»Necesitamos tus gólems, dice una mujer.
»¿Cómo puedes marcharte? ¿No te importa el Consejo, Judah?
Se vuelve al oír esto.
»¿Me preguntas eso?, dice. »¿Me preguntas eso de verdad? Los abochorna.
»Yo seré vuestro bardo. Yo lo contaré. No os mováis. El flash se dispara y todos los presentes parpadean.
En un lugar tan extraño, bajo la amenaza de la Torsión, bajo un cielo antinatural y la alteridad de la zona cacotópica, incluso con el humorroca tras ellos, hay algunos que quieren dejar el consejo.
»Algunos lo conseguirán, dice Judah. »Se convertirán en librehechos. No volverán a Nueva Crobuzón, no rehechos así.