Pues sí que..., suspiró Charles, ya que se había ido sintiendo cada vez más poquita cosa conforme Kate le contaba su vida, pues, hala, ahora encima esto... Hace tan sólo unas horas habría leído ese texto reparando tan sólo en algunos dilemas de traducción,
queer race, swankiness...
Pero en ese momento de verdad oía las palabras. Había comido sus bizcochos, había bebido su whisky, se había paseado con ellos toda la tarde y los había visto encarnarse en una sonrisa al borde siempre de las lágrimas.
El castillo ya no estaba, pero la nobleza permanecía.
Encorvado y con el pantalón por los tobillos, Charles se sintió avergonzado.
Mientras paseaba la mirada por el papel pintado rosa, descubrió la antología de haikus.
La abrió al azar y leyó:
Sube despacio
pequeño caracol
¡Estás en el monte Fuji!
Charles sonrió, le dio las gracias a Kobayashi Issa por su apoyo moral y se durmió en una cama de adolescente.
* * *
Se levantó al alba, liberó a los perros y, antes de meterse en el coche, dio un rodeo para atrapar los primeros rayos de sol sobre las paredes ocre de la cuadra. Pegó las manos a la ventana, vio a un montón de jóvenes dormidos, fue a la panadería y compró una hornada entera de cruasanes. Bueno... de lo que la vendedora, todavía abotargada de sueño, llamaba cruasanes...
Un parisino habría dicho: «Esa especie de
brioches
torcidas...» Cuando volvió, en la cocina olía muy bien a café, y Kate estaba en su jardín.
Charles preparó una bandeja con el desayuno y se reunió con ella.
Kate dejó a un lado las tijeras de podar, caminaba descalza sobre el rocío, tenía aún más cara de sueño que la panadera y le confesó que no había pegado ojo en toda la noche.
Demasiados recuerdos...
Juntó las manos sobre el cuenco de café para entrar en calor.
El sol se levantó en silencio. Kate ya no tenía nada que decir, y Charles, demasiado que desentrañar...
Como los gatos, los niños vinieron a frotarse contra el cuerpo de Kate.
—¿Qué van a hacer hoy? —le preguntó Charles.
—No lo sé... —Su voz sonaba algo triste—. ¿Y usted?
—Tengo mucho trabajo...
—Ya me lo imagino... Lo hemos apartado del buen camino...
—Yo no diría eso...
Y como la conversación iba tomando aires de
blues
, Charles añadió más alegremente:
—Tengo que irme a Nueva York mañana, y, por una vez, iré en plan turista... Voy a una fiesta de homenaje a un viejo arquitecto al que aprecio mucho...
—¿En serio, va usted a Nueva York? —preguntó Kate, contenta—. ¡Qué suerte! Ay, si me atreviera le pediría que me...
—Atrévase, Kate, atrévase. Dígame.
Mandó a Nedra a que le trajera algo de su mesilla de noche, y se lo tendió a Charles.
Era una cajita metálica con un tejón dibujado en la tapa.
Badger
Healing balm
Relieffor hardworking hands
Alivia las manos de los que trabajan duro...
—¿Qué es, grasa de tejón? —preguntó Charles, divertido.
—No, de castor, creo... Sea lo que sea, no conozco nada más eficaz... Antes me las mandaba una amiga desde Nueva York, pero se mudó...
Charles dio la vuelta a la caja y tradujo en voz alta:
—«Paul Bunyon dijo un día: denme el Badger suficiente, y podré eliminar las grietas del Gran Cañón.» Caramba, nada menos... ¿Y dónde lo puedo encontrar? ¿En un
drugstore?
—¿Irá usted por la zona de Union Square?
—Desde luego —mintió Charles.
—Miente...
—En absoluto.
—Mentiroso...
—Kate, tendré algo de tiempo libre y me sentiré... muy honrado de dedicárselo a usted... ¿Está justo en Union Square?
—Sí, las venden en una tiendecita que se llama Vitamin Shoppe, creo... Y si no, quizá en los Whole Foods...
—Perfecto. Ya me las apañaré.
—Y...
—¿Y?
—Si sigue todo recto por Broadway, encontrará la librería Strand. Si le sobran otros dos minutos, ¿podría dar una vuelta por las estanterías por mí? Hace tanto tiempo que sueño con eso...
—¿Quiere que le traiga algún libro en concreto?
—No. Sólo el ambiente... Entre, vaya hasta el fondo a la derecha, allí donde están las biografías, mírelo todo con atención y respire pensando en mí...
¿Respirar pensando en usted? Mmm... ¿de verdad necesito irme tan lejos para eso?
De camino al cuarto de baño, encontró a Yacine enfrascado en una enciclopedia.
—Dime una cosa, ¿cuánto mide el monte Fuji?
—Pues... a ver, espera... «Punto culminante de Japón constituido por un volcán apagado, 3.776 metros.» ¿Apagado? Ni de coña.
Se dio una ducha preguntándose cómo una familia tan numerosa aguantaba en un lugar tan austero. No había ni rastro de ninguna crema de belleza... Fue de habitación en habitación para darles un beso a los niños y les pidió que lo despidieran de los mayores cuando se despertaran.
Buscó a Kate por todas partes.
—Se ha ido a llevarle unas flores a Totette —le dijo Alice—. Me ha dicho que te diga adiós de su parte.
—Pero... ¿y cuándo vuelve?
—No lo sé.
—¿Ah, no?
—Por eso me ha dicho que te diga adiós...
De modo que ella también había preferido evitar una escena inútil...
Esa separación imposible se le antojó muy violenta.
Bajo las copas oscuras de los robles, volvió a pensar en la muerte de Ellen mientras Baloo enseñaba a Mowgli a cantar su canción:
No hace falta mucho para ser feliz
.
¡Oh, no! No hace falta mucho para ser feliz...
Charles expulsó el aire y sintió un dolor en el pecho. Giró a la derecha y salió al asfalto de la carretera.
CUARTA PARTE
1
París 389
Durante los trescientos ochenta y ocho primeros kilómetros, Charles no pensó en nada más que en esas horas tan cálidas. Puso el piloto automático, y lo asaltó una multitud de imágenes.
Nedra como un pajarillo herido con su mandíbula rota, los nombres de los caballos, la sonrisa de Lucas en el retrovisor, su gran sable de cartón dorado, el campanario de la iglesia, los rectángulos de tiza en los troncos de los castaños, la carta de amor que Alexis guardaba en su cartera, el sabor del Port Ellen, los chillidos de uno de los bellezones cuando Leo había querido mojarla con su espray «Señuelo de jabalí, aroma a jabalina en celo», el olor de las gominolas de fresa fundiéndose a la brasa, el chapoteo del agua en la noche, la noche bajo las estrellas, las estrellas que ese hombre del que Kate había querido un hijo pretendía conocer, los burros del Jardín de Luxemburgo, el Quick al que tantas veces había llevado a Mathilde, la juguetería de la calle Cassette ante cuyo escaparate se habían quedado extasiados ellos también y que se llamaba Erase una vez..., las moscas muertas en las habitaciones de los mozos de cuadra, el tonto del haba de Mathew que no había sabido aislar el ADN de la felicidad, la curva de la rodilla de Kate cuando había ido a sentarse a su lado, el abordaje que había seguido, la perplejidad de Alexis, esa funda que ya nunca abría, la sonrisa triste del Gran Perro, el ojo torvo de la llama, el ronroneo de ese gato que había acudido a sacarlo de su tristeza inconsolable, la vista que se extendía ante sus cuencos de café esa mañana, la muralla de seguridad en la que Corinne había circunscrito a su fragilísimo marido, la risa de su Marión que bien pronto la derrumbaría, la manera que tenía de soplarse sobre el mechón de pelo aunque lo llevara bien recogido, el griterío de los niños y el estruendo de las latas de conserva en el patio, el rosal
Wedding Day
que se caía a pedazos bajo la pérgola, los vestigios de Pompeya, la danza de las golondrinas y las quejas de la lechuza cuando habían evocado a Nino Rota, la voz de Nounou mandándolos a la cama por última vez, la vejiga del camionero, el viejo profesor que había dejado en la mejilla de su hija pequeña la impronta de un hermoso efebo, el sabor de la fruta tibia que nunca había probado, ese polo que ya no se pondría más, el pronóstico de Rene, el jaleo que montaron todos sobre la báscula de la estación, el ratón en la alfombra del salón, los diez niños con los que habían cenado la víspera, los deberes bajo la lámpara de la cocina y el visto bueno que no le habían dado, ese puente que se vendría abajo algún día y los aislaría definitivamente del mundo, la belleza de las armaduras, las manchas de liquen gris verdoso sobre las piedras de la escalera, su tobillo al lado, la forma de las cerraduras, la delicadeza del perfil de las molduras, el siniestro total del coche, sus dos noches en un hotel cerca del velatorio, el taller de Alice, el olor de las zapatillas de deporte chamuscadas, el lunar que tenía en la nuca que lo había obsesionado mientras habían durado sus confidencias, como si Anouk le guiñara un ojo cada vez que reía o lloraba, la resistencia al impacto de Yacine y la de todos ellos, el aroma de la madreselva y las claraboyas «a la capuchina», el pasillo del primer piso, en cuya pared todos habían escrito sus sueños, el sueño de Kate, el pésame del policía, las urnas en el silo, los preservativos entre los terrones de azúcar, el rostro de su hermana, esa vida que había abandonado, esas camas que había acercado unas a otras, ese pasaporte que debía de haberle caducado ya, sus sueños de abundancia que la habían dejado estéril, el grosor de las paredes, el olor de la almohada de Samuel, la muerte de Esquilo, los faros en la noche, sus sombras, la ventana que Kate había abierto, el...
Durante el último kilómetro, en un París donde el aire era «bastante bueno» según el pronóstico del día, se dio cuenta de que había hecho todo el trayecto de ida obsesionado por la muerte, y el de vuelta, estupefacto ante la vida.
Un rostro se había superpuesto a otro, y esa misma letra que unía ambos nombres terminó de sacudirlo de arriba abajo.
Los manuales de instrucciones no servían de nada, el destino, relatado al oído al menos, era un caso único.
2
Se fue directamente al estudio. Estuvo a punto de ponerse como una fiera porque no habían apagado todas las luces, pero decidió que no, que mejor otro día. Puso a cargar el móvil, buscó su bolsón de viaje y se cambió por fin. Mientras se peleaba con una de las perneras del pantalón, vio el montón de correo que lo esperaba sobre su mesa.
Se abrochó el cinturón y encendió el ordenador sin pestañear. Las malas noticias estaban detrás, lo demás no serían más que contrariedades, y las contrariedades ya no lo afectarían. Las nuevas normas, el plan Grenelle sobre el medio ambiente, las leyes, los decretos hipócritas para salvar un planeta ya exangüe, los presupuestos, las tasas, los intereses, las conclusiones, las llamadas, los recordatorios y las reclamaciones... Espuma, espuma, no era más que espuma todo. Junto a nosotros vivían los miembros de otra casta que se reconocían entre sí cuando se cruzaban y que le habían confiado sus secretos.
Pero él no pertenecía a ese grupo. No era en absoluto valiente y se había cuidado muy mucho de no soportar ni el más mínimo dolor. Pero ya no podía hacer caso omiso de ellos. Anouk le había dado un pajarito muerto, y él se había aventurado dentro de un gallinero...
Había salido de él desfigurado, pero ahora en sus bodegas transportaba oro y especias.
Que no se cubriera de honores al cartógrafo, que no se lo recibiera en la corte, que simplemente le permitieran transformar todo aquello en plomo.
No era el relato de su vida lo que lo había afectado tanto, sino lo que le había contado a su sombra.
Quizá no regresara jamás allí, quizá no tuviera nunca la oportunidad de despedirse de ella, quizá no supiera nunca si Samuel había practicado lo suficiente, ni oyera la voz de Nedra, pero una cosa era segura, tampoco se marcharía nunca de allí.
Dondequiera que fuera, hiciera lo que hiciese a partir de ahora, estaría con ellos y avanzaría en la vida con las manos abiertas.
A Anouk le traía sin cuidado desintegrarse allí o en otra parte. Le traía sin cuidado todo salvo lo que acababa de darle habiéndose privado ella de ello.
Para retomar la expresión de Kate, no llegaría jamás «ni a la suela de los zapatos» de sus modelos de comportamiento, no había tenido hijos y perecería «en la oscuridad», pero hasta entonces, viviría. Viviría.
Era su premio gordo, escondido bajo los patés y los salchichones.
Tras esos elevados pensamientos lírico-charcuterescos, leyó sus correos electrónicos y se puso a trabajar.
Al cabo de unos minutos, se levantó y se dirigió a la estantería.
Buscaba un diccionario de los colores.
Había una cosa que le rondaba por la cabeza desde la primera hoguera...
Veneciano: color de cabello con reflejos caoba. El color llamado
rubio veneciano
contribuye a la belleza de las venecianas
.
Exactamente lo que Charles pensaba...
Aprovechó para buscar «tentemozo» en el diccionario.
Tienes razón, tío, todavía no te has marchado de allí, ¿eh?...
Charles se encogió de hombros y se puso a trabajar de verdad. ¿Que le llovían marrones por todos lados? No importaba. Tenía al alcance de la mano «cada uno de los palos que cuelgan del pértigo del carro que, puestos de punta contra el suelo, impiden que el carro se vuelque hacia delante».
Se concentró hasta las siete, devolvió el coche y regresó a su casa a pie.
Esperaba encontrar a alguien al otro lado de la puerta...
Los dos contestadores a los que acababa de preguntar uno después de otro no habían podido responder a esa pregunta.
Todavía un poco tieso, Charles subía por la calle de Les Patriarches.
Tenía hambre y soñaba con oír una campana a lo lejos...
3