—¿Balanda? ¡Anda, pero si ya no creía que me fueras a llamar! ¡Pues claro que te espero!
Philippe Voernoodt era un amigo de Laurence. Un tipo que había hecho fortuna en el sector inmobiliario... O en el de internet... ¿O en el sector inmobiliario por internet, tal vez? Bueno, en fin, un tío que conducía un coche grotesco y probablemente ya no tenía tiempo de ir al dentista porque se pasaba el rato toqueteando su agenda electrónica con un mondadientes húmedo.
Cuando le daba palmaditas amistosas en la espalda, Charles siempre encogía varios centímetros y no podía evitar preguntarse si esa mano, desde luego fuerte pero un poco corta, se había posado alguna vez más alto que en el antebrazo de su amada...
Algunas miradas lo habrían convencido casi, pero cuando lo vio salir esa tarde de su bunker metalizado con el auricular del móvil colgado de la oreja, le dedicó una sonrisita tierna.
No, se tranquilizó a sí mismo, no, Laurence tenía demasiado buen gusto.
Se habían citado en la zona norte de París en una antigua imprenta que http.Voernoodt.idiota.com había comprado por cuatro perras (por supuesto...) y quería transformar en un loft sublime (bis). Unos años antes, Charles ni siquiera se habría desplazado. Ya no le gustaba trabajar para particulares. O elegía sólo a aquellos que lo inspiraban. Pero ahora, en fin... los bancos... Desde entonces los bancos lo habían obligado a dejarse de caprichos y le traían por la calle de la amargura. Y cuando encontraba un particular lo bastante rico y megalómano para ayudarlo a pagar sus gastos, se metía la coquetería en el bolsillo y sabía seguirle el rollo hasta la hora de presentarle el presupuesto.
—¿Y bien? ¿Qué te parece?
Era un lugar maravilloso. Los volúmenes, la luz, la densidad, el eco del silencio incluso, todo era... recto.
—Y lleva abandonado así desde hace diez años —precisó el otro, aplastando la colilla contra el suelo de mosaico.
Charles no lo oyó. Le parecía más bien que era la hora de la comida y que de un momento a otro volverían todos, encenderían otra vez las máquinas, acercarían los taburetes, abrirían centenares de cajetines extraordinarios, levantarían ese bidón de tinta del rincón, echarían una ojeada al enorme reloj de pared con su cerco de plomo que los dominaba, y el trabajo reemprendería con un estruendo infernal.
Se alejó un poco más y fue a echar un vistazo por la ventana del despacho.
Los tiradores de los cajones, los respaldos de las sillas, la madera de los tampones, las tapas de los albaranes, todo allí tenía ese hermoso aspecto pulido que dan el paso de los años y el roce de las manos.
—Bueno, ahora no se ve muy bien por todo el desorden, pero imagínatelo una vez limpio... Una superficie de la hostia, ¿verdad?
Charles admiró una herramienta, una especie de lupa muy extraña que se echó al bolsillo.
—¿Verdad? —insistió el otro, y tintinearon las llaves de su 4x4.
—Sí, sí... Una superficie de la hostia, como tú bien dices...
—Bueno, ¿y cómo lo ves entonces? ¿Tú cómo lo harías?
—¿Yo?
—Sí, claro, tú... ¡Hace meses que te espero, a ver qué te crees! ¡Y mientras tanto no hay quien me quite de encima al fisco con su impuesto sobre propiedades! ¡Jajá!-(Se rió.)
—Yo no haría nada. No tocaría nada. Viviría en otro lado y vendría aquí a descansar. A leer. A pensar...
—¿Estás de coña?
—Sí —mintió Charles.
—Oye, tú estás un poco raro hoy, ¿no?
—El desfase horario. Bueno... ¿tienes planos?
—En el coche...
—Bien. Bueno, pues entonces ya podemos irnos...
—Irnos ¿adónde?
—Marcharnos de aquí.
—Pero ¿no vas a dar una vuelta?
—Una vuelta ¿por dónde?
—Pues no sé... Por fuera...
—Ya volveré.
—Pero... si ni siquiera me has preguntado lo que quería...
—Oh... —suspiró Charles—. Pero si ya sé lo que quieres, hombre... Quieres que quede un poco salvaje, natural, justo lo necesario, pero sin sacrificar la comodidad. Quieres suelos de hormigón, o de madera un poco tosca, en plan suelo de vagón, quieres una pasarela con el suelo de cristal y barandillas de acero cromado; allí quieres una cocina
hi-tech
, muy en plan cocinero profesional, del estilo de las cocinas Boffi o Bulthaup, me imagino... Quieres lava, granito o pizarra. Quieres luz, líneas puras, materiales nobles y que respeten el medio ambiente. Quieres un gran despacho, estanterías a medida, chimeneas escandinavas y seguramente una sala de proyección, ¿no? Y para el exterior tengo el paisajista que necesitas, un tipo que te hará un jardín
en movimiento
, como dicen ellos, con semillas de comercio justo y un sistema de regadío integrado. E incluso una de esas piscinas de precio exorbitante que salvan el honor. Ya sabes, en plan salvaje y natural pero cómoda a la vez...
Acarició las viguetas.
—Sin olvidar el
pack
«domótica, sistema de alarma, apertura con código, cámara de seguridad integrada y verja automática», por supuesto...
—¿Me equivoco?
—Pues... no... pero ¿cómo lo has adivinado?
—Bah...
Charles ya había salido del edificio y se prohibía volver la cara hacia la sangría que estaba por venir.
—Es mi trabajo.
Esperó mientras el otro se ponía nervioso con la cerradura (socorro, hasta el llavero tenía todo el peso de la elegancia...), luego contestó al auricular que tenía en la oreja, fustigó a sus empleados y por fin le tendió las llaves.
—Pero y esta cosa ¿para cuándo me la puedes hacer?
«Esta cosa», desde luego era la expresión adecuada.
—Dime tú...
—¿Para Navidad?
—No hay problema. Para entonces tendrás tu bonita cuadra...
Su nuevo cliente lo miró mal. Debía de estar preguntándose si lo tomaba por un burro o por un buey.
Charles le estrechó vigorosamente esa mano tan cortita que tenía y se dirigió hacia su coche, acariciando al pasar la verja con la otra mano.
Se le quedaron trozos de pintura incrustados debajo de las uñas.
Bueno, al menos se ha salvado este poquito de pintura, pensó, dando marcha atrás con el coche.
Entre los intereses de los rusos, los de los bancos y los de ese cretino, a juego con todos los demás, tenía material suficiente para mascullar todo el trayecto hasta su casa. Y menos mal, porque estaba en plena hora punta.
Qué...
Qué extraña era la vida...
Tardó un momento en darse cuenta de que era la radio lo que lo estaba poniendo de tan mal humor. Cerró la boca a esa audiencia a la que en mala hora se le había dado la palabra y se apaciguó con una emisora que sólo ponía música de jazz sin interrupciones.
Bang bang, my baby shot me down
, se lamentaba la cantante de voz melosa. Bang bang, demasiado fácil, replicó él.
Demasiado fácil.
«Eres demasiado inteligente...» Pero ¿qué quería decir eso exactamente?
Sí, calculaba el mundo. Sí, buscaba la salida. Sí, volvía a casa cuando los demás revolvían el armario para encontrar una camiseta limpia que ponerse. Sí, me esforzaba por hacerle figuritas de papel muy complicadas que escondían siempre mentiras entre los pliegues y seguía viendo a Alexis, aguantándolo y dejándole que me comiera vivo, con el único objetivo de poder decirle «Está bien» entre un sorbo de vino y una sonrisa que, entonces, ya no me estaba destinada.
Está bien. Me ha robado, me roba y me volverá a robar. Ha robado a mis padres y traumatizado a mi abuela para ponerse hasta arriba, pero está bien, te lo prometo.
Pero mi abuela no. Se murió de ello, creo. Era una anciana que tenía la debilidad de aferrarse a sus recuerdos-Pero... ¿acaso no estaba él haciendo lo mismo? ¿Acaso no se estaba dejando aniquilar por un puñado de cachivaches polvorientos?
Valiosos, tal vez, pero ¿qué valor tenían hoy?
¿Qué valor?
Bang, bang, en la parada de Porte-de-la-Chapelle, tan cerca de su objetivo y tan lejos de su casa, Charles sintió, y fue una sensación física, que había llegado la hora de mandar todo aquello al garete de una vez por todas.
Perdón, pero ya no puedo más.
Ya no se trata de cansancio, no, esto ya es... hastío.
Cuan vano es todo.
Ya veis... Sigo siendo ese pobre tipo que revisa con atención su examen, paga el alquiler por adelantado y se deja la vista en su mesa de dibujo. Y, sin embargo, he intentado creeros. Sí, he intentado comprenderos y seguiros, pero... para llegar ¿adonde? ¿A un atasco tras otro?
Y tú, Alexis, tú que me trataste con tanta arrogancia la otra noche, con tu Corinne, tu casita de campo y tus zapatillas de fieltro, te dabas menos aires cuando fui a recogerte a la comisaría del distrito XIV, ¿eh?
No, no te acuerdas de nada, claro, pero vuelve a pasarme tu contestador un momento para que te describa la mierda que eras entonces... Tardé siglos en volver a vestirte aguantando la respiración y cargué contigo hasta el coche. Cargué contigo, ¿me oyes? Cargué contigo, no es que te apoyaras en mí para caminar. Y llorabas, y me seguías mintiendo. Y era eso lo peor. Que sigues, después de todos estos años, después de nuestros juramentos de niños y la fuerza de los Jedi, después de Nounou y de la música, y de Claire, y de tu madre, y de la mía, después de todos esos rostros que ya no reconozco, después de todo lo que has destrozado a mi alrededor, sigues contándome milongas.
Terminé por pegarte para que te callaras por fin la boca y te dejé en las urgencias del hospital Hôtel-Dieu.
Por primera vez, no me quedé contigo, y luego me hice reproches a mí mismo, ¿sabes?
Sí, me reproché a mí mismo no haber dejado que la palmaras esa noche...
Te has recuperado, parece. Ahora eres lo bastante fuerte para enviar cartas anónimas, para meter a tu madre en un vertedero y para reírte en mi cara. Mejor para ti, mejor para ti. Pero ¿quieres que te diga una cosa? Cuando pienso en ti sigo sintiendo ese olor a meado.
Y a pota.
No sé de qué habrá muerto Anouk, pero recuerdo aquel domingo por la tarde en que fui a veros antes de volver a mi colegio interno...
Debía de tener la edad de Mathilde, pero, por desgracia, era mucho menos listo que ella... No tenía su humor mordaz. Todavía no me había enseñado a desconfiar de los adultos ni a entrecerrar los párpados cuando la vida se acercaba disimulando. No, yo era un niño todavía. Un niño obediente que os llevaba restos de tarta y recuerdos de parte de su mamá.
Hacía tiempo que no os veía y me desabroché los botones de arriba de la camisa antes de llamar a vuestra puerta.
Estaba tan contento de escapar unas horas de mi santa familia para ir a respirar unas bocanadas de vosotros. Sentarme en vuestra cocina patas arriba, calibrar el humor de Anouk según el número de pulseras que llevara ese día, oírla suplicarte que nos tocaras algo, saber de antemano que le dirías que no, hablar con ella, doblarme bajo el peso de sus preguntas, dejar que me tocara el brazo, los hombros, el pelo y bajar la cabeza cuando añadiera pero cuánto has crecido, qué guapo estás, cómo pasa el tiempo, pero... ¿por qué?, y acechar el instante en que mencionaría a Nounou llevándose la mano a la muñeca con un gesto mecánico para apaciguarla, antes de tocarse la frente y volver a reírse. Tener la certeza de que pronto cederías y te desplomarías de cualquier manera sobre el primer sillón que pillaras para secundar nuestros cotilleos y dar más consistencia a nuestros silencios...
No podíais saberlo, no lo supisteis nunca, pero ¿qué me quedaba allí en ese colegio donde las tardes eran tan largas, la promiscuidad, tan molesta y los vigilantes, tan estúpidos? Vosotros.
Mi vida erais vosotros.
No. No habríais podido comprenderlo. Vosotros que nunca habíais obedecido a nadie e ignorabais el sentido mismo de la palabra disciplina.
¿Quizá os haya idealizado? En todo caso es lo que me decía, y reconoced que era tentador... Trataba de persuadirme de ello, os contaba tonterías, experimentaba con vosotros el
sfumato
del gran Leonardo, que era entonces mi ídolo absoluto, y frotaba sobre mis recuerdos para difuminaros hasta el momento en que, habiendo recuperado el lugar reservado para mí en vuestra mesa, y arañando con los dedos minuciosamente vuestro hule hecho polvo mientras os escuchaba pelearos, sentía que mi corazón volvía a latir.
La sangre.
Volvía a circular la sangre por mi cuerpo.
—¿Por qué sonríes con esa cara de tonto? —me preguntaba Alexis.
¿Por qué?
Porque volvía a sentir tierra firme.
Hacía quince años que me explicaban, dos jardines más adelante en esa misma calle, que la vida no era sino una sucesión de deberes y flagelaciones de todo tipo. Que no había nada adquirido de antemano, que todo había que merecérselo, y que el mérito, ¡hablemos del mérito!, se había convertido en una noción muy azarosa en una sociedad que ya no respetaba nada, ¡ni siquiera la pena de muerte! Mientras que vosotros, vosotros... Sonreía porque vuestra nevera siempre vacía, vuestra puerta siempre abierta, vuestros psicodramas, vuestras estrategias que no valían para nada, vuestra filosofía de bárbaros, esa certeza de que aquí abajo no había nada que atesorar y que la felicidad era el instante presente, el aquí y ahora, delante de un plato de lo que fuera mientras uno se lo comiera con ganas, me demostraban exactamente lo contrario.
Para Anouk, nuestro único mérito era no estar ni muertos ni enfermos, y el resto no tenía ninguna importancia. El resto ya vendría por sí solo. Comed, niños, comed, y tú, Alexis, para un minuto de atronarnos con los cubiertos, tienes toda la vida para hacer ruido.
Pero aquel día, después de llamar varias veces y justo cuando ya iba a dar media vuelta, oí una voz que no reconocí:
—¿Quién es?
—Caperucita Roja.
—...
—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay alguien en casa?
—...
—¡Os traigo una jarrita de miel y un buen trozo de pastel!