El Consuelo (22 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

BOOK: El Consuelo
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Se dio cuenta de que ya eran las tres, se tiró un buen rato delante de la impresora, por fin reaccionó y buscó en vano una resma de papel.
Se cogió un cabreo desmesurado.
Golpeó la máquina, abolló uno de los archivadores de una patada, soltó tacos, bramó, cubrió de insultos al pobre Marc que había tenido la pésima idea de acudir en su ayuda y pagó con todos los demás el absurdo de aquellos últimos meses y el peso de sus cuernos.
«¡El papel! ¡El papel!», repetía como un loco. No quiso ir a comer. Bajó a fumar al patio y se tuvo que tragar los problemas de goteras del vecino de abajo.
—Pero ¿por qué me cuenta todo eso? ¿Acaso soy fontanero?

 

Masculló disculpas que nadie oyó. Estuvo a punto de volver a pillarse otro cabreo monumental al descubrir el expediente de gastos de la obra de la PRAT en Valenciennes, renunció y, habiendo recuperado la sensatez y la seriedad, volvió a enfrascarse en sus planos el resto de su vida.

 

Al final de la tarde habló con su abogado por teléfono.
—¡Llamo para darle noticias de sus juicios! —bromeó éste.
—¡No, se lo suplico, no! —contestó Charles en el mismo tono—. ¡Precisamente le pago una fortuna para que no me dé noticias!
Y después de una conversación que duró más de una hora y que el abogado contó como parte de sus honorarios, Charles pronunció estas palabras de las que al instante se arrepintió:
—Y usted... ¿se ocupa también de asuntos familiares?
—¡Dios santo, no! ¿A qué viene esa pregunta?
—No, nada. Bueno... me vuelvo a mis responsabilidades... para crearle así más ocasiones de desplumarme...
—Ya se lo he dicho, Balanda, la responsabilidad es el corolario de la competencia profesional.
—Escuche, le confesaré algo... Encuentre otra cosa la próxima vez porque esa frase ya no la soporto...
—¡Jajá! Ah, por cierto, ¡no se me olvida que le debo un almuerzo en L'Ambroisie!
—Sí, sí... Si es que para entonces no estoy en la trena...
—¡Huy, pero si eso es lo mejor que podría pasarle a nuestra República, amigo mío! Que alguien como usted se interesara por nuestras cárceles...

 

Charles observó su mano apoyada sobre el auricular durante mucho rato.
«¿A qué viene esa pregunta?»
Sí, ¿a qué venía? Era ridículo. Si él no tenía familia...

 

* * *
Cosa extraña, no fue el último en marcharse del estudio y decidió ir andando al Arsenal.
En la plaza de la Bastilla, escuchó los mensajes de su buzón de voz.
«Tenemos que hablar», decía la máquina.
Hablar.
Vaya una idea más rara...
No era tanto el alejamiento de la orilla lo que lo dejaba perplejo, sino más bien su...
alterabilidad
.
Y, sin embargo... Quizá. Cancelando ciertas citas, marchándose lejos, cerrando de nuevo las cortinas de una habitación de hotel en pleno día, o... Pero lo que el hombre fantaseaba mientras recorría el bulevar Bourdon, el arquitecto lo desbarataba al instante: el terreno, a un lado y a otro, se había vuelto demasiado movedizo, y, ese porvenir, ya iba siendo hora de reconocerlo, no se podía construir.
El edificio había aguantado en pie once años.
Y el cerebro de la obra soltó una risita al cruzar la calle. Esta vez no podían venir a darle la tabarra con su responsabilidad decenal.

 

Cumplió con su deber, estrechó las manos adecuadas y dio recuerdos a quien debía darlos. Hacia las once, de pie en la noche delante de esa estatua de Rimbaud que odiaba (habían destrozado al hombre de las suelas de viento y bajo esa ridiculez podía leerse ahora: «el hambre de las suelas de viento»), vaciló un momento y se equivocó de dirección.
O, al contrario, encontró la adecuada.

 

7

 

—¿Qué horas son éstas? —le espetó ella, con una mano en jarras.
Charles hizo ademán de empujarla contra la pared y se dirigió a la cocina.
—Pero ¿de qué vas? Qué morro tienes... ¿Por qué no has llamado? Podría haber tenido compañía, mira tú por dónde...
Vio la mueca en su cara y se echó a reír.
—Sí, vale... he dicho que «podría haber tenido», ¿vale? Podría haber tenido...
Le dio un beso.
—Venga, haz como si estuvieras en tu casa —añadió—, de hecho, es tu casa...
Welcome home
, cariño, ¿qué te trae por aquí? ¿Vienes a subirme el alqui...? Oh, oh —dijo—, a ti te pasa algo... ¿Otra vez te están fastidiando los rusos?
Charles no sabía por dónde empezar, ni siquiera si tendría el valor de encontrar las palabras adecuadas, de modo que optó por lo más sencillo:
—Tengo frío, tengo hambre y quiero amor.
—Jooooder... ¡Pues la cosa está chunga, pero que muy chunga! Anda... ven conmigo.
—Puedo hacerte una tortilla con huevos que ya no están frescos y con mantequilla caducada, ¿te parece bien?
Lo miró comer, abrió una cerveza para los dos, se despegó el parche de nicotina y le robó un cigarrillo.
Charles apartó su plato y se la quedó mirando en silencio.
Ella se levantó, encendió la lamparita de debajo de la campana extractora, apagó las demás luces, volvió y colocó el taburete de tal manera que pudiera apoyar la espalda contra la pared.
—¿Por dónde empezamos? —murmuró.
Charles cerró los ojos.
—No lo sé.
—Claro que sabes... Tú siempre lo sabes todo...
—No. Ya no...
—Oye...
—¿Qué?
—¿Sabes de qué ha muerto?
—No.
—¿No has llamado a Alexis?
—Sí, pero se me olvidó preguntárselo...
—¿En serio?
—Me tocó las narices y colgué.
—Ya veo... ¿Algo de postre?
—No.
—Qué bien porque no tengo... ¿Quieres...?
—Laurence me engaña —la interrumpió.
—No será la primera vez —se rió ella—. Huy, perdón...
—¿Tanto se notaba?
—No, hombre, no, era una broma... ¿Quieres un café?
—O sea, que se notaba mucho...
—También tengo una infusión «vientre plano», si prefieres...
—¿Soy yo quien ha cambiado, Claire?
—O «noches tranquilas»... Ésa también está bien, noches tranquilas... Relaja... ¿Qué decías?
—Ya no puedo más. Ya no puedo más.
—Eh... ¿no estarás incubando la crisis de los cincuenta? La
mid-life crisis
, como la llaman...
—¿Tú crees?
—Tiene toda la pinta...
—Qué horror. Me habría gustado ser más original... Me parece que me decepciono un poco a mí mismo —consiguió bromear Charles.
—¿No será tan grave, no?
—¿Envejecer?
—No, lo de Laurence... Para ella es como ir a un balneario... Es... no sé... Para ella es como exfoliarse el cutis... Esos pequeños retoques que se da como quien no quiere la cosa seguro que son menos peligrosos que el Botox...
—...
—Y además...
—¿Qué?
—Siempre estás fuera. Trabajas como un poseso, siempre estás preocupado, no sé, ponte un poquito en su lugar, tú también...
—Tienes razón.
—¡Pues claro que tengo razón! ¿Y sabes por qué? Porque soy igual que tú. Utilizo mi trabajo para no tener que pensar. Cuantos más casos horribles tengo, más contenta estoy. Genial, me digo, mira cuántas horas salvadas y... ¿y sabes para qué trabajo yo?
—¿Para qué?
—...
—Para olvidar que mi mantequillera apesta...
—¿Cómo quieres que la gente nos sea fiel? Fieles ¿a qué, a quién? Fieles ¿cómo? Pero... a ti te gusta tu trabajo, ¿no?
—Ya no lo sé.
—Sí, sí que te gusta. Y te prohíbo que te pongas en plan tiquismiquis con tu trabajo. Es un privilegio que nos cuesta ya bastante caro... Y además tienes a Mathilde...

Tenía
a Mathilde.
Silencio.
—Para —dijo Claire, irritada—, no puedes reducir a esa niña a un bien ganancial... Y además, no te has ido de casa...
—¿Te has ido de casa?
—No lo sé. —No. No lo hagas.
—¿Por qué?
—Vivir solo es demasiado duro.
—Pues tú bien que lo consigues...
Claire se levantó, abrió todos los armarios de la cocina y la puerta de la nevera: todo estaba vacío; luego lo miró a los ojos.
—¿A esto lo llamas tú vivir?

 

Le tendió una taza.
—No tengo ningún derecho sobre ella, ¿verdad? En lo que a la ley se refiere, digo...
—Por supuesto que sí. La ley ha cambiado. Puedes recopilar datos, proporcionar testimonios y... Pero no lo necesitas y lo sabes muy bien...
—¿Por qué?
—Porque te quiere, tonto... Bueno —dijo, estirándose—, no te lo vas a creer, pero tengo trabajo...
—¿Puedo quedarme aquí?
—Todo el tiempo que quieras... Sigo teniendo el mismo sofá-cama de antes de la guerra, seguro que te trae recuerdos...

 

Claire quitó de en medio sus montañas de desorden y le dio un juego de sábanas limpias.
Como en los viejos tiempos, se turnaron para utilizar el minúsculo cuarto de baño y compartieron el mismo cepillo de dientes pero... sin la alegría de antes.
Habían pasado tantos años, y las únicas promesas importantes que se habían hecho no las habían cumplido. La única diferencia era que tanto uno como otro pagaban ahora diez o cien veces más impuestos.

 

Charles se tumbó compadeciéndose de su pobre espalda y volvió a oír aquel ruido que tantas veces había pautado sus noches en vela cuando aún era estudiante: el del metro en superficie.
No pudo evitar sonreír.
—¿Charles?
Su silueta apareció como una sombra chinesca.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—No hace falta. Claro que me marcharé de aquí. No te preocupes...
—No... no es eso...
—Pues entonces dime...
—¿Anouk y tú?
—Sí... —contestó, cambiando de postura.
—Os... No. Nada.
—Nos ¿qué?
—...
—¿Quieres saber si nos acostamos alguna vez?
—No. Bueno... no es eso lo que quería saber. Mi pregunta era menos... más sentimental, me parece...
—...
—Perdóname.
Claire se había dado la vuelta.
—Buenas noches —añadió.
—¿Claire?
—No he dicho nada. Duérmete.
Y, en la oscuridad, esta confesión:
—No.
Claire sostuvo el picaporte y apoyó la mano bien estirada sobre la puerta para cerrarla con la mayor discreción posible.
Pero después de que la línea 6 pasara por última vez con gran estruendo, se produje este reajuste:
—Sí.
Y mucho más tarde todavía, Charles se rindió por fin:
—No.

 

* * *
«Vestido blanco, pelo recogido, la misma sonrisa exactamente que en la primera foto, bajo el cer...»
Vestido blanco. Pelo recogido. La misma sonrisa exactamente.
Un fiestón. Aquella noche celebraron muchas cosas: los treinta y cinco años de matrimonio de Mado y Henri, que Claire había terminado primero de Derecho, el compromiso de Edith y el concurso de Charles.
¿Cuál de ellos? Ya no se acordaba. Uno de tantos... Y, por primera vez, había llevado a una «amiga» a casa de sus padres. ¿Cuál de ellas? Podía tratar de acordarse, pero no le importaba un pimiento. Una chica parecida a él... Seria, de buena familia, con la cabeza bien amueblada y los tobillos algo gruesos... Una chica de primero a la que seguramente le habría hecho alguna novatada...
Vamos, Charles... Nos tenías acostumbrados a un poquito más de elegancia... Danos un nombre por lo menos...
Laure, creo... Sí, eso es, Laure... Una chica con flequillo, bastante seria, que siempre reclamaba oscuridad y que le daba corriente después de hacer el amor... Laure Dippel...
Charles la cogía por la cintura, hablaba muy fuerte, levantaba su copa, decía tonterías, llevaba meses sin ver la luz del día, soltaba el estrés acumulado y pisoteaba su corona de laureles bailando de cualquier manera.
Estaba ya bastante pedo cuando Anouk hizo su aparición.
—¿No nos presentas? —dijo sonriendo y echando un rápido vistazo al escote de Laure.
Charles obedeció y aprovechó para despegarse un poco de la chica.

 

—¿Quién es? —preguntó la empolloncita seria bajo la mirada insistente de Anouk.
—La vecina...
—¿Y por qué tiene el pelo mojado?
(Ése era exactamente el tipo de preguntas que esta chica hacía continuamente.)
—¿Por qué? ¡Y yo qué sé! ¡Porque acabará de ducharse, supongo!
—¿Y por qué se presenta en la fiesta justo ahora?
(Ya lo veis... A estas alturas ya debe de tener dos columnas enteras en el
Who's Who...)
—Porque estaba trabajando.
—¿En qu...?
—Enfermera —la cortó Charles—, es enfermera. Y si quieres saber en qué hospital y en qué servicio, sus años de antigüedad en el puesto, sus medidas de cadera y en cuánto se le quedará la pensión de jubilación, se lo tendrás que preguntar tú misma.
Laure hizo una mueca, y Charles se alejó.

 

—Y bien, jovencito, ¿dispuesto a sacrificarse para que baile la tercera edad? —oyó a su espalda mientras trataba de recuperar su mechero del fondo de la olla del ponche.
Su sonrisa se dio la vuelta antes que él.
—Deje su bastón, abuela. Soy todo suyo.

 

Vestido blanco, divertida, guapa y cinética a más no poder. Es decir, que tiene el movimiento como origen.

 

Bailaba como una loca en brazos de su laureado. Había tenido un día difícil, había luchado contra infecciones oportunistas y había perdido la batalla. Últimamente siempre perdía. Quería bailar.
Bailar y tocarlo, a él, a Charles, con sus millones de glóbulos blancos y su sistema inmune tan eficaz. A él, tan púdico, que se cuidaba muy mucho de no acercarse a su vestido y a quien ella atraía hacia sí riendo. Qué más da, Charles, a la mierda con todo. Le exigía que la mirara. Estamos vivos, ¿comprendes? Vi-vos.

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