—Sí.
—¡Que los dioses los destruyan! También a mí —dijo el samnita, y le tendió la mano.
Marco hizo un gesto indeciso para estrechársela y derramó la sopa sobre los estuches de las flautas. Maldijo. El samnita lo ayudó a secarlas, mientras el joven del taburete reía entre dientes. El mayordomo se limitó a observar con mirada cínica.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el samnita; y cuando Marco se lo dijo, exclamó—: ¡Sin duda tu padre te puso Mamerto, y ése es el nombre que deberías usar, no el que te dio un romano!
—Fui vendido como Marco, y ya no puedo cambiarlo.
El samnita hizo un comentario denigrante hacia los griegos, en lengua osca, y empezó a interrogar a Marco acerca de su lugar de origen en Samnia y sobre dónde lo habían hecho esclavo. Marco sudó y mintió, consciente de que el mayordomo sonreía mientras tanto. Por suerte, el samnita pronto comenzó a entusiasmarse recordando su propia historia y dejó de hacer preguntas, aunque no pudo librarse de él. Incluso después de que los demás se enfrascaran en una discusión sobre la guerra y los precios, el samnita se pegó a Marco y siguió divagando sobre las maravillas de Samnia y las maldades de los romanos. Marco se moría ganas de decirle que se callase, pero no se atrevió.
Después de lo que se le antojó una eternidad, entró un camarero con una jarra de un vino sorprendentemente bueno y le lanzó una fría mirada a Marco.
—¿Eres tú el esclavo de ese nuevo ingeniero? —le preguntó, y cuando Marco admitió que lo era, el hombre, visiblemente enfadado, dijo—: ¿Y siempre dibuja en las mesas?
Eso motivó que el joven del taburete rompiera a reír. En cuanto se calló, el samnita comenzó de nuevo.
Después de otra eternidad apareció otro camarero para anunciar que los invitados estaban preparados para un poco de música. Marco cogió las flautas y se encaminó aliviado hacia el comedor. No le importaba dónde fuera a pasar el resto de la velada, siempre y cuando fuese lejos del samnita… y del mayordomo.
Arquímedes no había disfrutado de la cena mucho más que su esclavo. Nada más llegar, Hierón le preguntó por los preparativos para la demostración, y él cometió un error: responder. Le dijo que iban muy bien y que el proyecto era sumamente interesante. Luego dio una charla a los presentes sobre todo lo relacionado con las poleas compuestas, las ruedas dentadas, los principios de la palanca y las ventajas mecánicas del tornillo, acompañando sus explicaciones con algunos diagramas que dibujó en la mesa, utilizando el vino a manera de tinta y sirviéndose de cuchillos y panes para ilustrar los puntos. De vez en cuando, Hierón y el ingeniero Calipo le formulaban atinadas preguntas, mientras el resto de los invitados lo observaban con expresiones que iban desde la rabia hasta la más completa incredulidad, como si fuese un mosquito que había caído en la sopa, y el mayordomo y los esclavos contemplaban boquiabiertos el lío que había montado en la mesa. Cuando finalmente Arquímedes se percató de que llevaba media hora hablando sin parar, se puso colorado y se sumió en un profundo silencio.
Durante el resto de la cena permaneció callado, tan incómodo que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba comiendo. Leptines y los consejeros de la ciudad hablaron de finanzas, y Calipo y los oficiales del ejército discutieron sobre fortificaciones, interrumpidos de vez en cuando por los ocasionales comentarios del rey. Arquímedes se sentía ignorante, inexperto y extremadamente estúpido.
Acabada la cena, entraron los esclavos con el postre, manzanas y almendras con miel. Hierón se incorporó y sirvió unas pocas gotas de vino virgen, la ofrenda a los dioses que cerraba la comida. Se suponía que ése era el momento en que empezaba la parte más agradable de la velada, cuando retiraban los platos y los invitados podían seguir bebiendo, charlando y escuchando música.
—Mis queridos amigos —dijo Hierón, mientras los esclavos rellenaban las copas—. He pensado que, dada la tensa e infeliz situación en que se encuentra nuestra amada ciudad, nos vendría bien alegrarnos con un poco de música. Para aquellos dotados por las musas, tocarla es, a buen seguro, un placer mayor incluso que escucharla. Por eso, sabiendo que algunos de vosotros sois expertos intérpretes, os he invitado a traer vuestros instrumentos. ¿Qué me decís? ¿Os parece que iluminemos la velada con canciones?
Naturalmente, todos se mostraron de acuerdo, y varios esclavos, entre ellos Marco, entraron enseguida cargados con cajas y estuches envueltos en tela. Arquímedes se sorprendió al ver que a Leptines le entregaban una cítara, y a Calipo, una lira. Uno de los consejeros de la ciudad tenía un barbitón —una lira grave—, y uno de los dos oficiales del ejército, una segunda cítara. Él era el único aulista. Cogió los estuches de las flautas, y al notar que estaban pegajosos, le lanzó una mirada de sorpresa a Marco. Pero éste exhibía su máxima expresión de impasibilidad y no respondió con más que un pestañeo. Arquímedes dudó, abrió los cuatro estuches, insertó las lengüetas en los cuatro aulos y se colocó la cinta para las mejillas.
—¿Capitán Dionisos? —dijo Hierón, sonriendo—. Sé que tienes una voz muy agradable. Quizá podrías hacernos el favor de… ¿Qué tal
La canción de la golondrina
? Ésa la sabemos todos, ¿no es así?
En efecto, todos la conocían. Dionisos, hijo de Cairefón, que sin duda se encontraba menos cómodo en la residencia del rey que en el Aretusa, se puso en pie, esperó a que se apaciguaran las discusiones entre los instrumentistas, levantó la cabeza y entonó la antigua canción popular:
Ven, ven, golondrina.
¡Ven y trae de nuevo la primavera!
Truenos la mejor estación,
¡vientre blanco, ala negra!
Marco había conseguido escabullirse por la puerta del fondo hacia uno de los jardines y se sentó junto a una palmera a escuchar. El aire nocturno era agradablemente fresco y los sones de la canción llegaban con claridad desde el comedor iluminado por las antorchas. Dionisos poseía, en efecto, una agradable y potente voz de tenor. El acompañamiento de Leptines era quizá demasiado formal para un tema popular, pero los demás captaron de inmediato el espíritu de la música, especialmente el que tocaba el barbitón. Marco se percató de que Arquímedes había elegido los aulos tenor y soprano: el primero seguía la melodía, y el segundo emitía unos trinos parecidos a los de la golondrina que se arremolinaban e intercambiaban por encima de la línea melódica. Cuando finalizó la canción, todos los presentes aplaudieron.
Nada más empezar el siguiente tema, Marco oyó un crujido entre los arbustos y alguien apareció en el oscuro jardín. El cuidado con el que la figura se abría paso entre las plantas hizo que el esclavo sospechara que se trataba de una mujer, aun cuando no era más que una sombra en el otro extremo del patio. Ella no vio a Marco hasta que casi tropezó con él. Entonces le preguntó, irritada, en un susurro:
—¿Quién eres tú?
Delia estaba de mal humor por no haber podido asistir al banquete. Todo el mundo estaba de acuerdo en que las chicas respetables no debían sentarse a la mesa con los hombres, y mucho menos aparecer después de la cena y ofrecerse a tocar la flauta… Pero ella no compartía esos criterios, ni en ése y ni en otros muchos temas. Así pues, había decidido acercarse en silencio para disfrutar de la música, ¡y se encontraba con alguien montando guardia para impedírselo!
Sin embargo, la forma oscura que estaba sentada bajo la palmera le musitó, a modo de respuesta:
—Perdón. Soy el esclavo de uno de los invitados. He venido aquí a escuchar el concierto.
—Oh —dijo Delia. La presencia de aquel hombre en el jardín no tenía nada que ver con ella, y no podía poner objeciones a alguien que estaba haciendo lo mismo que ella—. Puedes quedarte —le concedió.
Se retiró unos pasos y se sentó en un banco de piedra situado bajo una parra, y durante un rato ambos permanecieron escuchando en silencio. La canción popular fue seguida por un aria de Eurípides (la formalidad de Leptines se sintió entonces a sus anchas), una canción de taberna y una de lamento. Después de una pausa, rompió la calma un dueto entre el barbitón y los aulos, una cascada salvaje en las cuerdas y un remolino en las flautas, notas tan consistentes y rápidas que el oído tenía que esforzarse para seguirlas. El barbitón iluminó la noche, mientras las flautas bailaban a su alrededor, acompañando unas veces a la melodía, otras contraatacándola, y en las frases finales, fundiéndose con ella en una armonía sorprendente. Al finalizar, tras un momento de silencio, se oyó una tromba de aplausos.
El esclavo suspiró, satisfecho, y Delia sintió una simpatía repentina hacia él: igual que a ella, la fiesta le estaba prohibida, y debía conformarse con extasiarse con la música en la oscuridad.
—¿Quién es tu amo? —le susurró en un tono de voz apenas audible. La música se había detenido mientras los invitados bebían vino, y no quería que la oyesen.
—Arquímedes, hijo de Fidias —respondió Marco. En condiciones normales, se habría presentado, pero en ese momento no deseaba pronunciar su nombre romano.
—¡Oh! —exclamó Delia.
Marco captó el tono de reconocimiento en su voz y apretó los dientes con rabia. Al parecer, la casa real entera había estado hablando de su amo. No tenía ni idea de quién era aquella joven, pero por la forma en que le había concedido permiso para quedarse, se dio cuenta de que era una mujer libre e importante.
Después de un instante, Delia dijo:
—Tu amo toca soberbiamente la flauta.
Marco consideró el elogio desde todos los puntos de vista posibles y llegó a la conclusión de que no tenía una segunda lectura. Emitió una especie de gruñido para mostrar su conformidad y añadió:
—El que toca el barbitón también es bueno.
Siguió un prolongado silencio, roto tan sólo por el sonido de las voces que conversaban en el comedor y el ulular de un búho procedente de algún rincón del jardín. Delia observó con atención la sombra oscura y encogida del esclavo, reprimiendo su deseo de hablar con él, de decirle algo… importante, pero ¿qué? Una tensión indefinida en su interior le decía a gritos que debía aprovechar aquel encuentro providencial para alertar a Arquímedes de que…
Se aconsejó a sí misma no ser ridícula. ¿Alertar a Arquímedes contra su hermano, un hombre tolerante, generoso y a quien tanto quería? ¡Lo único que iba a hacer Hierón era no pagarle más que el sueldo acordado! Quizá fuera ése el mensaje que quería transmitirle: «¡No te vendas tan barato!» Pero en realidad ella no deseaba que Arquímedes se vendiese a ningún precio. Ni a Hierón, ni a Siracusa.
—Tu amo… —comenzó al fin, sin saber muy bien cómo seguir ni si debía hacerlo—. ¿Es un buen amo?
Marco analizó también esa pregunta y descubrió que era de difícil respuesta. Para empezar, rara vez pensaba en Arquímedes como su amo, y cuando lo hacía, sentía una punzada de rencor. En la mayoría de las ocasiones pensaba en él simplemente como Arquímedes: un caso exasperante, asombroso y sin precedentes.
—No lo sé —contestó, sorprendido por su franqueza—. Creo que la mayor parte de las veces se olvida de que es mi amo. ¿Lo convierte eso en un buen amo o en un amo malo?
Delia suspiró, impaciente.
—¿Te gusta?
—Sí… casi siempre —admitió él con cautela.
—Entonces, escucha. Dile que le deseo lo mejor. Y dile… dile que mi hermano está esperando ver cómo resulta su demostración para decidir qué oferta le hace. Si sale bien, deberá andarse con más cuidado que si sale mal.
Marco se quedó mirándola. En la oscuridad del jardín, no podía ver más que el brillo de unos ojos en un pálido rostro. «Su hermano», pensó.
—¡No lo entiendo! —dijo, perplejo. Y añadió rápidamente—: Señora, si el rey alberga alguna sospecha sobre mi amo…
—¡Nadie sospecha de él! —Como siracusana, sabía de sobra que la primera emoción que inspiraba el interés de un tirano sobre alguien era el miedo—. ¡No se trata de eso! Es sólo que Hierón piensa que él puede llegar a tener un valor incalculable… y podría haber algo en el contrato que… no sé, que lo vinculara en algún sentido del que luego pudiera acabar arrepintiéndose. Sólo… dile que vaya con cuidado. —Se interrumpió, mordiéndose el labio. Una vez dicho, la naturaleza de su aviso parecía haberse alterado. La noche y la oportunidad inesperada le habían tendido una trampa y habían abierto una brecha en la lealtad que le debía a su hermano. Sonrojada y muerta de vergüenza, se puso en pie de un salto—. ¡No! —dijo, en un acalorado susurro—. ¡No le digas nada! —Dio media vuelta y echó a correr por el oscuro jardín como si el esclavo fuese a salir en su persecución.
Marco permaneció bajo la palmera, demasiado asombrado para poder moverse.
Después de un rato, la música cesó y la fiesta se dio por terminada. Marco entró de nuevo en el comedor para recoger las flautas de su amo, y se encontró con el esclavo elegantemente vestido, esperando al músico del barbitón, el cual estaba en ese momento charlando con Arquímedes. Mientras ambos aguardaban a que sus amos terminaran de hablar, Marco advirtió que el joven apuesto se reía entre dientes, por lo que se sintió aliviado cuando al fin pudieron abandonar la casa.
El éxito que Arquímedes había obtenido con las flautas había hecho que se olvidara del mal rato que había pasado al principio de la cena. El músico del barbitón, en particular, había sido muy gentil y le había propuesto que volvieran a tocar juntos en otra ocasión. Eso le resultaba gratificante, pues aquel hombre era uno de los más ricos de la ciudad y un famoso mecenas de las artes. No es que eso le importara mucho, pues al fin y al cabo él era demócrata, pero resultaba gratificante. Echó a andar a buen ritmo, jugueteando con el extremo del manto y tarareando.
Marco corría tras él, cargando con las flautas y con el semblante serio. Cuando llegaron a la calle principal, se puso a su altura y le dijo en voz baja:
—Señor, ha sucedido una cosa que deberíais saber.
—¿Qué? —replicó, sin prestarle demasiada atención.
—Estaba escuchando la música en el jardín… cuando se ha acercado la hermana del rey y…
—¿Delia? —preguntó Arquímedes, deteniéndose en seco y volviéndose hacia Marco. La luna llena, que iluminaba la amplia avenida, reveló su mirada de satisfacción.
«¿Delia?», pensó Marco sin poder creerlo.
—No sé cómo se llama —dijo, perplejo—. Pero era la hermana del rey. Me ha pedido que os dijera…