—
I promise
.
—Pero no en inglés, ¿eh?
Mathilde en cambio se esforzaba por aparentar más desenvoltura de la que en realidad tenía...
Charles también.
Era la primera vez que se marchaba tan lejos y tanto tiempo.
La perspectiva de esas vacaciones lo angustió tremendamente. Un mes en ese piso, los dos y sin esa niña... Dios mío...
Le cogió la mochila de las manos y la acompañó hasta los rayos X.
Como Mathilde caminaba muy despacio, Charles estaba convencido de que miraba los escaparates. Le propuso comprarle alguna revista.
No le apetecía.
—¿Entonces unos chicles?
—Charles... —dijo Mathilde, y se quedó parada.
Charles ya había vivido esa escena. La había acompañado a menudo cuando se marchaba de campamento y sabía que esa niña tan chulita perdía toda la seguridad en sí misma conforme se iban acercando al punto de encuentro.
Mathilde buscó su mano, y Charles se sintió halagado de ser el brazo que la niña quería apretar, y se preparó algunas frases firmes pero tranquilizadoras que guardarle en el bolsillo trasero.
—¿Sí?
—Me ha dicho mamá que os vais a separar...
Charles tropezó ligeramente. Acababa de chocar contra un Airbus.
—¿Ah, sí?
Dos silabitas hechas papilla que podían significar: «Ah, ¿entonces te lo ha dicho?», o: «¿Ah, sí? No lo sabía...»
No tuvo fuerzas para fanfarronear.
—No lo sabía.
—Ya... Está esperando a que te encuentres mejor para decírtelo.
Es un avión muy grande, el A380, ¿no?
—...
—Dice que hace varios meses que no eres tú mismo, pero que en cuanto te encuentres mejor, os separaréis...
—Pues... pues vaya conversaciones raras tenéis para tu edad —consiguió articular.
La terminal se erguía ante ellos.
—¿Charles?
La niña se dio la vuelta.
—¿Mathilde?
—Me iré a vivir contigo.
—¿Cómo dices?
—Si os separáis de verdad, te aviso que me iré contigo.
Como tuvo la elegancia de mascullarle estas últimas palabras con el tono de una
cow-girl
escupiendo un pegote de tabaco de mascar, Charles la imitó:
—¡Sí, ya te veo venir yo a ti! ¡Dices eso para que siga haciéndote los deberes de mates y de física!
—
Damn
. ¿Cómo lo has adivinado? —Mathilde hizo un esfuerzo por sonreír.
Charles no pudo hacer lo mismo. Tenía un tren de aterrizaje en el estómago.
—Y aunque fuera verdad, sabes muy bien que no es posible... Nunca estoy en casa...
—Por eso, justamente... —siguió bromeando ella.
Pero como él ya no le seguía el rollo, añadió:
—Es asunto vuestro, me trae sin cuidado, pero me iré contigo. Que lo sepas...
Anunciaron su embarque.
—No hemos llegado a ese punto todavía —le murmuró Charles al oído abrazándola.
Mathilde no dijo nada. Debió de encontrarlo muy ingenuo. Cruzó la puerta de embarque, se dio la vuelta y le mandó un beso.
El último de su niñez.
Su vuelo desapareció de la pantalla.
Charles seguía ahí. No se había movido ni un milímetro, esperaba a que llegara el auxilio. Se oyó un sonido en su bolsillo:
tiene un nuevo mensaje
.
«TQ.»
Se le resbaló la mano sobre las teclas y tuvo que secársela sobre el corazón para tranquilizarla un poco.
«MI 2.»
Consultó su reloj, dio media vuelta, empujó a un montón de gente, tropezó con unas maletas, dejó la suya en la consigna, corrió hasta la parada de taxis, intentó colarse, le cayó una bronca, descubrió a un motorista con un cartel que decía «Todas direcciones» y le rogó que lo llevara allí donde el jarrón acababa de desbordarse.
Nunca más en su vida cogería un avión tambaleándose.
Nunca más.
5
A un centenar de metros del instituto en el que estudiaría Mathilde el próximo curso, Charles entró en una agencia inmobiliaria, anunció que buscaba un apartamento de dos habitaciones lo más cerca posible de ahí, le enseñaron unas fotos, añadió que no tenía tiempo, eligió el más luminoso, dejó su tarjeta de visita y firmó un talón por una cantidad considerable para que lo tomaran en serio.
Volvería dos días después.
Volvió a ponerse el casco y le pidió a su chófer que lo llevara a la otra orilla del Sena.
Le confió su maletín, asegurándole que no tardaría mucho.
La famosa moqueta beis de la casa Chanel... Se volvió a ver más de diez años atrás con sus zapatones en el visor del mozo de servicio.
La mandó llamar. Añadió que se trataba de algo urgente.
Le sonó el móvil.
—¿Ha perdido el avión? —se inquietó Laurence.
—No, pero ¿puedes bajar un momento?
—Estoy en plena reunión...
—Entonces no bajes. Sólo quería decirte que me encuentro mejor.
Charles oyó el crujido de los engranajes dentro de la cabeza de Laurence, debajo de su bonito coletero.
—Pero... creía que tú también tenías que coger un avión...
—Ahora lo cojo, no te preocupes... Me encuentro mejor, Laurence, me encuentro mejor.
—Pues mira, no sabes cuánto me alegro —dijo, y soltó una risita algo nerviosa.
—Así que me puedes dejar.
—Pero ¿de qué...? ¿De qué me estás hablando?
—Mathilde me ha contado vuestras confidencias...
—Es ridículo... Espérame, enseguida bajo...
—Tengo prisa.
—Enseguida bajo.
Por primera vez desde que la conocía, la encontró demasiado maquillada.
Charles no tenía nada que añadir.
Había alquilado un apartamento, tenía que marcharse pitando, iba a perder el avión.
—Charles, para. No era nada... Conversaciones de chicas... Ya sabes cómo son estas cosas...
—No te preocupes —le sonrió—, no te preocupes, el que se va soy yo. El cabrón soy yo.
—Bueno... si tú lo dices...
Charles admiraría su clase hasta el final.
Laurence añadió algo, pero no la oyó porque ya se había puesto el casco y asintió con la cabeza sin saber a qué.
Le dio una palmadita al joven motorista en el muslo para apremiarlo a zigzaguear entre los coches.
No podía de ninguna manera perder ese avión. Tenía que encontrar un tejón.
* * *
Unas horas más tarde, Laurence Vernes iría a la peluquería, sonreiría a la pequeña Jessica poniéndose la bata, se acomodaría delante de un espejo mientras otra chica le preparaba el tinte, cogería una revista, hojearía los cotilleos, levantaría la cabeza, miraría al frente y se echaría a llorar.
Después, no se sabe.
Laurence Vernes ya no está en la historia.
6
Charles atacó un enorme proyecto titulado
P.B. Tran Tower/Exposed Structures
y lo deshuesó hasta que la azafata le pidió que levantara la mesita plegable.
Charles releyó sus apuntes, comprobó el nombre del hotel, miró por la ventanilla el trazado de las ciudades y pensó que esa noche dormiría bien. Ya no lo afectaría el desfase horario.
Pensó en muchas otras cosas. En el trabajo que acababa de avanzar, que le hacía feliz y que podía realizar en cualquier lugar del mundo. En su despacho, en un apartamento desconocido, en el asiento de un avión o en...
Cerró los ojos y sonrió.
Todo iba a ser muy complicado.
Tanto mejor.
Era su profesión al fin y al cabo, encontrar soluciones...
«Detalle de una juntura entre los módulos de piedra de las columnas que pone de manifiesto la inserción del sistema de contraviento de acero», precisaba el pie de su último esquema.
La gravedad, los terremotos, los ciclones, el viento, la nieve... Todas esas jodiendas llamadas «cargas de explotación» y que, acababa de recordar, lo divertían mucho...
Envió un mensaje a las Highlands y decidió dejar su reloj como estaba.
Quería vivir a la vez que ella.
* * *
Se levantó muy temprano, preguntó en recepción cuándo le traerían el esmoquin que había alquilado, se tomó un café en un vaso de cartón mientras bajaba por Madison y, como siempre en esa ciudad, deambuló con la cabeza levantada. Nueva York, para un niño que había disfrutado con los juegos de construcciones, no era sino una tortícolis constante.
Por primera vez en años, entró en varias tiendas y se compró ropa. Una chaqueta y cuatro camisas nuevas.
¡Cuatro!
Se daba la vuelta de vez en cuando. Estaba al acecho, temía algo. Una mano en el hombro, un ojo dentro de un triángulo, una voz bajada de un rascacielos que le dijera: «Eh, tú... No tienes derecho a ser tan feliz... ¿Qué es eso que has robado ahora, eso que escondes contra tu corazón?»
No, si lo que pasa es que... creo que tengo una costilla rota...
A ver, pues levanta los brazos entonces.
Y Charles, obedeciendo, se dejaba arrastrar por la corriente de
passers-by
.
Meneaba la cabeza de lado a lado, se llamaba estúpido y consultaba su reloj para recordar dónde estaba.
Casi las cuatro de la tarde... Penúltimo día de clase... Los niños habrían vaciado el contenido de sus taquillas en sus carteras gastadas... Kate le había contado que, todas las tardes, acompañada por los perros, iba a esperarlos al otro extremo del camino, allí donde los dejaba el autobús del colegio, y que cargaban todos sus bártulos sobre la albarda del burro, «... ¡eso cuando consigo arrastrarlo conmigo!».
Había añadido que un centenar de robles apenas bastaban para que a todos les diera tiempo de contarle todo lo que les había pasado durante el... Una mano acababa de agarrarlo por el hombro. Charles se dio la vuelta.
Con la otra mano, un hombre vestido con un traje oscuro le señalaba el semáforo: DON'T WALK. Charles le dio las gracias y oyó que el hombre le respondía que era bienvenido.
Encontró la tienda de las vitaminas y arrambló con las seis cajas que tenían en el almacén. Con eso había para colmar un buen montón de grietas... Dejó la bolsita de papel sobre el mostrador y se metió las cajas en los bolsillos.
Le gustaba esa idea.
La de sentir su peso.
Abrió la puerta de la librería Strand. «Dieciocho millas de libros», pregonaba el eslogan. No pudo verlos todos, pero pasó allí varias horas. Saqueó la sección de arquitectura, por supuesto, pero también se regaló a sí mismo una recopilación de la correspondencia de Oscar Wilde, una novela corta de Thomas Hardy,
Fellow-Tonws-men
, que se le antojó por la siguiente sinopsis: «Notables de la ciudad de Port Bredy, en Wessex, Barnet y Downe son viejos amigos. Sin embargo el destino no los ha tratado por igual. Barnet, un hombre próspero, ha sido desdichado en el amor y sufre hoy las consecuencias de un matrimonio juicioso pero desprovisto de ternura. Downe, un abogado sin blanca, vive feliz en su modesta casa, rodeado de una esposa que lo quiere y unos hijos que lo adoran. El azar de una noche los invitará a reconsiderar sus destinos...»,
their different lots in life... y
un genial
More Than Words
de Liza Kirwin que hojeó feliz mientras se comía un bocadillo, sentado al sol sobre unos escalones.
Era una selección de cartas ilustradas provenientes del
Smithsoniaris Archive Of American Art
.
Enviadas a esposas, novios, amigos, jefes, clientes o confidentes, por pintores, jóvenes artistas, perfectos desconocidos, pero también por Man Ray, el genial Gio Ponti, Calder, Warhol o Frida Kahlo.
Cartas finas, conmovedoras o puramente informativas, siempre acompañadas de un dibujo, un esquema, una caricatura o una viñeta precisando un lugar, un paisaje, un estado de ánimo o incluso un sentimiento cuando el alfabeto no bastaba para ello.
More Than Words...
Más que palabras... Este libro, que nuestro callado Charles había descubierto por casualidad en un carrito cuando ya se dirigía a pagar a las cajas, lo reconcilió con una parte de sí mismo. La que había abandonado en un cajón con sus cuadernos de dibujo y su minúscula caja de acuarelas.
Charles, que por aquel entonces dibujaba por gusto... No buscaba todo el rato esbozar decisiones y le traían sin cuidado los contravientos de acero y los cables de precompresión...
Le cogió cariño a un tal Alfred Frueh, que más tarde se convertiría en uno de los grandes caricaturistas de
The New Yorker
y envió cientos de cartas absolutamente maravillosas a su novia. Contándole sus viajes por Europa poco antes de la Primera Guerra Mundial, detallando en cada etapa las costumbres locales, las tradiciones, el mundo que lo rodeaba... Transportando bajo el brazo un edelweiss de verdad, secado, que luego le haría llegar a lápiz desde Suiza, demostrándole lo feliz que estaba de leer las cartas que le mandaba ella, que había recortado en formato sello y con las cuales se representaba a sí mismo: leyéndolas en la bañera, ante su caballete, en la mesa, en la calle, debajo del camión que lo estaba atropellando, en su cama, mientras su casa ardía o un tigre lo atravesaba con una espada. Enviándole él también su propia
art gallery
en mil pedazos de papel y en tres dimensiones para compartir con ella los cuadros que le habían emocionado en París, y, todo ello, adornado con textos llenos de humor, tiernos y tan... elegantes...
A Charles le hubiera gustado ser ese hombre. Alegre, confiado, enamorado. Y talentoso.
Y luego ese otro, ese tal Joseph Lindon Smith, el del trazo perfecto, que contaba con detalle sus sinsabores de pintor de humanidades en el viejo continente a unos padres muy preocupados por él; que se dibujaba bajo una lluvia de monedas en una calle de Venecia o medio muerto por un empacho de melones.
Dear Mother and Father, Behold Jo joeating fruití
Saint-Exupéry dibujado de Principito, preguntándole a Hedda Sterne si quería ir a cenar con él y... venga, ya lo seguirás viendo luego... hojeándolo una última vez antes de cerrarlo, vio el autorretrato de un hombre perdido, encorvado, sujetándose la cabeza entre las manos, ante una fotografía de su amada.
Oh! I wish I were with you
. Sí, oh. Ojalá.