—Alex, por favor...
—Pero, tío, ¿de qué cono me hablas? No, ahora en serio... ¿Tú estás bien de la cabeza? ¿Estás seguro de que no tienes nada roto? No se te habrá olvidado ponerte el casco en la obra, ¿no?
—¿Diga?
—Y encima el vertedero...
—¡Enseguida voy! —gritó, apartándose un momento del teléfono—. ¡Empezad sin mí! Pero ¿qué vertedero? ¿Qué...? ¿Charles?
—Sí.
—Después de todo este tiempo... Tengo que confesarte algo muy importante...
—Te escucho.
Carraspeó solemnemente.
Charles se tapó el otro oído.
—Cuando la gente está muerta, pues bien... ya no ve nada...
Qué cabrón. Fingir que le iba a hacer una confidencia para engañarlo y descojonarse de él. Era típico suyo.
Charles colgó.
Todavía no estaba en la pasarela de embarque y ya sintió que se abría el vacío bajo sus pies: se le había olvidado preguntarle lo más importante.
* * *
Les sirvieron una copa de champán y aprovechó para tomarse un somnífero y medio. Un cóctel estúpido, lo sabía de sobra, pero había hecho ya tantas estupideces que por una más-Desde hacía varias semanas su vida no había sido más que una serie de efectos secundarios no deseados, y aun así la máquina había aguantado, así que... En el mejor de los casos, se quedaría roque al cabo de unos minutos, y en el peor, iría a inclinarse sobre la taza del váter. Anda, sí, no estaría mal vomitarlo todo... Se abrió otra botellita de champán.
Al sacar sus papeles, el sobre de sus padres cayó al suelo y fue a parar debajo de su asiento. Muy bien. Ahí se quedaba. Ya había tenido bastante. Nadie se había muerto de hacer el ridículo, de acuerdo, pero con todo llegaba un momento en que más valía parar el carro. Ya no soportaba aquello en lo que se había convertido: un hombre complaciente.
Hala, hala. A la porra con todo eso. A la porra los recuerdos, la debilidad y los lloriqueos. ¡Necesitaba aire!
Se aflojó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa.
En vano.
Pues ese aire, Charles lo ignoraba, estaba
presurizado
.
Cuando despertó, había babeado tanto que tenía el hombro de la chaqueta empapado. Consultó el reloj y no dio crédito: pese al Lexomil, no había dormido más que una hora y cuarto.
Setenta y cinco minutos de tregua... Eso era lo que le había correspondido, nada más.
Su vecina llevaba un antifaz. Charles encendió su lamparita de lectura, se contorsionó para recoger el sobre, sonrió al volver a ver los fantásticos tatuajes en sus antebrazos de marineritos, se preguntó quién se los habría dibujado y cerró los ojos. Si... Su madre tenía razón... Era él... Ese personajillo con el pelo teñido... Charles rebuscó en su memoria su rostro, su nombre, su voz. Lo encontró delante de la verja del colegio y volvió a la casilla de salida.
Nosotros también.
SEGUNDA PARTE
1
—¿Es el del 6A?
—Sí...
—¿Qué le pasa?
—Yo qué sé, un ataque de nervios... ¿Te queda hielo? —le contestó la azafata a su compañera, que esperaba pacientemente al otro lado del carrito.
En algún lugar por encima del océano, uno de sus pasajeros se había desabrochado el cinturón de seguridad.
Sollozaba y se ocultaba entero detrás de una mano.
—
Are you al right?
—le preguntó preocupada su vecina.
Charles no la oyó, absorto como estaba, zarandeado en su propia zona de turbulencias; se levantó, saltó por encima de ella, sujetándose a los reposacabezas, pasó al otro lado de la cortinilla de separación, vio una hilera de asientos vacíos y se desplomó.
Fin de la
business class
.
Se arrimó a la ventanilla y la llenó de vaho.
Le mandaron a un
steward
.
—¿Necesita un médico, señor?
Charles levantó la cabeza, trató de sonreírle y le soltó su estocada secreta de mierda. —El cansancio...
El otro se quedó tranquilo con esa respuesta, y lo dejaron en paz.
Pocas veces ocurre que se elija una expresión con tan poco tino.
¿En paz? Pero ¿cuándo había vivido él en paz?
La última vez, tenía seis años y medio y subía por la calle Berthelot con su nuevo amigo.
Un niño de su clase que se llamaba Le Men, así, en dos palabras separadas, y que acababa de mudarse justo al lado de su casa. Se había fijado en él desde el primer día porque llevaba la llave de su casa colgada al cuello.
En aquella época era la pera llevar la llave de casa colgada al cuello. Lo admiraban a uno como a un hombre en el patio del recreo...
Ya había ido a merendar a su casa varias veces, pero esa vez le tocaba a Charles, y Alexis había dicho, descalzándose:
—¿Sabes?, no podemos hacer ruido porque mi mamá está durmiendo...
—¿Ah, sí?
Charles estaba impresionado. ¿Una mamá podía dormir por la tarde?
—¿Está malita? —preguntó en voz muy baja. —No, es enfermera, pero como sale de casa por la mañana muy temprano, suele dormir la siesta... Mira, la puerta de su habitación está cerrada... Es nuestro código-Todo eso le pareció tremendamente novelesco. Porque jugar así era más juego todavía. Jugar con sus cochecitos sin hacer que chocaran entre sí, susurrar agarrando al otro de la manga y cortarse ellos mismos las rebanadas de bizcocho.
Los dos, solos en el mundo y dando un respingo al menor
pshhh
de la gaseosa-Sí, por aquel entonces lo de vivir en paz ya estaba en entredicho, porque cada vez que Charles pasaba delante de esa puerta sentía que le latía el corazón. Un poco. Era como si detrás se ocultara la Bella Durmiente, o una princesa muy, muy cansada, condenada, ¿desfigurada tal vez?... Charles andaba de puntillas, contenía la respiración y se dirigía a la habitación de su amigo colocando los pies exactamente sobre las tablillas del parqué para no caer.
Ese pasillo era un puente colgante sobre un río con cocodrilos.
Volvió más veces y, siempre, esa puerta cerrada lo fascinaba.
Debía de preguntarse si no estaba muerta en realidad. Quizá Alexis le mentía... Quizá se las apañaba siempre solo y no comía más que dulces...
¿Quizá se parecía a esas estatuas que salían en su libro de Historia?
¿Quizá estaba cubierta por un velo duro del que le asomaban los pies?
Pero no, no podía ser, puesto que la mesa de la cocina siempre estaba desordenada... Tazones de café y crucigramas empezados, horquillas con pelos enganchados, mondaduras de naranja, sobres rotos, migas...
Y Charles observaba a Alexis limpiar todo aquello como si fuera lo más natural del mundo vaciar los ceniceros de su mamá y doblarle los jerséis.
Su amigo, entonces, ya no era el niño al que la profesora había castigado en un rincón unas horas antes, era...
Era raro. Hasta le cambiaba la cara. Estaba más erguido y contaba las colillas con el ceño fruncido.
Aquel día, por ejemplo, había roto el silencio, meneando la cabeza de lado a lado.
—Pfff... Qué asco.
Había tres colillas plantadas en un yogur recién empezado.
—Si quieres —añadió, confuso—, tengo un nuevo bolón... Uno de los grandotes... Está en mi mesilla de noche...
Charles se quitó los zapatos y se marchó en expedición.
Vaya, vaya... La puerta estaba abierta de par en par... A la ida apartó la mirada, pero, a la vuelta, no pudo evitar echar una ojeada.
Las sábanas habían resbalado y se le veían los hombros. Y hasta la mitad de la espalda, incluso. Charles se quedó inmóvil. Tenía la piel tan blanca y el pelo tan largo-Tenía que alejarse, debía alejarse,
iba
a alejarse, cuando ella abrió los ojos.
Qué guapa era... Tan guapa como las mujeres que salían en las historias que le contaban en catequesis... Silenciosa e inmóvil, pero como con una especie de luz alrededor.
—Anda... Hola... —dijo, incorporándose ligeramente para apoyar la barbilla en la palma de la mano.
—Eres Charles, ¿verdad?
No pudo contestarle porque se le veía un trocho del... Bueno, de los...
No pudo contestar y se marchó corriendo.
—¿Qué haces? ¿Te vas?
—Sí —balbució Charles, luchando con la lengüeta de un zapato—, tengo que hacer los deberes.
—¡Oye! —exclamó Alexis—, pero si mañana no hay clase...
Pero la puerta ya se había cerrado.
2
Olvidemos esta historia de paz arrebatada o condenada. Una afirmación demasiado vehemente para ser sincera. Por supuesto que Charles, una vez en la calle, se arrodilló, se puso bien el zapato, pasó la lazada grande alrededor de la pequeña y se marchó tan tranquilo.
Por supuesto.
De hecho ahora la historia le hacía sonreír. Sí, vaya una Virgen María...
Le hacía gracia el niño que era entonces, iluminado y tocado por la gracia pero no obstante perplejo. Sí, perplejo. Vivía rodeado de chicas pero nunca habría imaginado que la punta era de otro color...
No, no había perdido la paz, había ganado una especie de agitación, una turbación que crecería con él y se alargaría al compás de los dobladillos de sus pantalones. Que taparía sus arañazos, le ceñiría las caderas y se ensancharía hacia abajo. La aplanaría la plancha de su madre y la desaprobaría la elegancia de su padre. Más tarde se deshilacharía. Se quedaría hecha un burruño y se llenaría de manchas. Y después ganaría en madurez y, por lo tanto, en calidad, tendría una raya impecable, y también vueltas, exigiría limpieza en seco y terminaría arrugada sobre la grava de un cementerio cutre y feo.
Reclinó el asiento para atrás dando gracias al cielo.
Al final, pensándolo bien, era una suerte estar en un avión. Volar tan alto, haberse tomado un somnífero, estar en ayunas, haberse reencontrado con ellos, acordarse del perfume barato de Nounou, haberlos conocido, que lo hubieran querido y no haberse recuperado nunca de ello.
En aquella época, era una señora, pero hoy sabe muy bien que no. Hoy sabe que debía de tener veinticinco o veintiséis años, y esa historia de edades —que entonces tanto lo había preocupado— le daba por fin la razón, a él: eso nunca había tenido la más mínima importancia.
Anouk no tenía edad porque no entraba en ninguna casilla y se debatía demasiado para dejarse circunscribir.
A menudo se comportaba como una niña. Se acurrucaba en medio de sus juegos de construcción y se quedaba dormida en pleno paso de un tren de mercancías. Se enfurruñaba cuando llegaba la hora de hacer los deberes, imitaba la firma de su hijo, suplicaba justificantes, podía pasarse días sin hablar, se enamoraba de cualquier manera, se tiraba noches enteras esperando a que sonara el teléfono sin dejar de mirarlo con rabia, los exasperaba a fuerza de preguntarles si la encontraban guapa, no, pero... guapa de verdad, y terminaba por echarles la bronca porque no había nada para cenar.
Pero otras veces, no. Otras veces salvaba a gente, y no sólo en el hospital. Gente como Nounou y tantos otros que la veneraban como al más fuerte de todos los ídolos.
No le daba miedo nada ni nadie. Se apartaba un paso cuando se le venía el mundo encima. Encajaba los golpes. Luchaba. Aguantaba. Ponía ojitos, apretaba los puños o hacía un corte de mangas según el tipo de enemigo, terminaba por comprender que se había quedado sin línea, colgaba el teléfono, se encogía de hombros, se volvía a maquillar y se los llevaba a todos a comer fuera.
Sí, la edad, o la diferencia de edad eran desde luego los únicos números que se le habían resistido a este alumno tan aplicado. Una inecuación que se había quedado en el margen del cuaderno... Demasiadas incógnitas... Sin embargo recuerda cuánto lo marcó su rostro la última vez. Pero no eran sus arrugas o sus canas lo que lo desconcertaron, era... su abandono.
Algo, alguien, la vida habían apagado la luz.
Le ofrecieron un café, una aguachirle infame que aceptó encantado. Se llevó a los labios el plástico muy caliente, apoyando la frente contra la ventanilla, observó el temblor del ala, trató de distinguir las estrellas de las luces de los otros aviones, atrasó su reloj y siguió hendiendo la noche.
* * *
La segunda foto la había sacado él... Lo recuerda porque su tío Pierre acababa de regalarle esa cámara Kodak Instamatic con la que llevaba tanto tiempo soñando, y se había remangado la túnica para estrenarla.
Alexis y él acababan de hacer la primera comunión, y todo el mundo se había reunido en el jardín familiar. Bajo el cerezo que habían talado la semana anterior, precisamente... Su tío debía de estar dándole la tabarra con que primero tenía que leer las instrucciones, comprobar la luz, meter el carrete y... lo primero de todo: ¿te has lavado las manos? Pero Charles no lo escuchaba: Anouk ya estaba posando.
Se había encajado un mechón de pelo entre la nariz y el labio superior y, haciendo muecas, parecía mandarle un enorme beso bigotudo por debajo de su pamela de paja.
De haber sabido que observaría tan de cerca esa foto varias vidas más tarde, habría escuchado mejor los consejos de su tío... Estaba mal encuadrada y la luz dejaba bastante que desear, pero bueno... Era ella, al menos... Y si estaba borrosa era porque estaba haciendo el ganso.
Sí, Anouk hacía el ganso. Y no sólo para la foto. No sólo para salvar a Charles del pesado de su tío. No sólo porque hacía bueno y se sentía segura posando para alguien que la quería. Se reía, lamía el vaso cuando la espuma se desbordaba, les lanzaba caramelos e incluso se había hecho unos dientes de vampiro con guirlache, pero era... para divertirse... para olvidar y, sobre todo, para conseguir que todos olvidaran que su única familia aquel día, los únicos seres humanos con los que más tarde podría decir «que sí, hombre... era cuando la primera comunión del niño, ¿es que ya no te acuerdas?» y que habían hecho de padrinos improvisados a la hora de firmar el registro eran una compañera de trabajo y un vejestorio con el pelo más cardado que nunca...