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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (26 page)

BOOK: El contador de arena
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—Es más de diez setentavos y menos de un séptimo.

Aunque la luz del atardecer no hubiera mostrado con claridad el rastro seco de las lágrimas en las mejillas del joven, Arata no habría confundido su estado absorto con una ausencia de sentimientos. Se agachó a su lado en silencio, como si su hijo fuese un animal salvaje al que no quería asustar.

—¿Qué es? —le preguntó.

Él le indicó con el compás un punto del dibujo en el que la circunferencia del círculo quedaba cortada por su diámetro. Al lado había escrito la letra π.

—Eso. —Después de un momento de silencio, añadió—: La gente suele decir que es tres y un séptimo, pero no lo es. No es un número racional. Si pudiese dibujar más lados del polígono, podría aproximarme más, pero nadie puede calcularlo de forma absoluta. Sigue y sigue eternamente.

Arata observó el círculo y las figuras trazadas. Fidias las habría comprendido. Ese pensamiento le resultaba muy doloroso.

—¿Y por qué es tan importante?

Arquímedes miró el círculo, sin verlo.

—Hay cosas que siguen eternamente —susurró—. Si alguna parte de nosotros no fuera eterna como ellas, ¿seríamos capaces de comprenderlo?

Y con esas palabras, Arata entendió el motivo de sus cálculos y, extrañamente, encontró consuelo en ellos. También su esposo había amado y creído en lo infinito, y ahora estaba allí. Rodeó a su hijo por los hombros, y ambos permanecieron inmóviles y en silencio un instante. Luego Arata suspiró.

—Hijo mío —dijo con decisión—, ahora eres el cabeza de familia. Debes cambiarte y bajar a saludar a los vecinos.

Arquímedes soltó el compás y se cubrió la cara con las manos. No quería hablar con nadie.

—Debes hacerlo —insistió Arata—. Él siempre se sintió muy orgulloso de ti. Permite que todo el mundo vea que ha dejado un hijo que lo honra.

Arquímedes asintió, se puso en pie y bajó con ella. El manto negro que le había encontrado había pertenecido a su padre. Al ponérselo, se estremeció.

En el patio se habían congregado ya varios vecinos, alertados hacía rato por la conmoción. Arquímedes los recibió con cortesía; ellos le respondieron ofreciéndole sus condolencias y fueron a presentar sus respetos al fallecido. Fidias, lavado, vestido con sus mejores ropajes y adornado con una guirnalda de hierbas y flores, yacía en la cama de su habitación de cara a la puerta, con los ojos cerrados y un pastelito de miel en su delgada mano a modo de ofrenda para el guardián de los reinos de la muerte. Arquímedes observó el cadáver con una curiosa sensación de indiferencia. Aquel objeto formal no tenía nada que ver con el astrónomo, con el que solucionaba rompecabezas, con el músico que lo había criado.

Filira, sentada a la cabecera del lecho, había empezado a tocar un canto fúnebre a la cítara; a medida que las mujeres del vecindario iban llegando, tomaban asiento a su lado y se unían a ella, bien cantando o simplemente lamentándose, de modo que la estancia acabó llena del suave quejido del duelo. Arata ocupaba una silla junto a la cama, con la cabeza cubierta, sin emitir sonido alguno.

Arquímedes se preguntaba si debería informar a más gente sobre el fallecimiento. Fidias había sido hijo único, pero Arata tenía un hermano, y luego estaban los amigos. ¿Debería preguntarle a su madre al respecto? Le parecía mejor no molestarla. ¿Y el funeral? Con el calor que hacía, debería posponerse para el día siguiente. Tendría que preparar madera e incienso para la pira y pensar en la comida funeraria. ¿Disponía de dinero para todo? A buen seguro, los tenderos le concederían un crédito.

Le resultaba extraño estar preocupándose por esas cosas, con el cadáver de su padre tendido en la cama.

Salió de nuevo al patio y se sintió aliviado al ver a Marco, que regresaba de la fuente pública con una gran ánfora llena de agua para que los visitantes se purificaran ritualmente después del contacto con el muerto.

—Marco —susurró, corriendo hacia él—, ¿a quién crees que deberíamos informar de esto?

—Vuestra madre ya se ha encargado de todo.

Arquímedes se sonrojó, avergonzado de que Arata se le hubiera adelantado.

Los visitantes siguieron llegando durante toda la tarde. Cuando empezó a oscurecer, los esclavos fueron en busca de antorchas y las distribuyeron por el patio y junto a la puerta. Acababan de encenderlas cuando Arquímedes se percató del alboroto que había en la calle… y entonces entró Hierón, seguido de su secretario. La inesperada aparición del señor de la ciudad provocó una oleada de desconcierto en el patio, repleto de gente, pero el rey hizo caso omiso a la conmoción generada y fue derecho a Arquímedes.

—Te ofrezco mis condolencias —dijo, estrechándole las manos—. Has perdido a un padre que era uno de los mejores hombres de la ciudad. Tu dolor debe de ser grande.

Arquímedes lo miró, asombrado y complacido ante una declaración pública de ese tipo procedente del rey. Fidias siempre había sido del agrado del vecindario… pero también se habían reído muchas veces de él.

—Gracias —respondió—. Sí, mi dolor es muy grande.

—Sería una vergüenza que no fuese así —dijo Hierón.

Como cualquier otro asistente, entró a la habitación del fallecido para ver el cadáver. Las mujeres, al verlo, se quedaron tan sorprendidas que interrumpieron sus lamentos, y se produjo un repentino, profundo y reverberante silencio. Una vez más, Hierón pasó por alto el efecto que su presencia producía e inclinó respetuosamente la cabeza hacia el muerto.

—¡Hasta siempre, Fidias! —dijo—. Siempre sentí no haber podido estudiar contigo más tiempo. ¡Que la tierra sea ligera sobre ti! —Luego se dirigió a Arata, que seguía sentada junto al cuerpo de su esposo, con el rostro cubierto por el velo—. Buena señora, tu pérdida es grande. Pero confío en que las sobresalientes cualidades de tu hijo te sirvan de algún consuelo.

Arata, que se había quedado sin habla, apretó contra su pecho el manto y asintió sin decir palabra. Hierón le respondió moviendo también la cabeza, a modo de despedida, y se retiró.

De nuevo en el patio, se volvió hacia Arquímedes.

—Por favor, permite que te demuestre la estima en que tenía a tu padre, y el respeto que siento por ti, y concédeme el favor de ocuparme del funeral. Si estás de acuerdo, mis esclavos y todos los recursos de mi casa quedan a tu disposición.

—Yo, yo… —tartamudeó Arquímedes, casi tan incapaz de hablar como su madre—. Os lo agradezco.

Hierón sonrió.

—Bien. Sólo tienes que decirle a mi secretario Nicóstrato, aquí presente, lo que quieres, y él se encargará de que todo esté dispuesto para ti. —Le presentó con delicadeza al secretario, le dio un golpecito en el brazo y se giró para irse. Pero enseguida dio media vuelta y añadió—: Ah, no he olvidado que aún no has recibido el pago por la asombrosa catapulta que has construido. Me avergüenza no poder pagarte lo que seguramente vale una máquina tan buena como ésa, pero Nicóstrato tiene algo que darte por ella. ¡Te deseo felicidad! —Y con eso, se lavó superficialmente las manos, siguiendo el ceremonial, con el agua que habían situado junto a la estrecha puerta y salió a la oscuridad de la calle.

Arquímedes miró al secretario. Nicóstrato, un hombre anodino cargado con una pesada cartera, de cara bondadosa y que había superado la treintena, le devolvió la mirada.

—¿Queréis decirme qué preparativos deseáis, señor? —preguntó.

—Yo… Sí —dijo Arquímedes, consciente de la presencia de los asombrados vecinos—. Supongo que será mejor que pasemos al comedor.

Marco se quedó fuera escuchando mientras el secretario tomaba nota de lo necesario para el funeral. Fue sumando mentalmente el importe de la factura: madera, incienso, vino y pasteles para cien personas… Arquímedes había dicho sesenta al principio, pero Nicóstrato pensaba que era un cálculo muy modesto. Marco concluyó que no ascendería a menos de veinticinco dracmas, y a buen seguro sería bastante más. Hierón no escatimaba dinero para costear las exequias, ni tampoco para la catapulta, a pesar de que había dicho que no podía pagar su verdadero valor. Pero le gustaría saber por qué el rey de Siracusa adulaba en público a su ingeniero de aquella manera.

Solventado el tema del funeral, el secretario depositó un cofrecillo de madera de olivo ante Arquímedes.

—El dinero de la catapulta —declaró—. ¿Puedo pediros que firméis el recibo?

El joven lo miró vagamente y preguntó:

—¿Cuánto es?

—Doscientos cincuenta dracmas —respondió sin darle importancia, mientras sacaba un libro de cuentas de su cartera.

Arquímedes levantó la tapa del cofre, y sobre la mesa del comedor se derramaron las monedas de plata recién acuñadas que lo llenaban hasta el borde. Movió la cabeza.

—¡Según el trato eran cincuenta! —exclamó.

—He recibido instrucciones para decir que si el precio de la catapulta estuviese en consonancia con su valor, deberían ser mil dracmas —dijo Nicóstrato.

Arquímedes lo miró en silencio durante un largo momento. Luego bajó la vista y cogió una de las monedas que habían caído sobre la mesa. La imagen de Hierón, sonriente y tocado con la diadema real, aparecía estampada de perfil en el anverso. La estudió. Varias cosas que había visto y oído sin prestarles la debida atención ocuparon entonces el lugar que les correspondía. Siempre había sabido que era excepcional como matemático, pero creía que en cuestión de mecánica, una simple afición para él, era solamente bueno, nada fuera de lo normal. Ahora se daba cuenta de que Epimeles no lo había adulado: Bienvenida era la mejor catapulta que se había construido en Siracusa en muchos años. Ese pivote… era algo en lo que nadie había pensado antes. El motivo por el que los esclavos del taller se reían era porque él no se había percatado del asunto. Eudaimon no sólo estaba de mal humor, sino celoso. Y Calipo creía realmente que era imposible mover un barco con un simple par de manos.

Era el mejor ingeniero de la ciudad, y lo que sus manos y su mente podían crear era tan poderoso que incluso el rey en persona lo mimaba. Aquella pieza de plata que brillaba en su mano era un tributo a su poder. Resultaba muy satisfactorio, aunque, a la vez, daba miedo. El ejército romano podía llegar pronto y sitiar Siracusa, y entonces sus habilidades se situarían en primera línea de defensa contra ellos. De repente, el peligro parecía mucho más próximo, y más real.

Sacó cincuenta dracmas, y luego empujó el cofre suavemente hacia Nicóstrato.

—Transmítele al rey mi agradecimiento por su generosa oferta —dijo—, pero tomaré sólo la cantidad acordada, nada más.

Nicóstrato se mostró sorprendido, algo extraño en un hombre tan seco e inexpresivo como él, y empujó el cofre en sentido contrario para dárselo de nuevo.

—Ésta es la suma que el rey me ha ordenado que os pagara —protestó—. ¡No le gustará que se la devolváis!

Arquímedes sacudió la cabeza.

—Soy siracusano, y no necesito un pago adicional para defender a mi ciudad. Aceptaré el dinero pactado por la catapulta porque mi familia lo necesita, pero no me aprovecharé de la necesidad de mi ciudad aceptando más.

El secretario lo miró fijamente. Arquímedes le arrancó el libro de cuentas de las manos y buscó la entrada correspondiente: «Para Arquímedes, hijo de Fidias, por la catapulta de un talento para el Hexapilón, doscientos cincuenta dracmas.» Tachó «doscientos cincuenta dracmas», escribió encima: «cincuenta dracmas, según lo acordado», y firmó con su nombre.

De pronto, Nicóstrato le regaló una ancha sonrisa.

—Los dioses han favorecido a Siracusa —dijo despacio. Recuperó su libro de cuentas y el cofre de madera de olivo, y, sin dejar de sonreír, les dio las buenas noches con un murmullo y se marchó.

Arquímedes miró a Marco, que seguía montando guardia en la puerta.

—Me imagino que desapruebas esto —dijo, desafiante.

Pero Marco sonrió y negó con la cabeza.

—Desde luego que no. El hombre que no está dispuesto a luchar por su ciudad merece la esclavitud.

«Y tú —se dijo para sus adentros— acabas de negarte a ser comprado.»

Capítulo 9

Cuatro días después, Delia vio salir a Agatón con cara arisca y precipitadamente para realizar algún recado del rey. Poco después, ella se encaminó hacia la gran puerta doble de la mansión, la abrió y la cruzó.

Era así de sencillo: abrir la puerta y salir a la calle. Se dijo que no había nada en ello que debiera provocar el latir de la sangre en los oídos que experimentaba en esos momentos, esa sensación de vértigo que disminuía el ritmo de sus pasos en cuanto empezó a descender por la calle. Lo que estaba haciendo no tenía nada de peligroso… pero nunca lo había hecho.

Nunca había atravesado aquella puerta sin nadie que la acompañara. Nunca había salido a escondidas para acudir a una cita que la familia no aprobaría.

Era algo sorprendente. No debía hacerlo, por supuesto que no. Pero desde la demostración de Arquímedes, su pretensión de que el interés que sentía por él no era más que el del mecenas hacia un servidor potencialmente útil para el Estado se había ido desvaneciendo como el agua en la arena. Estaba irritada consigo misma por haberse engañado, aunque al principio no había fingido. Cuando conoció a aquel joven, sólo se había sentido intrigada por él, pero eso había cambiado. ¡Era ridículo! Lo había visto tres veces, había hablado con él en dos ocasiones y habían tocado juntos una… pero tenía la impresión de que si lo dejaba escapar, se arrepentiría de ello toda la vida.

Le había escrito una nota: «Necesito hablar contigo. Acude mañana a la hora décima a la fuente de Aretusa. Te deseo lo mejor.» La había dirigido a «Arquímedes, hijo de Fidias, taller de catapultas». Después de cerrarla y estampar sobre el lacre uno de los sellos de Hierón que guardaba en su habitación, la había colocado entre un montón de cartas del rey que estaban a punto de ser repartidas por la ciudad. Hasta ese momento todo había sido demasiado fácil, y seguía siéndolo: el final de un día laborable, las calles de la Ortigia tan abarrotadas como de costumbre, y ella, abriéndose paso calle abajo, sin llamar la atención entre tanta gente, envuelta en un voluminoso manto de lino que le cubría la cabeza para ocultar la cara. Naturalmente, nadie había intentado evitar que saliera de casa, pues nadie imaginaba que fuera capaz de un acto tan indecoroso, desvergonzado y desleal como el de acordar una cita con un hombre.

La primera vez que se le ocurrió la idea de hacer lo que estaba haciendo, luchó por alejarla. Sería terriblemente ingrato y desleal por su parte pagar con esa moneda toda la confianza que su hermano había depositado en ella. «¡La hermana del rey, detrás de un ingeniero como una prostituta!», dirían los chismorreos. Se había prometido que no haría una cosa así. No amaba a Arquímedes, apenas lo conocía. ¡Sin duda, podía vivir sin él!

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