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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

El contador de arena (27 page)

BOOK: El contador de arena
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Pero, aun así, lo peor de todo era no concederse la posibilidad de conocerlo. Era como si se hubiese pasado la vida andando por las mismas callejuelas y, de pronto, inesperadamente, en la cima de una colina, se hubiera encontrado con una vista nueva e impresionante. A lo mejor ese paisaje era tan estrecho y limitado como las viejas calles… pero si no lo exploraba, nunca lo sabría. Era eso lo que la corroía: no saber, casarse con un noble o con un rey, tener hijos y envejecer, sin llegar a saber jamás lo que se había perdido.

Al final se dijo que si conseguía conocerlo mejor, probablemente descubriría que no le gustaba tanto. Entonces podría volver a casa y asumir su destino, quizá no feliz, pero al menos no viviría atormentada pensando en lo que podría haber sido. Aquella pequeña desobediencia no era un precio muy elevado a cambio de la paz mental. Además, no haría nada malo con él, y él no se atrevería a tomarse libertades con ella. Hablarían un poco, y entonces se daría cuenta de la tontería que había hecho y regresaría a casa.

Jamás en su vida se había sentido tan asustada. Pero siguió caminando decidida hacia la fuente de Aretusa.

Había elegido la fuente por tres motivos: no quedaba lejos de la casa de su hermano; tampoco del taller de las catapultas, y estaba rodeada por un pequeño jardín que proporcionaría algo de cobijo para mantener una conversación privada, sin dejar de ser un lugar lo suficientemente público como para sentirse segura. No creía que, tan pronto como se quedaran a solas, Arquímedes fuera a saltar sobre ella como un sátiro enloquecido, pero la habían alertado tan a menudo sobre la maldad de los hombres y los peligros de la falta de decoro, que quería tener la seguridad de que pudieran oírla si se ponía a gritar. De modo que se adentró en el jardín, observando a los paseantes a los que podría llamar en caso de necesidad: dos soldados que compartían una copa a la sombra de una palmera, un par de jóvenes sentadas en el suelo junto a un mirto, y un par de amantes que se besaban bajo un rosal emparrado. Las jóvenes debían de ser prostitutas: las muchachas respetables no se sentaban en público de aquella manera. Tiró de un pliegue del manto para cubrirse más aún la cabeza y esconderse de las miradas curiosas.

La fuente era un estanque grande de forma oblonga y agua oscura que quedaba cobijado bajo la sombra de los pinos. El agua dulce surgía en silencio de las profundidades de un pozo. De la superficie emergían juncos de papiro coronados con plumas, un regalo de Ptolomeo de Egipto; era el único lugar en toda Europa donde crecía el papiro. A un lado del estanque estaban las murallas de la ciudad, y en el otro extremo, blanca y encantadora, una escultura de la ninfa Aretusa, que vigilaba su fuente. La base de la estatua estaba cubierta por guirnaldas de flores y en las profundidades del agua brillaban las monedas: ofrendas a la protectora de Siracusa.

Allí también había gente, pero sólo se fijó en una persona: un joven alto que estaba agachado junto al borde de la fuente, observando con atención un grupo de ramas que flotaban en el agua. Iba vestido de negro y llevaba el cabello muy corto, en señal de luto. Supuso que el manto sería de buena calidad, pues parecía pesado, pero estaba manchado de polvo y, en ese momento, el dobladillo rozaba el barro. El agua proyectaba sombras ondulantes sobre su rostro de facciones marcadas. El joven sintió la mirada sobre él y levantó bruscamente la cabeza. «Sus ojos —pensó ella, sin respiración— son del color de la miel.»Arquímedes sonrió, complacido, y se incorporó. Al hacerlo, se pisó el borde del manto, que cayó a sus pies, la mitad en el agua y la otra mitad en el barro.

—¡Por Zeus! —exclamó, y se quedó contemplando la escena sin poder hacer nada. La túnica negra estaba incluso más polvorienta que el manto.

Se había imaginado que era ella quien le había enviado la nota, aunque iba sin firmar. «Te deseo lo mejor»: era el mismo mensaje que le había mandado a través de Marco. A lo largo de todo el día, mientras trabajaba en el taller con la catapulta de cincuenta kilos, había pensado en aquel encuentro y experimentado escalofríos de emoción. Aquella mañana había acudido al taller vestido con el manto para tener un aspecto digno, y se había quedado asombrado al verlo tan sucio y polvoriento después de acabar la jornada, pero ahora tenía un aspecto lamentable. Parecía un tonto, y la preciosa hermana del rey lo observaba debajo de un velo blanco de hilo con una oscura mirada de perplejidad.

Entonces Delia se echó a reír. A Arquímedes no le gustaba que se rieran de él, pero por una risa como aquélla habría sido capaz de ponerse una máscara y hacer payasadas. Sonrió a pesar suyo, recogió el manto y escurrió el extremo mojado.

—Perdonadme —dijo. Pensó en añadir: «No pretendía desnudarme delante de vos», pero era tan inapropiado y, a la vez, tan próximo a lo que le gustaría hacer, que se sintió confuso y le subieron los colores.

—Salud —dijo ella, educadamente.

—¡Salud! —respondió él. Intentó recomponerse el manto arrugado, pero acabó desistiendo; se limitó a doblarlo y se lo puso por encima de los hombros: sus esfuerzos por salvar su dignidad habían sido vanos, así que no tenía sentido insistir en ello. De todos modos, hacía demasiado calor para ir con manto—. Yo, bueno… —empezó.

—¡Calla! —exclamó ella enseguida, mirando de reojo a los ciudadanos que se relajaban junto a la fuente—. ¿Podemos ir a algún lugar más tranquilo?

Se alejó, y él la siguió. Había gente por todas partes, y acabaron realizando un circuito completo por el pequeño jardín antes de instalarse en un lugar relativamente tranquilo bajo una parra, a la sombra de la muralla. Allí no había bancos, pero Arquímedes extendió su manto en el suelo y se sentó en el extremo mojado. Al fin y al cabo, más embarrado ya no podía estar. Delia se acomodó nerviosa a su lado, con la mirada fija en las manos, que había posado sobre las rodillas dobladas. Había pensado una excusa para el encuentro. La última vez le había enviado un mensaje de alerta a través de su esclavo y estaba segura de que el hombre se lo había transmitido, a pesar de que en el último momento ella le había dicho que no le contara nada.

—Yo… quería hablar contigo —dijo, sin aliento—. Necesitaba explicarme. —Tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo.

Él movió afirmativamente la cabeza: ya había imaginado el motivo de la cita. Ella le había avisado para que fuese precavido con el contrato. En realidad, el rey no le había ofrecido un contrato… pues sólo hacía cuatro días que había muerto su padre y no habría sido correcto entablar negocios con él en el periodo de luto más intenso. Hierón había acudido al funeral de Fidias, pero no había hecho mención alguna al puesto de ingeniero ni al dinero que Arquímedes había rechazado. De modo que Delia lo había citado para prevenirlo de algo. Arquímedes se sentía feliz de tener semejante consejera en la propia casa del rey. Había especulado con la deliciosa posibilidad de que los sentimientos de la joven fueran más cálidos que eso, pero había desechado la idea como terriblemente improbable.

—Cuando te envié aquel mensaje, temía que Hierón pretendiera atarte de algún modo con el contrato —continuó Delia—. Pero estaba equivocada. No tendría que haberle dicho nada a tu esclavo. Sólo que él estaba allí y tuve la oportunidad.

Espero no haberte asustado con ello. —Le lanzó una nueva mirada de reojo.

Él frunció el entrecejo.

—¿El rey no piensa obligarme a nada en mi contrato? —preguntó.

Ella respiró hondo. Lo menos que podía hacer para reparar su deslealtad era tranquilizarlo respecto a Hierón.

—No tiene intención de ofrecerte un puesto asalariado como ingeniero real. Él cree que tú prefieres cobrar por los trabajos que hagas. Dijo que llegaría un momento en el que cualquier empleo que te propusiera te parecería una cárcel. De modo que, ya ves, estaba equivocada, y no debería haberte alertado. Debería haber sabido que Hierón no haría nada… injusto. —El sentimiento de culpa que experimentaba añadía calidez a su tono de voz.

—Pero yo pensaba… —comenzó él, pero se interrumpió. Su desconcierto era cada vez más acentuado—. No lo entiendo. ¿Qué quiere el rey de mí?

—Debes de saber que eres excepcional. Como ingeniero, me refiero.

Su cara de preocupación no disminuyó.

—Soy mejor en matemáticas.

Delia recordó el barco deslizándose por la grada y se echó a reír.

—¡Entonces debes de ser muy excepcional en eso! La ciudad entera habla de tu demostración.

Eso era cierto: Agatón le había informado. Toda la ciudad hablaba del hombre que había movido un barco con sus manos y que ahora estaba construyendo asombrosas catapultas para la defensa de Siracusa. Los amenazados ciudadanos se consolaban pensando en las habilidades de aquel joven.

Arquímedes hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—¡Las poleas no son ninguna novedad! Pero he hecho cosas en matemáticas que nadie había hecho antes. —Se mordisqueó el dedo pulgar.

—¿Como qué?

Él la miró, esperanzado.

—¿Sabéis algo de geometría?

Ella dudó, incómoda.

—Sé llevar las cuentas de una casa.

El joven movió negativamente la cabeza.

—Eso es aritmética.

—¿Tan distintas son?

Arquímedes la miró. Ella empezaba a sentirse molesta cuando se dio cuenta de que su ignorancia no era recibida con una mirada de disgusto, y mucho menos con la mirada condescendiente de «No es necesario que ocupes tu bonita cabeza con eso» que Leptines le lanzaba tan a menudo. Era una mirada que podía haber sido la de un tartamudo con la necesidad urgente de hablar: un deseo apasionado de ser comprendido y la desesperada convicción de saber que no lo sería.

—La aritmética es un sistema natural —dijo él—, mientras que la geometría es algo que el dios de los filósofos inventó para diseñar el mundo. Roma, Cartago, Siracusa… todo se reduce a eso. —Chasqueó los dedos—. A la geometría. ¡Dioses, es algo bello y divino!

Delia estudió su cara, la línea de sus pómulos y el brillo de sus ojos. Reconoció de forma remota que lo que la atraía de él era ese «algo divino», o más bien, su reflejo en la música. Tremendamente puro e inhumanamente preciso, agrandaba el mundo por el simple hecho de existir. Y ella quería, siempre había querido, más de lo que su propio mundo estaba dispuesto a ofrecerle.

—Los dioses te han otorgado un gran don —dijo, dividida entre la admiración y la envidia.

—Sí —replicó él, serio y sin dudarlo. Luego continuó, incómodo—: Deberíais buscar a alguien que os la enseñara. Yo me ofrecería a hacerlo, pero no sirvo para eso, aunque lo he intentado. Mi padre solía pedirme que lo ayudara con sus clases, pero los estudiantes decían que yo los confundía. —Se presionó las rodillas mientras recordaba la paciencia de Fidias con aquellos alumnos y las ofrendas que había recibido en su tumba. No quería pensar en su padre; se había sumergido en las catapultas precisamente para no tener que pensar en él—. No pretendía aburriros. Pero, lo siento, no comprendo por qué me habéis pedido que venga aquí, sólo para decirme que vuestro hermano piensa tratarme con justicia. ¿Os ha enviado él?

Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par y se sonrojó.

—No —dijo.

—Entonces, no entiendo… —empezó, pero de pronto entendió.

Delia seguía allí sentada, mirándolo, con los ojos asustados y las mejillas sonrosadas, pero con la cabeza bien alta, decidida y desafiante. Hierón no la había enviado; había ido ella, sola y tapada con su manto, para reunirse con él en secreto. No había querido plantearse esa posibilidad, y debería haberlo hecho. La atracción que sentía por ella, despreocupada, sin esperar nada a cambio, cristalizó de repente en una forma con los bordes lo bastante afilados como para producir una herida.

—Lo siento —dijo, atónito y asustado—. He sido un estúpido. Yo…

No se le ocurría qué decir y se quedaron mirándose, ambos sofocados. En lo más recóndito de la cabeza de Arquímedes resonaban las llamadas de atención: «¡Menos mal que no has ido más allá del tema de las flautas!» «¡Que los dioses prohíban que haya algo entre vos y la hermana del rey!» ¿Qué podría hacerle un tirano al hombre que sedujera a su hermana?

¿Y qué haría ella si él le decía que no? En su cabeza daban vueltas viejas historias: Belerofonte, Hipólito, falsamente acusados de violación por reinas a las que habían rechazado. Mirando a Delia, no podía creer una palabra de todo aquello y, sin embargo, toda la situación le resultaba increíble, y las historias estaban allí, les diera crédito o no.

—No pienses que pretendo traicionar la confianza de Hierón —dijo ella, con una determinación repentinamente apasionada—. Él siempre me ha tratado con bondad, y yo nunca lo deshonraría… —Se interrumpió, consciente de que ya había traicionado la confianza de su hermano, de que ya había dado el primer paso hacia la deshonra de la casa. Sólo un paso pequeño, hasta el momento, pero el encuentro no había hecho nada para convencer a su corazón de su locura: más bien lo contrario—.

Es sólo que quería conocerte mejor —prosiguió, aún más insegura. .. y de pronto se dio cuenta de que lo estaba tratando peor incluso que a Hierón.

Esa relación podía hacerle mucho daño a Arquímedes, destrozar su carrera profesional y manchar su reputación. «¡El rey lo trató con gran amabilidad y él le respondió intentando seducir a su hermana!» La seducción era un crimen, y ella estaba pidiéndole que se arriesgara a sufrir los castigos sin recibir siquiera la recompensa del seductor. ¡Desvergonzada, egoísta, despiadada! Apartó la vista, consumida por la vergüenza, y se cubrió con el velo para ocultar las calientes lágrimas que le brotaban de los ojos.

Él la contempló un instante… las lágrimas, la confusión, y olvidó que era la hermana del rey. Le tomó una de las manos y ella lo miró, con la cara húmeda, sofocada y desesperanzada. La única cosa natural que cabía hacer era besarla, y eso hizo. Fue como encontrar la proporción, solucionar el rompecabezas, regresar a casa. Una ráfaga de notas cayó perfectamente sobre el ritmo, y dos tonos se fundieron en armonía.

Ella fue la primera en separarse. Lo apartó con la palma de la mano y se abrazó a su propio cuerpo, intentando convertir el caos que sentía en emociones coherentes.

—¡Dioses! —exclamó, desesperada.

—Lo lamento —dijo él, mintiendo.

No lo lamentaba en absoluto. Se sentía satisfecho y halagado; estaba asustado y deseaba verse fuera de todo aquello… pero en el fondo, complicándolo todo, estaba hechizado por Delia, una joven inteligente, ingeniosa, orgullosa, decidida, con unos preciosos ojos negros y un maravilloso y cálido cuerpo, cuya huella seguía vibrando junto al suyo. No quería simplemente acostarse con ella, sino sentarse juntos en la cama después, y hablar, reír y tocar la flauta. Como si de un nuevo teorema se tratase, el alcance de las posibilidades se ramificaba mucho más allá de ella, en una escalera de conexiones inevitables, de premisas y deducciones hacia el concluyente final de que «esto era lo que había que demostrar».

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