El consejo de hierro (34 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: El consejo de hierro
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Sus dedos palpan entre las dimensiones. Sus miembros se vuelven invisibles y, salvando grietas de espacio demasiado grandes, atrapan a los gendarmes o les perforan la piel. Los trancos atacan con armas que existen en el otro plano que tocan, armas que aparecen solo un instante, con forma de flores púrpura o rostros de plata líquida, y cuando golpean a los gendarmes siegan sus cuerpos o los merman de diferentes formas, y los gendarmes gritan y tropiezan en ángulos de la tierra que nunca hubieran debido de estorbarlos.

Hay docenas de ellos, una auténtica banda de guerra. Entre sus filas cabalga el rehecho del cuerpo de lagarto al que enviaron a Nueva Crobuzón con un mensaje.

Los gendarmes emprenden la retirada, muertos o heridos de formas grotescas por las mazas espectrales de los trancos. Judah no ve a Weather Wrightby por ninguna parte. El explorador rehecho se mueve con las grandes zancadas de los lagartos de las llanuras. Los trancos le dan pequeños empujones y murmuran con sus bocas descarnadas, y él se ríe y les da palmadas y grita:»Ann-Hari, lo he conseguido. Han venido. Han hecho lo que tú dijiste. Los he encontrado.

¿De dónde sacó Ann-Hari el tiempo? Judah no puede imaginárselo. ¿Cuándo tuvo tiempo, cuándo lo supo, cuándo habló con aquellos que podían ser escogidos para hacer de exploradores, cuándo supo que tenía otros planes, cuándo sospechó que atacarían los gendarmes y mandó a buscar refuerzos? ¿Cómo supo dónde tenía que enviarlo?

El lagarto-montura explorador no ha cumplido la misión que se le encomendó. Tenía otra, una misión de Ann-Hari. Ha salvado al tren.

»¿Veis? ¿Veis? Ann-Hari no cabe en sí de gozo. »Sabía que los trancos odian al ferrocarril y a la FT.

»Les conté lo que me dijiste, le explica el hombre-lagarto. »Les dije lo que estaba haciendo la FT y les supliqué ayuda.

»Has actuado contra el consejo, dice Uzman. Ann-Hari sostiene su mirada y espera hasta que el silencio resulta incómodo, y entonces, en un ragamol de acento muy marcado, dice:»Nos vamos.

»Has actuado contra el consejo.

»Os he salvado.

La gente está reuniéndose a su alrededor.

»Este no es tu reino.

Ann-Hari parpadea. Le lanza una mirada de asombro. ¿
Hasta dónde llega tu estupidez
?, dice su rostro, pero espera un momento y vuelve a decir, lentamente:

»Nos vamos ahora mismo.

»Has actuado contra el consejo.

Judah interviene. Su voz lo sorprende a él mismo. Todo el mundo lo mira. Las piernas de un gólem de tierra se mueven tras él y sus inacabados talones repiquetean contra el suelo en una débil pataleta.

»Uzman, dice. »Tienes razón, pero escucha.

»Sin el consejo, ¿qué somos?, dice Uzman.

Judah asiente.

»Sin él, ¿qué somos? Lo sé, lo sé. No debería haber actuado por su cuenta. Pero, Uzman, ya has visto lo que ha pasado. No pensaban contenerse. Habían venido para acabar con nosotros, Uzman. ¿Qué íbamos a hacer?

»Necesitábamos órdenes, dice Uzman. »Necesitábamos a los sindicatos de la ciudad. Puede que hubieran venido…

»Ya es demasiado tarde, dice Judah. »Nunca lo sabremos, ¿verdad? Nunca lo averiguaremos. Tenemos que marcharnos. Ahora no podemos esperar.

»¿Quieres que nos convirtamos en librehechos?, dice Uzman. Prácticamente está gritando. »Yo soy un puto insurrecto, Judah ¿Quieres que huya como un bandido? Está furioso. Todavía se oyen disparos. »¿Quieres que escapemos a las putas colinas como si tuviéramos miedo? ¿Eso es lo que quieres? Que te jodan. Y a ti, Ann-Hari… Todo cuanto tenemos…

»No tenemos nada, dice Judah.

»Lo tenemos todo, dice Ann-Hari.

Se miran el uno al otro.

»No vamos a dejar lo que tenemos, dice Ann-Hari. Las piernas del gólem de Judah tiemblan. »No vamos a dejar nada. Nuestra sangre y nuestros músculos. Todos los muertos. Cada martillazo, la piedra, hasta el último bocado que comemos. Cada bala de cada arma. Cada latigazo. El mar que hemos llenado con nuestro sudor. Cada pedazo de carbón de las calderas de los rehechos y de la caldera del motor, cada gota de semen entre mis piernas y las piernas de mis hermanas, todo ello, todo ello está en ese tren.

Señala la oscuridad del túnel, donde el trabajo sigue adelante. »Todo ello. Hemos cambiado la historia. Hemos hecho historia. Hemos forjado historia en hierro y el tren la ha excretado detrás de sí. Ahora la hemos arado y roturado. Vamos a seguir, y nos llevaremos nuestra historia con nosotros, rehecho. Es nuestra única riqueza, lo es todo, es todo cuanto poseemos. Nos lo vamos a llevar.

Los huelguistas del consejo de hierro la respaldan. Ni siquiera Uzman puede hacer otra cosa.

Agitando las manos multi-planares, los trancos se despiden y se marchan. »Gracias gracias, grita Judah.

En el estómago de la montaña, el tren atraviesa el último velo de roca. El túnel, sumido hasta ahora en una oscuridad abisal, se llena a rebosar de luz.

El tren cruza sobre el puente esquelético que han tendido a toda prisa para él. Se estremece y se inclina. El puente se mueve. El tren se bambolea, embriagado. Judah no se atreve ni a respirar.

Empieza a moverse con más firmeza, a través de la apresurada aglomeración de vigas y listones. Pasa a gran altura sobre el terrorífico valle, exhalando humo, cruza los metros y metros de tembloroso pontón, hasta llegar a la estructura original, y entonces se detiene.

Ha cruzado. Está en tierra firme, al otro lado de las montañas.

Los rebeldes cruzan el endeble entramado. Los niños gritan mientras sus madres los sujetan con fuerza. Con cada ráfaga de viento la gente se detiene, pero al final llegan al otro lado sin que nadie se caiga.

Son los cactos, los humanos librenteros, una o dos khepri con su cabeza de escarabajo, los seguidores del campamento y los vagabundos, una bandada de dracos que vuela a baja altura mirándolo todo con entusiasmo perruno, y razas más extrañas, llorgiss renegados y hotchi mudos, y cientos y cientos de rehechos, en todas las formas que la carne puede adoptar. Son los fogoneros, ingenieros y guardafrenos, los antiguos administrativos, los pocos supervisores que cambiaron de bando a tiempo, los cazadores, los pontoneros, los exploradores y científicos que no han querido abandonar sus laboratorios, las prostitutas, los excavadores, los magos plebeyos, los calibradores de verdad y brujos de poca monta, los nómadas sin trabajo que revuelven entre la basura del ferrocarril y que ahora se han convertido en algo, y los cientos y cientos de peones que tienden las vías.

Su riqueza y su historia están embebidas en el tren. Es un pueblo en movimiento. Es su momento, en hierro y grasa. Lo controlan. El Consejo de Hierro. La marcha del consejo da comienzo.

Es el mismo movimiento que los ha llevado hasta aquí. Exactamente el mismo. Los carromatos de rieles y traviesas descargan su cargamento, y las cuadrillas los colocan en posición y los separan para que otros se lleven los rieles, los depositen en el suelo y descarguen sus martillazos con cuidadoso, ritmo, uno, dos, tres, ya. Por delante vuelan las cuadrillas de niveladores. Pero esta tierra extensa y llana solo tiene unas pocas extrusiones que se eliminan con facilidad, y ahora no arrasan todos los ornamentos de roca y naturaleza, como habrían hecho antes.

Es el mismo movimiento, y es totalmente nuevo. Su urgencia es embriagadora. Su velocidad aumenta en varios órdenes de magnitud. Las traviesas se colocan a mucha más distancia, la indispensable para que la vía aguante. Esas vías no durarán mucho. No es su propósito. El firme es apenas un bosquejo, un fantasma en la tierra. El tren gatea como un niño.

A medida que los rieles van quedando atrás, liberados del peso del tren, los hombres y las mujeres vuelven a recogerlos. Los cargan en mulas que los llevan más allá de los furgones de carga y los vagones taller, donde se almacenan muchos centenares, más allá de la vía y del propio tren, hasta la vanguardia, bajo la luz de las lámparas que sirven como ojos del motor. Y allí los descargan. Y los peones vuelven a colocarlos.

Kilómetros de vías, reutilizadas, reutilizadas. Es el futuro del tren y su presente, y emerge como historia, un poco más gastado, para volver a ser tendido y convertirse en otro futuro. El tren lleva su vía consigo, recogiéndola y volviendo a tenderla: una fracción, un momento de vía. Ya no es una línea trazada en el tiempo, sino algo contingente y fugaz, recurrente bajo el tren, cuyo único legado es su huella.

Se mueven a una velocidad que eclipsa sus mejores marchas. Hasta ahora su récord era kilómetro y medio al día, y ahora lo superan varias veces. La enorme rehecha a la que no dejaban acercarse a la vía es bienvenida ahora, porque es capaz de clavar un remache de un solo martillazo. Las vías se tienden, se levantan, se tienden, se levantan. Sobresalen varios cientos de metros por delante y por detrás del tren.

»Los gendarmes se acercan.

Judah se marcha con los demoledores.

»Quiero hacerlo con un gólem, dice. Toca el endeble puente, envía su poder a través del metal, lo dota de a-vida. Nadie le escucha. »Quiero convertir esta vía en un gólem. Quiero que los rieles sean sus conductores.

Oye el crujido del metal desplazado cuando las vías tratan de estirarse y transformarse en un gigante. Se estremece. No tiene tanta fuerza. Sus compañeros suben al tembloroso puente y cruzan a la oscuridad del túnel. No es un gólem lo que preparan, sino una intervención.

Judah se reúne con el tren, que prosigue su avance por la llanura que precede a Mar de Telaraña. Pero ahora está desviándose. Hay un comité popular, un grupo delegado o una banda de alborotadores insistentes que dirige a los peones desde la sombra del tren. Se apartan de la línea invisible que se dirige a la voluble ciudad. A golpes de mazo, empleando toda su experiencia, el tren perpetuo vira. Judah ayuda a las cuadrillas a recoger los últimos rieles y vuelve a la cabecera. Las vías están girando.

El tren perpetuo se desvía hacia el oeste-noroeste. Hacia un paraje en el que no hay nada, un lugar nuevo que nadie ha cartografiado. Judah está sin respiración.

(Mucho más tarde escucha el crujido de las explosiones. Se imagina el puentecillo, plegándose sobre sí mismo, transformado en palillos. Se imagina al tren de los gendarmes, retorciéndose hasta besar su propia cola, lanzando hombres y pertrechos al vacío, dividiéndose y cayendo al fondo del barranco. Piensa en el plan de Bill Grasa y en los restos que dejará la catástrofe sobre el lecho del río seco. El tren y el armazón del puente se posarán, y acabarán por convertirse en fósiles de madera y metal.)

El tren perpetuo se ha vuelto salvaje. El consejo de hierro es ahora un renegado.

La primavera empieza a anunciar el verano y el tren perpetuo sufre el acoso de insectos que Judah no ha visto antes, insectos que parecen lámparas de papel plegado o diminutos monjes con capucha. Su icor es rojo sangre.

Judah carga rieles. Desarma el pasado y se lo lleva a cuestas. El ejército de seguidores del tren tiene de repente una misión. Armados con azadones, roturan la tierra por donde han pasado las vías.

Es un camuflaje ineficaz. No pueden pasar sin dejar marcas indelebles. Harán falta años de sedimentos depositados sobre la tierra, años de conejos y zorros cruzándola con sus propias sendas, años de lluvias y vientos para que la costra dejada por el tren perpetuo desaparezca.

Hay mucho que hacer. No es fácil huir.

Todos los días varios kilómetros. Giros bruscos de los rieles reutilizados y reutilizados para que aquel pedazo de vía sortee los obstáculos —lagos, rocas, densos bosques—. Las cuadrillas de niveladores llenan los sumideros de escombros. Tras el tren hay una nube de polvo. El tren se encuentra en un bosquecillo ralo que ha estado esperando a que la vía lo llenara, y el consejo de hierro ha salido a su encuentro.

»Necesitamos más planificación. Necesitamos exploradores, cazadores, necesitamos agua. Hay que trazar una ruta.

»¿Pero adónde vamos, entonces?

»Hermanos, hermanos…

»Yo no soy tu hermano, grita una mujer.

»Muy bien, maldita sea, hermanas entonces, y todo el mundo se echa a reír. »Hermanas, hermanas…

»No van a detenerse, ya lo sabéis. Es Uzman. Todos se callan. »No es una broma. Es peligroso. Hermanos… Hermanas… Nos hemos enfrentado a Weather Wrightby. Nunca lo olvidarán. Nos darán caza.

Brota vapor de sus chimeneas.
Nunca nos has querido aquí
, piensa Judah.
La cosa no ha salido como esperabas. Querías que nos quedásemos. En tus bonitos sueños de insurrección nos uníamos a los sindicatos, que acudían a salvarnos. Y aún no has abandonado la idea. Pero preferirías que las cosas hubiesen salido de otra manera
.

Uzman es un buen hombre.

»No son solo los gendarmes. La FT va a ponerle precio a nuestras cabezas. Les hemos robado el tren. Les hemos robado la vía, joder. ¿Creéis que van a dejarlo estar?

»Todos los cazarrecompensas de Rohagi vienen en este momento hacia aquí. Y, por el esputo de los dioses, ¿creéis que la ciudad va a dejarlo estar? Se hace un silencio completo, interrumpido solo por el golpeteo de los insectoscontra la lámpara. »La vía era también de Nueva Crobuzón y nos la hemos llevado. ¿Creéis que van a permitir que los rehechos escapen y encuentren un hogar en la campiña? La milicia también vendrá a buscarnos. La milicia.

»Vendrán en aeronaves. Vendrán por tierra. ¿Pensáis que van a dejar que nos establezcamos, que fundemos una puta arcadia de librehechos? Volverán con el tren engalanado con nuestras cabezas. No se trata de encontrar un pequeño valle a diez, a cincuenta, a doscientos kilómetros de aquí. Si lo hacemos… tenemos que irnos.

»Tenemos que desaparecer. Traedme un mapa, joder. ¿Comprendéis lo que hemos hecho aquí? ¿Lo que somos ahora?

Una dispersa turba de rehechos. Una ciudad de rehechos y sus amigos xenianos y librenteros. Ladrones y asesinos, violadores, vagabundos, estafadores, mentirosos. »Parecéis tallados, dice Uzman con un asombro que todos perciben de repente. »Pedazos de madera de tamaño humano, obra de los dioses. Lo miran pestañeando a la sombra del tren que han robado.

Con solo tres días de desviación de su ruta planeada, el consejo de hierro cruza la frontera de los mapas. Esta es una tierra extraña. Las Planicies Medianas. Las tierras salvajes de Rohagi.

Los dracos más inteligentes son enviados a parajes vacíos que, pequeñas criaturas urbanas como son, los llenan de inquietud. Deben buscar a los cazadores que aún no han vuelto, a los aguadores que han salido en sus carromatos a buscar manantiales. A los exploradores que regresarán sin encontrar otra cosa que una carnicería donde antes se levantaba el túnel. Contemplarán los cadáveres del tren de los gendarmes, enmohecidos y secados por el sol, y dirán,»¿Qué ha pasado aquí? El consejo de hierro envía a los dracos a reunir a los suyos.

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