El contador de arena (16 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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—Querido, te estás arruinando por mí, y no puedo permitir que eso suceda.

—¡Construiré más caracoles de agua! —intentó disuadirla él.

—No, querido. Sólo existe un Pegaso, y no seré yo quien lo mantenga sujeto a la tierra cuando podría tener el cielo.

A Lais le gustaba cómo tocaba. Pronto comprobaría si a Delia le gustaba también.

La joven se llevó las flautas a la boca, captó su mirada y empezó a interpretar la variación de Eurípides que estaba tocando el día en que se conocieron. Arquímedes escuchó unos instantes y luego se le unió. Al principio se limitó a acompañar la melodía en un tono más bajo, pero a medida que fueron avanzando, comenzó a adornarla con notas elegantes y sincopadas. A Delia le brillaban los ojos de placer. Pasó la melodía a la flauta alta y utilizó la tenor para el acompañamiento. Arquímedes la imitó enseguida y se puso a tocar la melodía en el aulos bajo y el acompañamiento en el barítono. Delia añadió al alto el sincopado; Arquímedes respondió con el bajo. Interpretaron la pieza hasta el final, entusiasmados por la forma en que las frases altas y bajas reverberaban contra las medias.

Finalizada la melodía, Delia entonó unos cuantos quiebros ornamentales y luego inició, sin previo aviso, una pieza dramática de música de coro con un ritmo complejo y vivo. Arquímedes se le unió a mitad de una frase, y empezó a juguetear con los ritmos, estirando los largos y uniendo los cortos. La joven le lanzó una mirada de sorpresa; él se apartó las flautas de la boca el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa y siguió tocando, sustituyendo los ritmos largos por complicadas frases de acompañamiento. Delia abrió los ojos de par en par, y Arquímedes retomó la melodía; después de unos cuantos compases, ella comenzó a alternarlos como él había hecho previamente, dubitativa al principio y decidida después, convirtiendo las notas en una ráfaga de trinos. Arquímedes abandonó de nuevo el tema principal y, durante un minuto, ambos secundaron aquella melodía que había surgido de la complicidad entre dos mentes, una fuerza silenciosa que mantenía unidas dos salvajes improvisaciones. De pronto él regresó a la melodía; Delia lo siguió al cabo de medio compás, y juntos fueron disminuyendo el ritmo hasta acabar en una única nota arrastrada.

Dejaron las flautas al mismo tiempo, sonrieron y exclamaron al unísono, casi sin aliento:

—¡Tocas muy bien!

Y ambos se echaron a reír.

Delia se volvió hacia su cuñada.

—¿Habías oído una cosa así alguna vez? —le preguntó, emocionada.

Filistis sacudió negativamente la cabeza, con expresión resignada.

—En mi casa nos gusta improvisar —explicó Arquímedes, secando con el manto las boquillas de las flautas—, pero no con los aulos. Bueno, yo sí lo hago, pero el resto de mi familia prefiere los instrumentos de cuerda. Tocar con otro aulista… ¡es como cuadrar el círculo, por Apolo!

Filistis se levantó de repente y se alisó la túnica.

—Ha sido muy… interesante —dijo, con el aspecto de haberlo encontrado únicamente soportable—. Muy… inusual. Pero no debemos retrasarte más, amigo. Estoy segura de que tienes mucho trabajo esperándote en el taller de las catapultas. Siento que mi padre no haya regresado todavía. Le diré que has venido.

Arquímedes estuvo a punto de responderle que, de momento, su labor en el taller estaba acabada, pero comprendió que aquello era una despedida. Abrió la boca… y volvió a cerrarla. Entendía que la reina no deseara verlo deambulando por la casa como un viejo amigo de la familia. De mala gana, se despojó de la cinta de cuero y de los aulos prestados y dio las gracias. Luego, colocándose el manto en su debido lugar y con un suspiro apenado, deseó felicidad a las señoras y se marchó, abatido.

Apenas el joven quedó fuera de su campo de visión, Delia se giró enfadada hacia la reina.

—¿Por qué le has dicho que se fuera? —preguntó—. No ha sido interesante, ¡sino maravilloso!

—Lo he despedido precisamente por eso, porque he visto tu cara —dijo Filistis—. Hermana… ¡es un constructor de catapultas!

—¡Por Zeus! —exclamó Delia, enfadada—. ¿Significa eso que no debería tocar la flauta? Te recuerdo que has sido tú la que le ha sugerido que lo hiciese; lo que no te ha gustado es que yo me uniera a él. ¡Estoy autorizada a tocar!

Filistis esbozó una mueca. Siempre había pensado que era indecoroso que una joven tocara la flauta, y no le agradaba que Delia tuviera permiso para hacerlo. Sin embargo, el asunto no era ése.

—Pero no con jóvenes enamoradizos —dijo, muy firme.

—¡Hombres enamoradizos! —exclamó Delia, fuera de sí—. No piensas en otra cosa. ¡No se me permite ir a ninguna parte, ni hacer nada, ni hablar con nadie, por miedo a que esa asquerosa criatura llamada Amor pueda sorprenderme! Ha sido maravilloso tocar así, nunca había interpretado de esa manera, era música pura y en absoluto indecorosa… Pero se ha terminado, ¡simplemente porque estaba pasándolo bien!

Filistis suspiró, exasperada. La hermana de su marido era una persona difícil. Siempre quería lo imposible y montaba en cólera cuando no lo conseguía.

—No estoy acusándote de nada indecoroso, querida —dijo, apaciguadora—. Sé que estabas disfrutando con la música. Pero los hombres, sobre todo los jóvenes, son criaturas enamoradizas. En cuanto los miras a los ojos, ya desean acostarse contigo, y tu deber es asegurarte de que eso no suceda. Pasarlo maravillosamente bien con un joven pobre e insignificante es el camino más directo a la infelicidad.

—¡No ha habido nada de eso! —dijo, indignada, Delia—. ¡En absoluto!

Cogió los cuatro aulos y comenzó a secarlos.

Desde hacía años sabía que acabaría casándose para beneficiar políticamente a su hermano, para cimentar alianzas con algún importante noble siciliano o con algún príncipe extranjero. No era lo que deseaba, pero siempre lo había aceptado. Se lo debía a su hermano, por todo lo que había hecho por ella.

Delia no recordaba a su madre, y su padre había muerto cuando ella tenía cinco años. Durante el año posterior a su fallecimiento, vivió con unos tíos, y aquella etapa fue la peor de su vida. Era la única hija legítima de su padre, y la heredera de sus propiedades. Su tío gestionaba sus bienes, esperando que ella muriese para quedarse con todo. Pero en aquella época no lo había entendido así, naturalmente. Lo único que sabía era que sus tíos la odiaban, que era una niña malvada, torpe y estúpida, que no hacía nada bien y que incluso los esclavos odiaban tener que cuidar de ella. Había oscilado entre humillantes intentos de ganarse la aprobación de sus tíos y estallidos de rencor apasionados: los primeros habían sido menospreciados, y los últimos, salvajemente castigados.

Hasta que una tarde la convocaron al salón y le presentaron a Hierón, su hermanastro.

Sabía de su existencia, aunque cualquier mención de su nombre en la casa producía siempre murmullos de desaprobación: «El bastardo que ha prosperado en el ejército», «El bastardo que forma parte del mando conjunto de los amotinados», «¡El bastardo que se ha casado con la hija de Leptines y se ha convertido en tirano!». Pero no lo había visto nunca antes, y no supo qué decirle. Su tía la regañó por su silencio y Hierón frunció el entrecejo.

Al día siguiente, sus ultrajados tíos le informaron de que su hermanastro había insistido en que fuera a vivir con él. Entró aterrorizada en la mansión, segura de que había disgustado a su nuevo amo… pero se encontró con una cálida bienvenida y arrastrada sin el menor esfuerzo hacia la felicidad. Durante los primeros años intentó portarse bien para ganarse la aprobación de su hermano, pero al final comprendió que no tenía que ganarse nada. Hierón daba generosamente, con un buen humor y una tolerancia que le permitían ser ella misma.

Hierón no había disfrutado aún de la única ventaja que Delia podía proporcionarle, y ella cada vez se sentía más insatisfecha con su vida. En un mundo donde las jóvenes solían casarse a los catorce años, ella había cumplido los dieciocho y seguía siendo virgen. Las muchachas con las que había compartido las lecciones de baile y música ya eran madres, pero ella continuaba en casa de su hermano, sin nada que hacer. Hierón se negaba a darla en matrimonio a un extranjero. Los aristócratas romanos y cartagineses no se casaban casi nunca fuera de sus círculos, y poco beneficio podía obtener el rey uniéndola a algún joven príncipe de una casa real griega. Y por lo que a la nobleza de Siracusa se refería, no estaban nada claras las ventajas políticas que pudiera ofrecer su boda.

Pero, aun así, no cuestionaba su destino: si podía proporcionarle a Hierón un provecho político, se alegraría por ello. Simplemente se decía para sus adentros, molesta, que tocar la flauta con un hombre no significaba que fuera a enamorarse de él.

Arquímedes seguía decaído cuando llegó a la calle, aunque más por el calor reinante que por el desengaño. A Delia le había gustado el regalo y había podido interpretar un dueto con ella. La música había resultado tonificante. Si tuvieran ocasión de tocar juntos con regularidad y aprender sus respectivos estilos, podrían hacer algo interesante.

Intentó imaginarse de qué manera un constructor de catapultas podría arreglárselas para formar duetos regularmente con la hermana de un rey, y se sintió abatido. Se aflojó el manto. Hacía demasiado calor para ir con prendas de lana.

Cuando llegó a la calle principal, vio al regente Leptines, que se alejaba a paso ligero por la vía pública en medio de un pelotón integrado por una docena de soldados. Se sujetó el borde del manto para evitar que se le cayera y echó a correr tras ellos. Los soldados que iban en la parte trasera del grupo se detuvieron en seco al percatarse de su presencia, y Arquímedes se encontró con media docena de lanzas apuntando hacia él. Se detuvo a su vez, jadeante.

Leptines se volvió para ver qué sucedía. Al descubrir de quién se trataba, indicó con un ademán a los soldados que depusieran las lanzas.

—¿Qué quieres? —preguntó, airado.

—Es sobre la catapulta, señor —respondió Arquímedes—. He ido a vuestra casa para deciros que ya está lista, pero no os encontrabais allí. ¿Dónde queréis que la coloquemos?

—¡Al menos hay algo listo en esta ciudad odiada por los dioses! —exclamó Leptines—. ¿Funciona?

—Sí —dijo sin vacilar.

—Entonces llévala al Hexapilón —ordenó el regente.

A lo largo de los veinticinco kilómetros de muralla que rodeaba la ciudad de Siracusa había apostadas catapultas de todos los tamaños, pero las más grandes estaban concentradas en las baterías de los fuertes. El Hexapilón era el fuerte que protegía la puerta norte de la calle principal, la primera defensa contra cualquier ejército que llegara procedente del norte y de Mesana. Arquímedes se humedeció los labios.

—Sí, señor. ¿Y las pruebas?

Leptines, o bien se había olvidado del acuerdo al que había llegado con él, o bien se había olvidado de todo lo relacionado con las catapultas.

—¡Has dicho que funciona! —exclamó, indignado.

—¡Sí, señor, estoy seguro! Pero necesito realizar algunas pruebas para demostrarlo y… para que me paguen.

Varios de los soldados sonrieron. Arquímedes descubrió entonces que uno de ellos era Straton. No lo había reconocido, pues todos iban ataviados con petos y cascos idénticos.

Leptines permaneció un rato con el entrecejo fruncido y luego resopló, burlón.

—Muy bien, llévala al Hexapilón —dijo—. Y cuando la tengas instalada, comunícamelo y mandaré a alguien para que la observe. Si funciona, empieza a construir otra de inmediato.

—¡Sí, señor!

—Señor, ¿deseáis que disponga los preparativos para el transporte de la catapulta? —preguntó Straton, astutamente.

—¡Muy bien! —dijo el regente.

Hizo un gesto a sus soldados, y la comitiva siguió avanzando por la calle, dejando a Straton con Arquímedes.

—Gracias —dijo el joven—. No sabía a quién recurrir para trasladarla. Necesitaremos un carro grande.

Straton sonrió.

—¡Gracias a ti por librarme de tener que seguir corriendo arriba y abajo! —respondió—. Esta mañana hemos ido y vuelto dos veces del arsenal a los muelles. —Se ajustó el casco en la cabeza y se acomodó la lanza sobre los hombros—. Además, quiero echarle un vistazo a esa catapulta de un talento.

Emprendieron el camino hacia el taller, en dirección contraria a Leptines. Pasado un minuto, Arquímedes dijo, con cierta inseguridad:

—En la residencia del rey he oído que hemos obtenido una victoria.

Straton asintió.

—Eso dicen.

—Entonces, ¿por qué el rey levanta el sitio y vuelve a casa?

Straton encogió los hombros con dificultad debajo de la coraza.

—El zorro tiene muchos recursos…

—Y el erizo, sólo uno, pero muy bueno —dijo Arquímedes, completando el refrán—. Pero ¿por qué regresar a la ciudad y jugar al erizo cuando posees la fuerza para actuar como un zorro y acabar con las ratas? No lo entiendo. ¿Ha sido realmente una victoria?

Straton volvió a encogerse de hombros.

—Dicen que sí. En cualquier caso, no ha sido una derrota. Sólo sé una cosa: el rey Hierón es un zorro listo, y si piensa que es el momento de levantar el sitio y volver a casa, es que tiene un buen motivo para hacerlo.

Continuaron caminando un rato en silencio. La pregunta que en realidad deseaba formular Arquímedes era: «¿Seguirán los romanos al rey Hierón hasta Siracusa y nos sitiarán entonces a nosotros?» Pero no se atrevía. Recordaba el último asedio a la ciudad, cuando aún no había cumplido nueve años. La comida escaseaba y la familia tenía que compartir una barra de pan diaria entre cuatro adultos y cuatro niños. Se alimentaban de ratas, cuando conseguían atraparlas, y de hierbas y arañas cuando no. El esclavo que había precedido a Marco cayó enfermo y murió; seguramente habría sobrevivido de disponer de más comida.

En una ocasión, Arquímedes acompañó a su padre hasta las murallas de la ciudad, y midieron las sombras que proyectaban los muros para calcular la distancia que los separaba del ejército sitiador, acampado justo fuera del alcance de las catapultas.

—¿Qué ocurriría si entraran? —le preguntó a su padre, y Fidias movió la cabeza y se negó a responder.

Se trataba de los cartagineses, por supuesto. Y no habían conseguido entrar.

Llegaron al taller, donde estaba la gran bestia, encogida, como antes. A Arquímedes le pareció de repente más bella que nunca. Si aparecían los romanos, tampoco lograrían entrar.

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