El contador de arena (18 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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—Si no quieres hacer todo el camino de vuelta hasta la Ortigia, puedes pasar la noche en mi casa —le ofreció al esclavo.

—Es muy amable de vuestra parte, señor, pero Epimeles me ha pedido que me quede aquí esta noche —dijo Elimo, apesadumbrado.

—¿Aquí? —preguntó sorprendido, echando un vistazo a la desnuda estancia. A pesar de que el lugar estaba cubierto, nadie lo describiría como confortable. El lado que daba al patio estaba abierto y el suelo era de un entarimado basto. En un rincón había un montón de proyectiles de veinte kilos, un recuerdo de la catapulta que había ocupado la plataforma con anterioridad.

—Sí —confirmó el esclavo. Epimeles le había ordenado que no perdiera la catapulta de vista y que se las arreglara como pudiera para dormir junto a ella.

—Pero ¿por qué? —preguntó Arquímedes, completamente perplejo.

Elimo se limitó a encogerse de hombros y escupió por la tronera. Epimeles también le había señalado que no le contara nada a Arquímedes, para no preocuparlo.

«No queremos que el muchacho se distraiga con nada —le había dicho—. No queremos que eche a perder su oportunidad. Si avanza sin problemas hasta la línea de meta, conseguirá la corona de vencedor, pero si pretende correr más de la cuenta, es posible que tropiece con sus propios pies.»—A lo mejor —repuso Elimo, esperanzado—podríais pedirle al capitán del fuerte que me proporcionase una estera, una manta y algo parar cenar.

—Muy bien. Procuraré conseguirte también un poco de vino, si te gusta.

—¡Gracias, señor! —dijo Elimo, con los ojos brillantes.

Durante la larga caminata hasta su casa, Arquímedes decidió que era todo un detalle por parte de Elimo quedarse a pasar la noche en el Hexapilón. La Acradina no estaba tan lejos como la Ortigia, pero era un trayecto largo, y cuando llegó a casa, era ya muy tarde. Marco le abrió la puerta, bostezando. Era el único en toda la casa que permanecía despierto. Desde luego, Elimo había hecho bien en quedarse a dormir con la catapulta.

Sin embargo, a pesar de su agotamiento, a Arquímedes le costó conciliar el sueño. Daba vueltas de un lado a otro por el calor, las manos llenas de ampollas le dolían y su cabeza no dejaba de pensar en todo lo que podía salir mal con la catapulta. Cuando por fin consiguió caer en un agitado sueño, fue para soñar que un ejército, equipado con arietes y torres de asalto, atacaba el Hexapilón. Sabía que si el enemigo llegaba hasta las murallas, entraría y mataría a todo el mundo. Si pudiera disparar la catapulta… Pero la máquina seguía desensamblada sin que pudiese acabar de montarla. Desesperado, empezó a golpearla, y el impacto de las manos magulladas contra la cama lo despertó de nuevo.

Gruñó, se tumbó boca arriba y permaneció así, mirando la oscuridad. Sentía punzadas en las manos. Pasado un minuto se levantó, bajó al patio y vertió un poco de agua en un cubo para mojarse las ampollas. En el cielo brillaba la Vía Láctea. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, sumergió las manos en el cubo y contempló las estrellas, lejanas y hermosas. La tierra era incomparablemente pequeña, y Siracusa, una diminuta mancha sobre una mota de polvo. Cerró los ojos, imaginándose la esfera ilimitada del universo, y la imagen de la catapulta se desvaneció por fin.

A la mañana siguiente, Arquímedes seguía durmiendo cuando alguien llamó con golpes rítmicos a la puerta de la casa. Marco, que andaba trajinando por el patio, abrió y se encontró con dos hombres perfectamente acorazados. Uno era Straton, casi irreconocible por lo bruñido de su peto, y el otro, un hombre fuerte y enjuto, con un precioso peto de bronce decorado con relucientes medallones de plata, un manto de color carmesí y el casco con cresta escarlata de los oficiales.

—¿Es ésta la casa de Arquímedes, hijo de Fidias? —preguntó el oficial.

Marco asintió y sobre el rostro se le cernió la habitual máscara.

—Tengo que hablar enseguida con él —dijo el oficial.

Filira descendía en ese momento por las escaleras que daban al patio, vestida con su túnica y con el cabello suelto. Cuando vio que había un desconocido en la puerta, dio un chillido y se detuvo en seco. El oficial le sonrió de una manera evaluadora que no le gustó en absoluto a Marco.

—El señor quiere hablar con vuestro hermano, señora —anunció, subrayando el título para que quedase claro que se trataba de la hija de la casa, no de una esclava.

Filira asintió y desapareció corriendo hacia arriba.

—¡Medión! ¡Medión, ha venido un oficial a buscarte! —gritó, irrumpiendo en la habitación de su hermano.

Arquímedes levantó la cabeza, gruñó y se tapó hasta arriba con la sábana.

Filira la retiró y le arrojó la primera túnica que encontró, y al instante el joven descendió a trompicones por las escaleras, descalzo y sin afeitar. Dionisos, hijo de Cairefón, había sido admitido en el patio y estaba charlando con Arata, mientras Straton permanecía montando guardia junto a la puerta de la calle. Cuando Arquímedes apareció, el capitán alzó las cejas.

—Vístete —le ordenó.

—Yo… esto… —dijo Arquímedes, pasándose la mano por el cabello enmarañado. Siempre le costaba despejarse por la mañana. Además, la noche anterior no había cenado, de puro agotamiento, y tampoco había comido al mediodía, así que no se encontraba en la mejor forma—. Yo… bien… ¿probaremos la catapulta hoy?

—El rey está revisando todos los fuertes de la muralla —dijo bruscamente Dionisos—y ha pedido presenciar las pruebas de tu catapulta. No sé cuándo llegará al Hexapilón, pero debo unirme a su escolta enseguida. De modo que vístete. Si se presenta allí y no estás, te quedarás sin trabajo.

Dedicó a los presentes un movimiento de cabeza y partió. Straton sonrió a Arquímedes y lo siguió a paso ligero.

El joven se rascó de nuevo la cabeza y suspiró. Filira, que había vuelto a desaparecer escaleras arriba, regresó con su manto bueno.

—¡Deja que al menos coma algo primero! —protestó él, mirando con aversión la prenda que le tendía su hermana.

—¡Medión! —exclamó Filira, enfadada—. ¡Era el capitán de la guarnición de la Ortigia! ¿No lo has oído? ¡El rey reclama tu presencia!

—¡Creo en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley! —replicó con orgullo.

—¡Y yo creo en que esta casa disfrute de unos ingresos! —gritó ella a modo de respuesta.

Arata se mordió la lengua para no refrendar lo que decía su hija: apoyar la democracia estaba muy bien en teoría, pero el dinero era bueno en la práctica, y para ello era necesario acatar la autoridad.

—Te prepararé una cesta con comida —le dijo a su hijo para consolarlo—. Marco la llevará.

Arquímedes, siguiendo la estela de Marco, llegó al Hexapilón antes de mediodía, pero el rey aún no había regresado de su paseo de inspección por el extremo sur de la ciudad, y nadie sabía cuándo se presentaría. La guarnición del fuerte continuaba ocupada limpiando y poniendo orden. De mal humor, Arquímedes se dirigió a la plataforma donde había montado la Bienvenida.

Elimo, que seguía acostado bajo la enorme máquina, se incorporó en cuanto lo vio aparecer. Estaba pálido y mareado, a consecuencia de la generosa cantidad de vino que había ingerido la noche anterior. Arquímedes lo saludó brevemente y se dispuso a comprobar que las cuerdas de la catapulta estuviesen bien tensadas.

Marco dejó en el suelo la cesta de comida y observó la máquina. Nunca había visto una tan grande. Deslizó la mano por la madera de roble del tronco, luego se dirigió hacia el extremo de la vara y miró a través de la abertura apoyando la mano en el gatillo, que permanecía sin tensar. Se imaginó un proyectil de treinta kilos volando y se estremeció.

—Es una belleza, ¿verdad? —le preguntó Elimo.

Marco no dijo nada. «Belleza» no era exactamente la palabra que le había acudido a la cabeza al ver a Bienvenida. Miró de reojo a su amo, que acababa de abrir la cubierta de la tronera y escrutaba el exterior. Resultaba difícil asociar a una persona tan abstracta y bondadosa con algo tan potente y mortal. Durante un momento se sintió sacudido por la contradicción interna de sus deseos. Deseaba que aquella máquina fuese un éxito, por el bien de la familia y por el bien de Siracusa. Pero no quería que se utilizase contra los romanos.

Arquímedes se despojó de su manto nuevo y lo dejó colgando en el alféizar.

—¿Dónde está la comida, Marco? —preguntó con voz lastimera.

Se sentaron junto a la tronera abierta y dieron cuenta del pan y los higos que Arata les había preparado. Elimo se sentó con ellos, pero no quiso comer.

El sol de la mañana inundaba el paisaje que había a sus pies. La vista era asombrosa. Los fundadores de Siracusa habían ido amurallando a lo largo del tiempo la zona del puerto, pero en aquel punto eran vulnerables a cualquier invasor que pudiese dominar la meseta de Epipolae, que se elevaba por encima de ellos en dirección oeste, de modo que a medida que la ciudad fue creciendo y aumentando su poder, hubo que ir completando las murallas que recorrían esas colinas, que se encontraban a considerable distancia del corazón de la ciudad. Las fortificaciones no sólo se habían mantenido en buen estado, sino que habían ido renovándolas casi continuamente y dotándolas, además, con los últimos avances en maquinaria de guerra. Las murallas originales estaban cubiertas con un tejado de empinada pendiente que servía para proteger a los defensores del fuego de las catapultas, y se habían añadido troneras para la artillería que se cerraban con portillas de bronce. Desde la torre del Hexapilón, Marco y Arquímedes divisaban la carretera del norte, que serpenteaba a lo largo de fértiles campos de cultivo y viñedos, y a lo lejos se erguía el Etna, humeante y coronado de nieve. Terminado el almuerzo, Arquímedes observó el volcán, preguntándose qué sería lo que hacía que entrara en erupción y si su forma, la de un cono de ángulo obtuso, tendría algo que ver con su fiera naturaleza. Las secciones de los conos de ángulos obtusos poseían algunas propiedades extremadamente interesantes. Buscó a su alrededor algo con lo que dibujar.

Cuando el rey Hierón llegó a la torre del Hexapilón y subió las escaleras que accedían a la parte superior, se encontró con un joven vestido con una túnica vieja que rascaba el entarimado del suelo con un cuchillo de cortar pan. Los dos esclavos que habían permanecido sentados en el extremo de la enorme catapulta se pusieron en pie de un salto tan pronto como la cabeza del rey asomó por la caja de la escalera, pero el joven continuó con sus garabatos, ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

El rey ascendió los últimos peldaños y entró en la plataforma de la catapulta. Lo seguía su séquito: cuatro oficiales; su secretario; Dionisos; el capitán del Hexapilón; Eudaimon, el constructor de catapultas; Calipo, su ingeniero jefe, y seis soldados, Straton, entre ellos. Arquímedes, que no se había percatado de la presencia de nadie, siguió sentado en cuclillas, mordisqueando la empuñadora del cuchillo y observando con gran interés sus dibujos.

Marco miró nervioso al rey, dio un paso adelante y dijo entre dientes, desesperado:

—¡Arquímedes!

—¿Sí? —preguntó él, sin dejar de morder el cuchillo.

El rey se aproximó un poco y echó un vistazo a los garabatos: curvas gemelas recortadas a partir de un amplio cono doble.

—Hipérbolas —observó.

Arquímedes emitió un gruñido de conformidad y se quitó de la boca el mango del cuchillo.

—Me gustaría tener aquí mi compás. Y una regla.

—Aquí está quien las impone —dijo Hierón.

Arquímedes apartó los ojos del dibujo para fijarse en los pies que tenía delante. Luego, comprendiendo de pronto el significado de aquellas sandalias tachonadas de oro y encaje de color púrpura, levantó la vista, dio un salto y se sonrojó.

El rey sonrió. Era un hombre regordete, una cabeza más bajo que Arquímedes, con un rostro agradable, de facciones redondeadas y bondadosas, negro cabello rizado y la mirada inteligente y oscura de su hermana. Parecía más el dueño de una posada de campo que un tirano siciliano, a pesar del manto y la túnica color púrpura y la diadema que llevaba en la frente. Además, era más joven de lo que Arquímedes había imaginado; no aparentaba mucho más de treinta y cinco años.

—Supongo que eres Arquímedes, hijo de Fidias.

—Oh, sí —tartamudeó él, intentando recordar qué había hecho con su manto—. Salud, ¡oh, rey!

—¡Salud! Conozco a tu padre —dijo Hierón—. De hecho, estudié con él un par de meses, cuando era joven. Me he enterado de que está enfermo. Lo siento mucho. ¿Qué le sucede?

Colorado todavía por lo embarazoso de la situación, Arquímedes balbuceó un breve relato sobre la dolencia de Fidias. Hierón lo escuchó con atención y luego le pidió que le transmitiera al enfermo sus deseos de una pronta recuperación.

—Y dile que siempre deseé poder haber estudiado más tiempo con él —añadió—. Pero no es ése el tema que nos ocupa hoy. ¿Es ésta la catapulta de un talento que has construido para mí? —Rodeó la máquina a grandes zancadas—. ¡Por Heracles, es enorme! ¿Para qué sirve esta rueda?

—Es para ayudarla a pivotar, señor —dijo Arquímedes, e hizo una demostración.

Calipo, el ingeniero jefe de Hierón, un hombre alto, de nariz aguileña y unos cuarenta años de edad, se abalanzó al instante sobre la catapulta, apartando al rey prácticamente a codazos, y examinó con detalle el sistema de poleas y tornos.

—¿Es alejandrino todo esto? —preguntó.

—Bueno, no —respondió Arquímedes, sintiéndose incómodo—. Yo… Es un sistema que acabo de desarrollar. Pero funciona.

Calipo emitió un ruido entre dientes, mitad siseo y mitad silbido, y lo miró con incredulidad. Hierón apartó con delicadeza al ingeniero y se acercó a los tornos. Observó por el tronco a través de la abertura, enfocó la catapulta hacia un terreno vacío situado al norte de la carretera y se dispuso a accionar el tercer torno para elevarla.

—Eso no va muy bien —le dijo Arquímedes, de nuevo incómodo—. En la próxima intentaré perfeccionarlo.

Hierón arqueó las cejas. Calipo tuvo que ayudarlo, pues estaba muy duro, pero entre los dos hicieron que subiese lentamente la enorme catapulta hasta alcanzar su máxima elevación.

—Funciona —dijo Hierón—. ¿Qué es lo que piensas perfeccionar?

Arquímedes le explicó la idea que se le había ocurrido. Se trataba de fijar un tornillo a una rueda que se situaría debajo de la catapulta. Calipo repitió su sonido silbante y lo miró con mayor incredulidad si cabe. Hasta aquel momento, para lo único que se utilizaban los tornillos era para unir cosas.

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