El Consuelo (21 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

BOOK: El Consuelo
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I sing just to know that I'm alive
.
Sí.
Él. Él estaba vivo.
Bajó un poco el fuego, puso la mesa, se duchó, se afeitó, se sirvió una copa de vino y se acercó a los bailes pensando en la imprenta del tonto de Voernoodt.
Después de todo, tampoco era tan grave... Por una vez, trabajaría sin tener que atenerse a un presupuesto, sin desfase horario y sin dramas. Qué lujo... Recordó esa expresión de tipógrafos enfadados que tanto le había gustado: querer mandarlo todo al garete era amenazar con «cagarse en el cajetín de los apóstrofos». Bueno, les prometía no atinar tanto con la puntería.
Salvar al menos la luz...
El vino era perfecto, la olla a vapor siseaba, y Charles escuchaba a Sibelius mientras esperaba a que volvieran dos bonitas parisinas. Todo iba bien.
Faltaba poco para el final de la
Sinfonía
n.° 2
, silencio.
Silencio dentro de su cabeza.

 

* * *
Lo despertó el frío. Gimió, ay, su espalda, y tardó unos segundos en comprender dónde estaba. La noche se había quemado y la cena... no, mierda, pero ¿qué hora era?
Las diez y media. Pero ¿qué...?
Llamó a Laurence, buzón de voz.
Dio con Mathilde.
—Pero chicas, ¿dónde estáis?
—¿Charles? Pero... ¿tú no estabas en Canadá?
—¿Dónde estáis?
—Pues son vacaciones... Estoy con mi padre...
—¿Ah, sí?
—¿No está mi madre en casa?
Huy, no le gustaba nada esa vocecita que ponía ahora Mathilde...
—Espera, acabo de oír la puerta del ascensor —mintió—, te dejo... Te volveré a llamar mañana...
—¡Oye!
—¿Qué?
—Dile que de acuerdo para el sábado. Ella sabrá a qué me refiero.
—Vale.
—Y otra cosa... ¿Sabes?, la escucho todo el rato, tu canción...
—¿Cuál?
—Sí, hombre... ya sabes... la de Cohen...
—¿Ah, sí?
—Me encanta.
—Fantástico. Entonces, ¿por fin voy a poder adoptarte?
Y colgó adivinando su sonrisa.

 

Lo que siguió después es más triste.
Charles guardó el disco de Sibelius en su funda, se puso un jersey, fue a la cocina, levantó las tapaderas, empezó por separar lo demasiado hecho de lo carbonizado, suspiró y terminó por tirarlo todo a la basura. Aún tuvo el valor de poner las cacerolas en remojo, cogió la botella de vino y lanzó una última mirada a esos candelabros ridículos...
Apagó la luz, cerró la puerta y... ya no supo qué hacer.
De modo que no hizo nada.
Esperó.
Bebió.
Y, como en su habitación de hotel la «noche» anterior, no le quitó ojo al segundero de su reloj.
Trató de leer.
Pero no pudo.
¿Una ópera, entonces?
Demasiado ruidosa.
Recuperó la calma hacia medianoche. Laurence no era ese tipo de mujer que se arriesga a perder un bonito zapatito en la calle...
Pero no.
Esa noche no había ningún hada madrina...
Calculaba que volvería hacia las dos. Una cena en buena compañía y el tiempo de encontrar un taxi, dos horas, podía ser.
Pero no.
Descorchó la segunda botella.
Las tres menos cuarto, se estaba deprimiendo.
Esto está muerto.
Una expresión de Mathilde que no quería decir nada.
¿Qué estaba muerto?
Nada.
Todo.

 

Bebió en la oscuridad.

 

Le estaba bien empleado.
Así aprendería a volver sin avisar...

 

Fue a buscar el sobre con las fotos.
A esas alturas, qué más daba meter el dedo en la llaga un poco más.

 

Alexis y él. De niños. Amigos. Hermanos. En el parque, en el jardín, en el patio del colegio, en la playa, el día del Tour de Francia, en casa de su abuela, dando de comer a los conejos de la granja y detrás del tractor del señor Canut.
Alexis y él. Cogiéndose por los hombros. Siempre. Y para siempre. Habían mezclado la sangre de uno con la del otro, salvado a un pajarito y robado un número de la revista
Lui
en el café-kiosco de Brécy. Lo habían leído detrás del lavadero, se habían reído mucho, pero seguían prefiriendo sus tebeos. Se la habían cambiado al gordo de Didier por una vuelta en su Vespino.
Alexis antes de una audición. Serio, con la camisa abotonada hasta arriba, una corbata que le había regalado Henri y la trompeta apoyada contra su corazón.
Anouk después de esa misma audición. Orgullosa. Emocionada. Con el dedo índice debajo del ojo y el rímel corrido.
Nounou en el extremo del banco con Claire en su regazo. Claire, con la cabeza inclinada, debía de estar jugando con sus anillos.
Su padre. Foto cortada. Sin comentarios.
Él de estudiante con mucho pelo. Agitando la mano ante la cámara y haciendo muecas.
Anouk bailando en casa de sus padres.
Vestido blanco, pelo recogido, la misma sonrisa exactamente que en la primera foto, bajo el cerezo, casi quince años antes.
Sin embargo, pocas horas después, ella...
Qué más da.
Charles se reclinó hacia atrás. Pero... ¿de qué vas?, se fustigó. Estás ahí, revolviéndote en el pasado como un cerdo en su cochiquera cuando lo que debería preocuparte es el presente. Lo que se va a la mierda es el presente, chaval. ¿Eres consciente de que tu mujer está en la cama con otro mientras tú lloriqueas con tu pantaloncito corto?

 

Reacciona, maldita sea. Levántate. Grita. Da puñetazos contra la pared. Ódiala. Sangra.
Por favor...
¡Al menos llora!
He llorado todo lo que tenía que llorar en el avión.
¡Entonces di que eres desgraciado!
¿Desgraciado? Sacudió la cabeza de lado a lado. Pero... ¿qué quiere decir desgraciado?
Has bebido demasiado, lo sabrás dentro de unas horas...
No. Nunca había estado tan lúcido, al contrario.
Charles...
¿Qué pasa ahora?, se irritó.
Desgraciado es lo contrario de feliz.

 

¿Qué quiere decir fel...?
No. Nada. Cerró los ojos.

 

Y cuando se decidió por fin a salir de su marasmo para volver al trabajo, oyó el ruido de la llave en la cerradura.
Laurence pasó delante de él sin verlo y se dirigió al cuarto de baño.
Se limpió el semen del otro.
Fue a su habitación, se vistió y volvió al cuarto de baño para maquillarse.
Abrió la puerta de la cocina.
A falta de inquietud, Charles adivinó su irritación. Pero Laurence aguantó y se preparó un café antes de disponerse a afrontarlo.
Qué sangre fría, pensó él, qué puta sangre fría...
Se acercó soplando sobre su taza, se sentó en la butaca frente a él y le sostuvo la mirada en la penumbra.
—¿Qué quieres que te diga? —le preguntó, sentándose sobre las piernas cruzadas.
—Nada.
—¿Esta vez te has acordado de recoger la maleta de la cinta?
—Sí. Gracias. De hecho...
Estiró el brazo y cogió la bolsa de plástico que estaba junto a su maletín.
—Mira lo que le he encontrado a Mathilde...
Se puso una gorra en la que ponía
I love Canadá
con grandes cuernos de alce de felpa a cada lado.
—Es graciosa, ¿verdad? Creo que debería quedármela yo...
—Charles...
—Cállate —la cortó—, acabo de decirte que no tengo ganas de oírte.
—No es lo que tú te...
Charles se levantó y fue a dejar la taza en la cocina.

 

—¿Qué son todas estas fotos?
Volvió para quitárselas de las manos y las guardó otra vez en el sobre.
—Quítate esa ridícula gorra —suspiró Laurence.
—¿Qué hacemos?
—¿Cómo?
—¿Qué hacemos juntos?
—Hacemos como el resto de la gente. Hacemos lo que podemos. Tiramos hacia delante.
—Sin mí.
—Ya lo sé. Hace tiempo que ya no estás aquí, mira tú por dónde...
—Vamos —respondió, sonriéndole con ternura—, me estás robando la escenita de celos... No inviertas los papeles, bonita, dime más bien lo que...
—Lo que ¿qué?
—No. Nada.
Laurence levantó una cadera y se rascó algo debajo de la falda. —Oye... has adelgazado, ¿no?
Charles recogió sus cosas, se cambió de camisa y se marchó, cerrando la puerta sobre ese vodevil tan malo.
—¡Charles!
Laurence corrió y lo alcanzó en la escalera.
—Para... No era nada... Sabes que no era nada...
—Claro... Por eso mismo te pregunto qué hacemos aún juntos.
—No, si yo me refería a lo de esta noche...
—Anda, ¿de verdad? —preguntó desolado—. ¿Ni siquiera ha estado bien? Pobrecita mía... Cuando pienso que te tenía preparada una botella de Pomerol a temperatura ambiente... Reconoce que la vida es muy cruel...
Bajó unos escalones más antes de anunciar:
—No me esperes esta noche. Tengo un cóctel en L'Arsenal y...
Laurence lo retuvo agarrándolo de la manga de la chaqueta.
—Para —murmuró.
Charles se detuvo.
—Para...
Y se dio la vuelta.
—¿Mathilde?
—¿Qué pasa con Mathilde?
—No me impedirás que la vea, ¿verdad?
Noticia bomba, leyó como una sombra de pánico en ese rostro tan hermoso.
—¿Por qué me dices eso?
—Ya no tengo fuerzas de quitar la mesa, Laurence. Te... te necesitaba, creo y...
—Pero ¿qué...? Pero ¿dónde estás? ¿Dónde vas? ¿Qué haces?
—Estoy cansado.
—Eso ya lo sé. Gracias. Ya me lo has dicho cientos de veces. Pero ¿qué es ese cansancio? ¿Qué significa exactamente?
—No lo sé. Estoy tratando de entenderlo.
—Ven —le suplicó bajito.
—No.
—¿Por qué?
—Es demasiado triste esto en lo que nos hemos convertido. No podemos seguir así sólo por ella. No... Acuérdate... Y también fue en una escalera, de hecho... Acuérdate de lo que me dijiste el... el primer día...
—A ver, ¿qué te dije? —preguntó, exasperada.
—«Se merece algo mejor.»
Silencio.
—Si no fuera por ella —prosiguió Charles—, te habrías marchado tú. Y hace mucho tiempo...
Sintió que sus uñas se le clavaban en el hombro.
—¿Quién es esa mujer morena que sale en las fotos? ¿Es ella, la muerta de la que me hablaste el otro día? ¿La madre de no sé quién? ¿Es ella la que pone nuestras vidas patas arriba desde hace semanas? ¿Quién es? ¿De qué va esta historia? ¿Es una historia en plan
El graduado?
—No podrías entenderlo...
—¿Ah, no? Pues venga —le espetó, furiosa—, dímelo tú. Dímelo tú puesto que yo soy tan estúpida...
Charles vaciló. Había una palabra que... Pero no se atrevió a pronunciarla.
No se atrevió por ella. Por Anouk. Una palabra de la que nunca había estado seguro. Una palabra que se había quedado atascada en los engranajes de su vida durante todos esos años y que había terminado por estropear la bonita maquinaria.
Entonces eligió otra en su lugar. Menos definitiva, más cobarde.
—La ternura...
—No sabía que habíamos llegado a eso —replicó Laurence.
—...
—¿Ah, no? Qué suerte tienes...
—Laurence...
Pero ella ya se había dado la vuelta y había subido los escalones, alejándose de él.
Durante un segundo, pensó en seguirla, pero la oyó tararear
God bless you please, Missis Robinson, na nana nana
y entonces se dio cuenta de que no había entendido nada.
Que nunca querría entender nada.
Y, agarrándose a la barandilla, siguió bajando la escalera.
Sí, eso... Que Dios la bendiga.
Es lo mínimo que podía hacer Dios después de haberle hecho tanto daño.

 

El coche de Laurence estaba aparcado a unos metros del portal. Pasó por delante de él, se detuvo, volvió sobre sus pasos, garabateó unas palabras en una hoja de su libreta y la encajó debajo de uno de los limpiaparabrisas.
¿Qué era aquello? ¿Remordimiento? ¿Algún anhelo? ¿Una declaración? ¿Un adiós?
No. Era...
«Mathilde me ha dicho que te diga que de acuerdo para el sábado.»
Era lo que era él.
Exactamente.
Charles Balanda. Nuestro hombre. Cuarenta y siete años dentro de una semana, amancebado cornudo sin derecho alguno sobre la niña a la que había criado, lo sabía muy bien. Ningún derecho, pero mucho más que eso. Sus atenciones con ella, esa notita en una hoja mal arrancada o la prueba de que la maquinaria no estaba estropeada del todo. Esa niña resistiría, ella sí.

 

Se alejó palpándose los bolsillos en busca de un pañuelo.
Se había equivocado.
En el avión no había llorado todo lo que tenía que llorar.

 

6

 

Los saludó brevemente y volvió a sus reposabrazos desgastados. Le costó concentrarse. Empezó por el correo electrónico: 58 mensajes. Suspiró. Separó el grano de toda la demás mierda sacudiendo la cabeza con movimientos bruscos para librarse de sus preocupaciones domésticas. Abrió sin querer el
spam
siguiente:
greeting Charles, balancia did you ever ask yourself is my penis big enough?
Esbozó una sonrisita un poco forzada, escuchó las quejas de todos, repartió ánimos y consejos, comprobó el trabajo del joven Favre, frunció el ceño, cogió su bloc de notas y lo garabateó a una velocidad alucinante, cambió de pantalla, reflexionó mucho rato, ahuyentó el rostro de Laurence, trató de comprender, rechazó varias llamadas para no perder el hilo de sus pensamientos, corrigió varios errores, cometió otros más, consultó sus apuntes, hojeó sus biblias, trabajó, reflexionó otro poco, mandó a imprimir unas páginas y se levantó desperezándose.

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