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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (40 page)

BOOK: El contador de arena
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—He pensado que a lo mejor podrías aprender a tocarlo aquí, mientras esperas el intercambio —dijo Arquímedes.

Marco cogió la flauta; la madera tenía un tacto cálido, y tan suave como el agua.

—No puedo, señor. Es vuestro.

—Puedo comprar otro. Puedo permitírmelo. Y tú tienes un buen sentido del tono; es una pena desperdiciarlo. No sé por qué nunca has aprendido a tocar un instrumento.

—No es algo muy romano —le explicó Marco—. Mi padre me habría pegado de habérselo pedido.

Arquímedes lo miró, sorprendido.

—¿Debido a todos esos chistes sobre muchachos flautistas?

—No —negó en voz baja—. Habría dicho que estudiar música no era varonil, que la música es un lujo, y que el lujo corrompe el alma. La toleraba como diversión, pero siempre decía que los únicos conocimientos que un hombre necesita son saber llevar una granja y la guerra.

Arquímedes siguió mirándolo, intentando acomodar su cabeza a una idea tan estrambótica. También los griegos creían que el lujo corrompía, pero no consideraban que la música fuese un lujo. Era algo básico: sin ella, los hombres no eran completamente humanos.

—¿No lo quieres, entonces? —preguntó, vencido.

Marco recorrió la flauta con un encallecido pulgar y susurró:

—Lo quiero, señor. —Y su corazón se despertó de pronto. Regresar con su gente no tenía por qué significar abandonar todo lo que había aprendido. ¿Por qué no podía tocar el aulos? ¡De todos modos, nunca había estado de acuerdo con su padre en nada!—. Gracias.

Arquímedes sonrió.

—Bien. He puesto en el estuche tres lengüetas. Deberían durarte un tiempo. Si estás aquí una buena temporada, te traeré más, o, si no, puedes pedir a los guardias que te compren alguna. Y cuando sepas manejar ésta, querrás una segunda flauta. Puedes decidir por ti mismo qué voz debería ser. Ahí hay algo de dinero. —Hizo un vago ademán en dirección a la bolsa de cuero.

—Gracias… —repitió Marco—. Lo siento mucho, señor.

Arquímedes negó con la cabeza.

—No podías abandonar a tu hermano.

Marco se encontró con sus ojos.

—A lo mejor no. Pero abusé de vuestra confianza y os puse en peligro. Creo que Fabio os habría matado si hubiera sabido quién erais. Nunca debería haberlo metido en la casa, y mucho menos darle un cuchillo. Lo lamento.

Arquímedes miró al suelo; estaba enrojeciendo.

—Marco, mi negligente confianza merece que abusen de ella. ¿Recuerdas cuando regresamos a Alejandría después de construir los caracoles de agua, cuando te pedí que te llevaras el dinero a nuestro alojamiento? Mis amigos me dijeron que era un idiota por confiar tanto en ti, pero nunca se me pasó por la cabeza que pudieras robármelo.

Marco bufó.

—¡A mí sí!

—¿Sí? Bueno, ¿y por qué no? Al fin y al cabo, habría significado para ti la libertad y la independencia. Pero no lo hiciste. Lo llevaste a casa y estuviste insistiéndome durante días para que lo depositara en un banco. Lo que quiero decir es que yo no tenía derecho a confiar en ti hasta ese punto. Era una arrogancia. Nunca he hecho nada para ganarme una lealtad de ese tipo. Como amo fui negligente y descuidado. Pero me fiaba de ti, y nunca consideré que merecieras algún elogio por no haberme fallado. De modo que… yo también lo siento.

Marco notó que se sonrojaba también.

—Señor… —empezó.

—No es necesario que me llames así.

—Estaba en deuda con vos por muchísimas cosas, incluso antes de esta mañana. La música es una de ellas; la mecánica, otra. Sí, eso es una deuda. Nunca he disfrutado tanto con un trabajo como cuando fabricamos los caracoles de agua. Pero desde esta mañana os debo todavía más. De haber sido el esclavo de cualquier otro, me habrían azotado y enviado a las canteras. El rey me ha tratado con indulgencia porque habéis intercedido por mí… eso lo sabéis tan bien como yo. No tengo manera de pagar lo que debo. Por lo tanto no me carguéis, además, con vuestras disculpas.

Arquímedes movió la cabeza, pero no respondió. Pasado un momento, cambió de tema y preguntó:

—¿Quieres que te enseñe a tocar la flauta?

Siguió entonces una breve lección de aulos: digitación, respiración, las posiciones de la lengüeta. Marco tocó unas cuantas escalas tambaleantes y luego acarició aquella madera sedosa. Su tacto era una promesa de futuro, y le proporcionó una esperanza inesperada.

Arquímedes carraspeó. Se sentía incómodo.

—Bien —dijo—. Me esperan en casa. Si necesitas cualquier cosa, házmelo saber. —Al ver que Marco abría la boca para hablar, lo atajó—: ¡No! Has sido un miembro de mi familia desde que yo era un niño. Por supuesto que quiero ayudarte, si puedo.

Marco se dio cuenta de repente de por qué se había quedado tan aturdido. Iba a perder un hogar y una familia por segunda vez en su vida.

—Por favor, decid a los de la casa —musitó—que lo lamento. Y decidle a Filira que espero que sea muy feliz, con Dionisos o con quienquiera que se case. Os deseo a todos mucha felicidad.

Arquímedes asintió y se puso en pie.

—A ti también te deseo felicidad, Marco. —Se volvió para irse.

Al ver a Arquímedes marchándose, a Marco lo inundó de pronto una sensación de apremio casi lindante con el pánico. Entre ellos había algo pendiente, y la idea de quedarse con aquel nudo de emociones sin digerir lo aterrorizaba. Se levantó de un salto, acompañado por un estrépito de hierros, y gritó:

—¡Medión! —Se mordió la lengua al instante, percatándose de que era la primera vez que utilizaba el diminutivo familiar.

Arquímedes no pareció advertir el desliz. Miró otra vez a Marco inquisitivamente, pero su expresión era apenas visible en la creciente oscuridad.

Durante un momento, Marco no supo qué decir. Luego le tendió la flauta.

—¿Podríais tocarme la melodía que compusisteis anoche? —preguntó.

Arquímedes extendió la mano, cogió el instrumento y ajustó la lengüeta.

—En realidad necesitaría también la soprano —dijo disculpándose—. No será lo mismo sin ella.

Pero se llevó la flauta a los labios e inició enseguida la misma dulce melodía de baile que había inundado el patio la noche anterior.

Todo el barracón pareció quedarse en suspenso. Uno de los guardias, que había ido a buscar una lámpara, regresó con ella y se quedó escuchando en el pasillo. A su alrededor, los ojos de los prisioneros brillaban con la escasa luz, arrastrados por la danza, y luego desconcertados por el inexplicable dolor que se apoderaba de la música. Interpretada con un único aulos, la melodía resultaba más clara, y los cambios de ritmo y modo, más precisos, pero transmitía las mismas sensaciones. Por fin, la marcha triste fue fundiéndose lentamente con el silencio. Arquímedes permaneció de pie unos instantes con la cabeza inclinada, contemplando sus dedos posados en los agujeros.

—Y ahora, os deseo felicidad —susurró Marco en el silencio.

Arquímedes levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. El tema pendiente que había entre ellos acababa de solucionarse solo y los lazos quedaron cortados. Arquímedes sonrió con tristeza y le devolvió la flauta a Marco.

—Que tú también encuentres la felicidad, Marco Valerio —respondió, sintiéndose extraño al pronunciar aquel apellido desconocido.

—Que los dioses os favorezcan, Arquímedes, hijo de Fidias.

Arquímedes abandonó la cantera y regresó a casa caminando por las oscuras calles. No quería pensar en Marco, de modo que se concentró en la melodía que acababa de tocar. La había titulado
Canción de despedida a Alejandría
. No le gustaba la forma en que su mente parecía estar decidiendo sobre Alejandría, sin consultarlo a él. Incluso antes de que interviniera Delia.

Se perdió un instante en el feliz recuerdo de los besos de la joven, y luego se puso serio. Lo que necesitaba saber era si Hierón lo veía como un aliado o como un esclavo valioso.

La prueba sería Delia. Hierón podía negar su permiso al enlace por muchos y buenos motivos, pero si consideraba la solicitud como una afrenta, lo mejor que podría hacer Arquímedes era huir a Egipto, aunque tuviese que salir de Siracusa disfrazado.

En el patio de la casa había lámparas encendidas; toda la familia aguardaba su llegada. Arata y Sosibia tejían, la pequeña Ágata enrollaba lana, Filira tocaba el laúd, y Crestos estaba sentado en el umbral de la puerta sin hacer nada en concreto.

Arquímedes había enviado a uno de los esclavos de Hierón para explicarles lo sucedido y para decirle a Crestos que preparara todas las cosas de Marco y las llevara al taller de catapultas. No había querido hablar con nadie, ni sobre Marco ni sobre Delia… todavía. Y todos lo esperaban para hablar con él.

Arata, con su habitual paciencia y claro sentido de las prioridades, le preguntó primero si había cenado, y cuando él admitió que no, lo llevó al comedor y lo sentó a la mesa delante de un plato de pescado. Filira, con los ojos enrojecidos y sorbiendo por la nariz, se sentó con los codos apoyados en la mesa para verlo comer. Los esclavos deambulaban alrededor, nerviosos, e incluso el rostro de su madre mostraba ahora ansiedad. Tras los primeros bocados, Arquímedes cedió y les explicó lo que había ocurrido con Marco.

—¿Crees que le irá bien? —preguntó Filira, mordiéndose las uñas, una costumbre que Arata había luchado por erradicar y que sólo reaparecía cuando se sentía profundamente infeliz.

—Espero que sí. —Era lo único que podía decir—. Hierón le ha dicho que puede responder a todo lo que el general romano le pregunte. Y su hermano estará allí para interceder por él.

Pero no estaba del todo convencido. Marco era demasiado honrado. No había rogado por la destrucción de Roma cuando el mercenario tarentino se lo había pedido, y no lo haría por el saqueo de Siracusa si se lo pedía un cónsul romano.

Aunque quizá el cónsul romano no se lo pidiera. Marco sería devuelto, junto con ochenta prisioneros más, y su hermano estaría en el ejército para darle la bienvenida y protegerlo. Le iría bien.

—Son bárbaros —dijo Filira, pestañeando para contener las lágrimas—. ¡Podrían hacerle cualquier cosa! ¿No puede regresar con nosotros? No fue culpa suya… Se lo has dicho al rey, ¿verdad, Medión? Quiero decir, que era su hermano, que de otro modo no habría…

—El rey ha sido muy indulgente —intervino Arata despacio—. Por tu hermano, Filira. No podemos pedir más. Al fin y al cabo, lo que hizo Marco le costó la vida a un hombre.

Arquímedes tosió para aclararse la garganta y dijo:

—Acabo de ver a Marco y me ha pedido que os comunique a todos que lo siente mucho y que os desea felicidad. Y también ha dicho que espera que seas muy feliz, Filira, con Dionisos o con quienquiera que te cases.

Filira se apartó los dedos mordisqueados de la boca y lo miró a los ojos. Entonces Arquímedes se dio cuenta de que no le había contado nada de lo de Dionisos.

—Dionisos te pidió en matrimonio justo anoche. Pensaba decírtelo esta mañana —se excusó.

Después de explicar los detalles de la conversación, siguió un debate sobre aquel hombre y su oferta, y finalmente acordaron que Arquímedes invitaría al capitán a cenar para que el resto de la familia pudiera formarse una idea sobre él. Pero cuando los demás se acostaron, Filira se quedó un rato sola en el patio bajo las estrellas, tocando el laúd, y no era Dionisos quien ocupaba sus pensamientos.

«No quiero que penséis mal de mí —le había dicho Marco sólo una noche antes—. Pase lo que pase, tened por seguro que nunca le he deseado ningún daño a esta casa.» Lo creía. Su sosegada confesión de esa mañana había hecho que lo viera de otra forma. Fue consciente de que había dejado de pensar en él como en un esclavo. Ahora lo veía como un hombre libre, un hombre al que amaba. Un hombre valiente, honorable y orgulloso, que la había amado… Ahora lo comprendía.

Pulsando con mimo las cuerdas del laúd, Filira cantó
¿Recuerdas aquella vez?

¿Recuerdas aquella vez

que te mencioné esta sagrada frase?

«La hora es bella, pero fugaz es la hora,

la hora supera al más veloz de los pájaros.»

Mira, tu flor está esparcida por el suelo.

Tenía la sospecha de que durante el resto de su vida, cuando recordara ese momento, sería como algo que fue trágicamente mal: una cita fallida, una carta extraviada, una persona incomprendida con consecuencias devastadoras e irremediables. Era ya demasiado tarde para reparar lo sucedido; los pétalos caídos de la flor estaban esparcidos por el suelo. Siguió tocando un rato, luego guardó el laúd y se fue a la cama.

Aquella noche, una fuerza romana atacó la muralla marítima de Siracusa, amparándose en la oscuridad. Sin embargo, los guardias de refuerzo que Hierón había apostado vieron movimientos furtivos contra los destellos del mar y dieron la voz de alarma. Cuando los romanos fueron descubiertos, estaban tan cerca del acantilado que resultó fácil lanzarles directamente los proyectiles de las catapultas desde lo alto de las murallas. Diversas piedras de un quintal fueron seguidas por varios botes de fuego que explotaron y salpicaron a los atacantes con aceite y brea hirviendo, de modo que la escena quedó iluminada por decenas de prendas y cuerpos en llamas. Muchos de los romanos se arrojaron al mar para escapar del fuego, pero los arrastraron las fuertes corrientes y perecieron ahogados. Los restantes huyeron. Por la mañana se comprobó que el enemigo había llegado provisto de cuerdas y escaleras —lamentablemente cortas para la altura de los acantilados—, que formaban un montón de escombros sobre las rocas, junto con los cuerpos de los fallecidos y unos cuantos heridos que fueron a engrosar el contingente de prisioneros de las canteras.

Esa misma noche, los siracusanos que montaban guardia en la muralla norte vieron hogueras en el campamento enemigo, pero por la mañana el ejército había desaparecido y sólo quedaban débiles columnas de humo junto a las zonas de hierba aplastada en que habían estado las tiendas.

Hierón mandó exploradores para seguirles la pista, y a continuación envió una carta al comandante cartaginés, escrita de su puño y letra, pues era aún demasiado temprano para que su secretario hubiera llegado a la residencia. En ella avisaba al general Hano de que los romanos podían estar dirigiéndose hacia él, y se ofreció a realizar un ataque por la retaguardia si los cartagineses podían entablar combate contra aquéllos. Ya había enviado un mensaje similar la primera vez que los romanos aparecieron en las cercanías de Siracusa, sin obtener respuesta.

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